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André Glucksmann, azote de tiranías y nihilismos

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DURACIÓN LECTURA: 8min.

Con André Glucksmann, fallecido en París el 10 de noviembre de 2015, desaparece uno de los últimos intelectuales que se llamaron “disidentes”, un apasionado de la libertad y de la razón, para él siempre vinculadas, en un mundo posmoderno, aferrado a lo efímero.

En la sociedad del individuo soberano, orgulloso de vivir sin coordenadas, resonaba firme la voz de este filósofo empeñado en denunciar, sin ningún tipo de componendas, a los tiranos por su nombre. Para él lo eran, sin excepciones, Castro, Jomeini, Milošević, Bin Laden, Sadam Hussein, Gadafi… Y para escándalo general, no dudó en brindar públicamente su apoyo a quienes contribuyeron a derribar sus regímenes, bien fueran George W. Bush o Nicolas Sarkozy, si bien luego se distanció de este último por sus drásticas medidas contra la inmigración gitana en Francia.

En cualquier caso, estas posturas de Glucksmann irritaban a quienes sabían que, en sus años jóvenes, el filósofo simpatizaba con la revolución cultural china o con las guerrillas del Vietcong.

Glucksmann tenía una asombrosa capacidad para relacionar los hechos contemporáneos con las grandes obras de la literatura universal

Misiles por la libertad

¿Cuándo cambió la existencia del Glucksmann, hijo del mayo del 68 y representante de una izquierda radical antisoviética y antinorteamericana? Al tener noticia de la tragedia de los boat people, de los cientos de miles de refugiados vietnamitas que se lanzaban con sus embarcaciones mar adentro para huir del régimen comunista. Glucksmann no tuvo reparo en cuestionar sus pasadas apologías del marxismo-leninismo y promover movilizaciones a favor de los prófugos. Consiguió incluso poner de acuerdo en este asunto a los filósofos Sartre y Aron, antiguos amigos y militantes en bandos opuestos.

Luego llegarían otras causas que defender, como la del despliegue de los misiles norteamericanos Cruise y Pershing en países europeos de la OTAN, algo que Glucksmann aprobaba en nombre de la amenaza, para él mucho mayor, de los misiles soviéticos SS-20. Con su oposición, pacifistas y filocomunistas estarían patrocinando un nuevo Auschwitz el día en que los ejércitos convencionales del Pacto de Varsovia invadiesen Europa Occidental.

Ante dicha perspectiva, el filósofo francés, en su libro La fuerza del vértigo (1983), proclamaba que resultaba preferible la muerte, aunque fuera en forma de la más devastadora de las Hiroshimas, a la servidumbre voluntaria. En consecuencia, sus antiguos compañeros sesentayochistas le tacharon de filósofo guerrero y de moralista justificador de la política, aunque él siguió considerándose un militante de izquierda, eso sí: antitotalitaria.

Llegó la caída del muro de Berlín, y con ella la satisfacción de Glucksmann de que la libertad triunfara donde antes imperó el estalinismo. Hijo de judíos austríacos exiliados, con una madre originaria de Praga, el filósofo compartió con su amigo Václav Havel el éxito de la “revolución de terciopelo” en noviembre de 1989.

Veinte años después, durante un discurso de aniversario de aquellos hechos, Glucksmann subrayó la originalidad de dicha revolución: “Se trataba de escapar de la mayor mentira del siglo XX, la que ha predicado la paz y ha hecho la guerra. La mentira que ha predicado la fraternidad y que ha creado la opresión más radical. La mentira que ha querido la justicia y ha creado el Gulag. En mi opinión, el principal mérito y la principal novedad de la revolución disidente es haber unido la libertad y la verdad”.

Sin embargo, el final de los regímenes comunistas no significaba el final de la Historia, tal y como quería creer el hegeliano Francis Fukuyama. Las guerras en la antigua Yugoslavia resultaron una trágica demostración de que la barbarie y el horror no eran un capítulo cerrado en la historia de Europa.

En Yugoslavia y Chechenia, contra el crimen de la indiferencia

En la década de 1990, Glucksman recorrió las tierras devastadas de Croacia y Bosnia-Herzegovina, en las que el odio asesino no alcanzaba solo a las personas sino también a los hospitales, y a los lugares de culto y de cultura. Entonces escribió: “La purificación étnica opera sobre los cuerpos y las almas; se mata a la gente por la simple razón de que no son serbios; se ataca a los símbolos, a la memoria, a las esperanzas. Allí, los que no han perdido la vida pierden toda razón de vivir”. Esto explica su aplauso a las intervenciones de la OTAN en Bosnia y Kosovo, que consideró legítimas. No se conformó con calificarlas de un derecho de injerencia humanitaria. Antes bien, le parecían un derecho de contrainjerencia, pues el presidente serbio Slobodan Milošević era quien había violado las fronteras y masacrado a la población civil.

