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Australia se examina sobre su trato a los aborígenes

publicado
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Sydney. Australia vive un doloroso examen de conciencia, provocado por el reciente informe oficial sobre los niños aborígenes que, con aprobación del gobierno, fueron arrancados de sus familias para ser educados en orfanatos o por padres adoptivos de raza blanca. A la vez, una controversia en torno a los derechos de los aborígenes sobre sus antiguas tierras enfrenta a criterios de justicia con el temor a los perjuicios que puede ocasionar la restitución.

En los últimos años, la cuestión de los aborígenes no ha dejado de tener protagonismo en la política australiana. No es simplemente una cuestión de justicia social: dos importantes decisiones del Tribunal Supremo han dado luz verde para que los aborígenes reclamen sus antiguas tierras, actualmente explotadas por agricultores blancos o por compañías mineras. Algunos piensan que la devolución de tierras a los aborígenes supondría, en estos momentos en que Australia arrastra dificultades económicas y una tasa de paro relativamente alta, un coste excesivo.

Hace treinta años fue aprobada, por aplastante mayoría, una enmienda constitucional que reconocía a los aborígenes plenos derechos como ciudadanos de Australia. Desde entonces, cada vez es más fuerte la convicción de que las pasadas injusticias deben ser reparadas.

Encerrados en la pobreza

Sucesivos gobiernos han destinado grandes sumas a la sanidad, educación, empleo, vivienda y tierras de la población aborigen. Sin embargo, los aborígenes siguen siendo los más desfavorecidos del país.

Su tasa de mortalidad infantil es de 3 a 4 veces la de los demás niños australianos; las enfermedades infecciosas y parasitarias son 12 veces más frecuentes entre ellos, y su esperanza de vida es de 18 años menos. Sólo uno de cada tres aborígenes terminan la enseñanza media y sólo un 2,2% tienen estudios superiores, proporciones muy inferiores a las del conjunto de la población (77% y 12,8%, respectivamente). Los aborígenes presentan un 38% de paro (la tasa nacional es un 8,7%) y sus ingresos medios son menos de dos tercios de la media del país. Los aborígenes son detenidos, encarcelados o mueren en prisión en proporciones 17, 14 y 16 veces mayores, respectivamente, que los australianos blancos.

La pérdida de tierras

La escandalosa perpetuación de los aborígenes en la pobreza ha llevado a los australianos a examinarse sobre el trato, a menudo injusto, que se les ha dispensado. Cuando llegaron los primeros colonos a Sydney en 1788, vivían en Australia entre 300.000 y 500.000 aborígenes, cazadores seminómadas y recolectores diseminados por el continente. Cien años después, sólo quedaban unos 50.000. Las principales causas de esta severa reducción demográfica fueron el alcoholismo, enfermedades contagiosas y la violencia.

Muchas tribus perdieron sus tierras, lo que resultó desastroso para los aborígenes: supuso la destrucción de su economía, basada en la caza y el pastoreo, y de su cultura, ligada espiritualmente a la tierra. Les convirtió en una población marginal, desposeída y desmoralizada, condenada a habitar fuera de los límites de los asentamientos blancos.

Los aborígenes de hoy forman un grupo muy heterogéneo. Gracias a su elevada natalidad, en este siglo han crecido rápidamente, y ahora son unos 300.000, el 1,6% de la población australiana. Hay una gran diferencia entre los que mantienen su modo de vida tradicional en zonas rurales aisladas, en condiciones tercermundistas, y los que habitan en las ciudades.

Librarse de la deshonra

Hasta 1967, la política del gobierno era «paternalista», y osciló entre la protección, la segregación, la asimilación y la integración. La política actual es «autodeterminación» y «promoción». Pero los progresos sociales siguen siendo lentos.

El último episodio de esta historia es el informe oficial sobre los niños aborígenes separados de sus familias, en virtud de una política que afectó quizás al 10% de ellos y que duró hasta los años 70. Ese programa se basaba en la idea de que lo mejor para los aborígenes era absorberlos en la cultura blanca. Algunos niños sufrieron malos tratos de parte de sus nuevos tutores. Los autores del reportaje denominan «genocidio» a aquella política y afirman que el gobierno australiano debe pedir perdón a las víctimas y darles compensaciones económicas.

El primer ministro, John Howard, reaccionó manifestando su profundo pesar personal. Pero rechazó de plano pedir perdón en nombre de la nación. «No se debe pedir a los australianos de esta generación que carguen con las culpas por hechos pasados en los que no tuvieron intervención alguna», dijo con motivo de un congreso nacional de reconciliación. Lo que hace falta ahora, alegó, no son «gestos simbólicos», sino tomar medidas prácticas para elevar las condiciones de vida de los aborígenes.

Sin embargo, no parece probable que se apague la actual polémica hasta que Australia acepte reparar, con hechos, las injusticias pasadas y presentes. Como dijo uno de los jueces del Tribunal Supremo en 1992, en la primera de las sentencias sobre los derechos de los aborígenes a sus antiguas tierras: «Esa expropiación (…) constituye el punto más oscuro de la historia australiana. La nación como tal no se librará de esta deshonra hasta que haya un reconocimiento y retractación de las injusticias pasadas».

Margaret-Maria Dudley

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