Cocina virtual vs. cocina real

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Tras más de veinte años de “boom” telegastronómico, y muchos más desde la irrupción de los famosos concursos de cocina, parece que hemos quedado televisivamente ahítos. Ha llegado la hora de ser creativos, como los chefs estrella no paran de insistirnos; también en la cocina virtual (ver 1ª parte). Pasada ya, al parecer, la burbuja de los cook-shows, ahora ya se habla de un necesario “tiempo de reflexión” en este campo.

Si Monsieur Ego, ese sombrío y peculiar crítico gastronómico de Ratatouille, acabó reconociendo, muy a su pesar, el lema del Chef Gusteau (“cualquiera puede cocinar”), ahora parece que toda una sociedad se lo cuestiona de nuevo; y no lo tiene muy claro. Tal vez sea, en efecto, una buena oportunidad para, al menos, reflexionar. Pero no ya sobre la comida y la cocina, sino sobre el cocinero y el comensal.

Una de las manifestaciones del bienestar de nuestro Estado ha sido sin duda esa preocupación desorbitada por la comida, y por todo lo que haga referencia a ella. El olor a comida domina el ambiente. Al aumento exponencial de gente afectada por patologías alimentarias (obesidad, anorexia, bulimia…), se añade la proliferación casi enfermiza a veces de todo tipo de regímenes y dietas.

“Tras el ‘boom’ de los últimos años y hechos como el sorprendente cierre de El Bulli de Ferran Adrià, el panorama gastronómico parece que se encuentra ahora en una etapa de reflexión” (Jordi Cruz)

A esos males físicos se añaden sobre todo los antropológicos. El interés por la comida claramente ha ido más allá de lo que cabría esperar para un cuidado normal de la salud, provocando efectos perversos en los hábitos del primer mundo. Mientras en muchos lugares del planeta una mujer trabaja ocho horas para poner algo comestible sobre la mesa, en el primer mundo se nos va el tiempo en elegir el tipo de yogur que más nos conviene según nuestro dietista o, simplemente, nos apetece. La fascinación sibarita dominante trasciende el ámbito propio del comer y ha creado una masa social que es el mercado potencial de los programas de cocina de nuestros días. Por encima de esa masa, como en toda buena revolución social, hay un establishment, una clase privilegiada, un grupo de selectos, que por medio de las redes sociales configuran desde sus hornacinas virtuales nuestros modos de comer. Son los foodies.

Los “foodies”: la nueva tribu de Internet

Consecuencia del fenómeno mediático culinario ha sido el crecimiento exponencial de los foodies. El término foodie fue acuñado por tres aficionados a la gastronomía (Paul Levy, Ann Barr y Mat Sloan) en el libro The Official Foodie Handbook en 1984. Los foodies son aquellas personas a las que les gusta la cocina, están al día en lo referente a las novedades, tienen pasión por lo bio/ecológico y frecuentan los lugares gourmet más escondidos de su ciudad. Se han convertido en una especie de influencers que tienen gran protagonismo en Internet y mueven a miles de consumidores que confían en sus opiniones, aumentando así la masa de personas interesadas por los programas de cocina o talent shows.

Frente a los gourmets, los foodies son amateurs, amantes de la buena mesa y con ganas de aprender sobre comidas, su preparación y su consumo. Los gourmets quieren comer lo mejor, los foodies saberlo todo de la comida, algunos incluso de forma obsesiva: comidas, productos, bodegas, degustaciones, personajes, inauguraciones, restaurantes, moda, salud, ciencia… El fenómeno foodie ha encontrado en Internet el aliado perfecto que necesitaba. Es ahí donde se encuentra sin duda el futuro de todos los programas de cocina. Son multitud las plataformas y herramientas que han contribuido a que la cocina se haya convertido en uno de los temas nucleares en la red y multiplican las audiencias más allá del directo.

A parte de las redes sociales genéricas como Facebook (el 81% de los amantes de la cocina lo utiliza), Instagram (la etiqueta #food tiene más de 150 millones de publicaciones), Snapchat (nuevo terreno de juego de marcas y productos) o YouTube, existen plataformas específicas de mucho éxito. Tasty y Tastemade cuentan respectivamente con más de 50 millones y casi 16 millones de fans en Facebook. O Twisted, una página de Facebook con menos de un millón de fans pero con 220 millones de visualizaciones en los últimos seis meses (datos de enero 2017). Podríamos nombrar muchas otras como Nom, Foodily o Yummly… llegando además a un público preferentemente joven.

El alma hambrienta

Desde que el antropólogo francés Lévi-Strauss escribiera allá por 1964 Lo crudo y lo cocido, dedicado a interpretar los modos en que el ser humano cocina y come los alimentos, a modo de gran metáfora culinaria de la cultura, el tema de la comida ha sido objeto de multitud de ensayos y trabajos que pretenden explicar cuánto hay de natural y cuánto de cultural en la gastronomía.