No fue muy distinta la actitud de Glucksmann ante las guerras de Chechenia, cuando afirmó que Putin era asimilable a Milošević, y comparó la destrucción de la ciudad de Grozny a la de Varsovia, arrasada por los nazis en 1944. Pero lo que denunció con mayor apasionamiento fue la postura de Moscú de considerar su represión contra los chechenos como un episodio de una guerra global contra el terrorismo islamista. Si Europa quería aceptar esta versión, se estaría convirtiendo en cómplice de “un crimen de indiferencia”, muy propio de una sociedad, descrita por Eugène Ionesco en su obra teatral El rinoceronte. Según Glucksmann, los euro-rinocerontes están doblemente acorazados contra el mundo exterior e interior, no son realistas ni sentimentales, sino de un género plácido y hasta simpático. Son, en definitiva, “una especie miope, egoísta y sabiamente muda”.

En sus últimos años, el filósofo hizo causa común con Ucrania y Georgia, enfrentadas a Rusia. Eran nuevos episodios de la crónica de su combate universal por la libertad, en los que se implicó también su hijo Raphael Glucksmann, escritor y director de cine, casado con Eka Zgouladze, que fue ministra del interior en Georgia y que posteriormente cambió su nacionalidad por la ucraniana.

Nihilismo terrorista y literatura

Uno de los principales rasgos del estilo de Glucksmann es su asombrosa capacidad de relacionar los hechos contemporáneos con las grandes obras de la literatura universal, en particular la épica y las tragedias griegas o los clásicos de las letras francesas, en particular los de los siglos XVII y XVIII: Descartes, Pascal, Racine, Voltaire… De ellos extraía todo un arsenal en defensa de la razón y de la libertad contra las filosofías alemanas del idealismo de las que solo podría salir el totalitarismo, tal y como presintiera Heine un siglo antes del nazismo. El totalitarismo es una de las encarnaciones del mal, y los tiranos acostumbran a banalizar sus acciones. Hacen el mal, aunque no lo ven. Así es, según nuestro autor, Nerón en la tragedia de Racine, Britannicus, todo un ejemplo de la “normalización de la crueldad”.

“El principal mérito y la principal novedad de la revolución disidente es haber unido la libertad y la verdad” (Glucksmann)

Por lo demás, Glucksmann tenía en gran estima a otros escritores como Dostoievski, al que tomó como punto de referencia en su ensayo Dostoievski en Manhattan (2002). Recordaba su denuncia del terrorismo nihilista en la novela Los endemoniados, protagonizada por unos seres deshumanizados prisioneros de su ideología, no muy diferentes de los autores de los atentados terroristas del 11-S en Nueva York. La literatura sirve, en definitiva, para tratar de ahondar en las raíces psicológicas de unos hechos atroces, cuando los análisis políticos o sociales resultan insuficientes. Es en la literatura donde Glucksmann encontró ejemplos del “todo vale”, que es la raíz del nihilismo. Como Madame Bovary, encarnación de la banalidad individual del nihilismo.

El discurso del odio

La última gran obra de André Glucksmann es El discurso del odio (2005), en la que vuelve sobre el tema del nihilismo, el enemigo mortal de la civilización. No deja de salir al paso del manoseado argumento de que el nihilismo exterminador, la ideología del odio sin fronteras, es fruto de la miseria y de la explotación de los otros, y rechaza también que las promesas de un futuro mejor sirvan de perfecta coartada para el ejercicio de la crueldad. Siguiendo con sus comparaciones literarias, Glucksmann expone el mito de Medea, llevado al teatro por Séneca, capaz de asesinar a sus propios hijos para vengarse de su amante, Jasón.

El odio de Medea es una suprema expresión de nihilismo, pues proclama la muerte del mundo entero y la suya propia. Es una auténtica “bomba humana”, desbordante de un odio que no intenta corregir al otro, ni siquiera dominarlo. Lo único que busca es suprimirlo. El terrorismo nihilista, que ha perpetrado una masacre en París tres días después de la desaparición de Glucksmann, no se diferencia de Medea, la mujer que, tras ahondar en su sufrimiento y echar sal en sus heridas, lanza su furia y su dolor contra los demás, sin orden ni concierto.

Pese a todos los horrores contemplados en su vida, el discurso de nuestro filósofo se muestra esperanzado en la labor de las personas que representan la civilización. Así lo expresa en el epílogo de su libro: “Las gentes honradas, las personas religiosas sinceras, los realistas sin ilusiones tienen la inteligencia de sus límites, y no necesitan odiar al odio para combatir su locura asesina y sonreír ante su ridícula actitud”.

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