El fenómeno creciente del mundo foodie y el crecimiento del interés por la comida –a veces por motivos más terapéuticos, otras veces más culturales… otras simplemente llevado por el consumismo imperante o, aún peor, empujado por la pura emulación o la envidia pura y dura del “dónde estuve y lo que comí”-, hace que no tengamos más remedio que pararnos y pensar si además de lo crudo y lo cocido, no hay aquí algo además… podrido.

Muchos dicen que la tele vende una imagen falsa del trabajo en la cocina, que en realidad es mucho más sacrificado

Ante el mal olor del empacho gastrotelevisivo, algunos autores ya van poniendo sus oportunas terapias. Es el caso relevante de Leon R. Kass en su libro El alma hambrienta. Como otros autores, Kass lo único que pretende es explicarnos qué representa la comida para el ser viviente en general, qué significa comer y para qué se realiza esta actividad. Sonará obvio, pero no parece que los exitosos programas-concurso de comida se detengan mucho en eso tan obvio. No conforme con eso, y a pesar de lo mal que pueda sentarle a algunos –hasta quizá revolverles el estómago–, el profesor Kass además reflexiona con profundidad sobre el perfeccionamiento del ser humano mediante la cultura y la ritualización –también religiosa– de la comida. Y aquí es donde llegamos sin duda al núcleo de nuestra posible reflexión sobre el tema. Cuando por fin alguien te ayuda no tanto a pensar en comida, sino más bien a no pensar tanto en ella y a enseñarte por qué y cómo comer bien para poder pensar bien.

Un cierto regusto amargo

Parece que ha llegado el momento de valorar a nuestros chefs mediáticos. Podemos premiarlos con ambrosías en el olimpo de los semidioses, o tal vez es tiempo de pedir el libro de reclamaciones. Podemos estar simplemente “encantados de conocernos”, o poner “las manos en la masa” antes de que “esta cocina sea un infierno” y tengamos “pesadillas”. Lo que parece claro es que también en el formato televisivo, lo dulce y lo amargo no acaban de casar bien. Y parece que últimamente predomina el regusto amargo.

En principio, parece que todo es dulce. Gracias a esos programas sabemos mejor lo que nos gusta y lo que nos conviene nutricionalmente; somos más críticos y exigentes y, como consecuencia de ello, los profesionales del sector se han vuelto más creativos; se ha dignificado una profesión a la que, hace años, pocos se querían dedicar; se ha acercado la cocina a todas las capas sociales y profesionales; se han abierto muchas posibilidades de negocio y trabajo… y se va consiguiendo que toda una nueva generación se reenganche a cocinar.

Pero no podría tratarse de Alta cocina si no tuviera su mezcla de amargo. Karlos Arguiñano –cómo no– ya puso el dedo en una llaga al decir que programas como Top Chef o MasterChef “no tienen mucho que ver con la cocina real”. Ya antes estaba servido en frío el debate que generó el libro La cocina al desnudo, del desaparecido Santi Santamaría, que defendía la pervivencia de la cocina mediterránea tradicional criticando la cocina de laboratorio y los menús tecno-emocionales. En estas últimas semanas ha surgido la polémica de las declaraciones de Jordi Cruz justificando que sus becarios trabajen y aprendan sin cobrar. En general son muchos los que dicen que la tele vende una imagen falsa del trabajo en la cocina, un trabajo en realidad muchísimo más sacrificado. Al tocar la realidad –dicen– muchos acaban frustrados. Otros critican su artificialidad y aseguran que esa forma de cocinar tan antinatural puede ser, y en algunos casos así ha sido, incluso peligrosa para la salud.

Por encima de la masa, como en toda revolución social, hay un “establishment”, un grupo de selectos que desde las redes sociales configuran virtuales nuestros modos de comer: son los “foodies”

En fin, como decimos, se ha abierto la caja de Pandora. De ahí la reflexión que hace el propio Jordi Cruz: “Tras el boom de los últimos años y hechos como el sorprendente cierre de El Bulli de Ferran Adrià, el panorama gastronómico parece que se encuentra ahora en una etapa de reflexión”.

¿Cualquiera puede cocinar?

Para terminar, volvamos a la reflexión de Monsieur Ego, que puede darnos una pista bastante buena para esa más que necesaria reflexión. Tras saborear el exquisito ratatouille, él parece que lo tiene claro: “Nunca escondí mi desdén por el lema del Chef Gusteau: ‘cualquiera puede cocinar’. Pero ahora comprendo sus palabras. No cualquiera puede convertirse en un gran artista, pero un gran artista sí puede provenir de cualquier lugar”.

Es decir, la gastronomía como arte culinario –parece sugerirnos–, se mantendrá en la medida en que conserve y muestre su aspecto más humano, pues es lo humano lo que siempre triunfa: la necesidad y el gusto por la comida, preferentemente por aquella que nos identifica como personas en un mundo concreto; los sabores que nos hacen recordar momentos y evocan sentimientos; el entretenimiento que nos aleje de lo rutinario; lo que podamos además compartir con otros, sea por el medio que sea, y más si son de nuestra propia familia… todo aquello que nos ayude a comprendernos como personas, como familia y como sociedad. Y para lograr todo eso, los talk shows gastronómicos son hoy por hoy el plato recomendado por la casa. Valoren ustedes mismos.

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