Atreverse a educar

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Cuatro profesores universitarios y un inspector educativo franceses firman en Le Monde (París, 2-IV-93) un artículo en el que defienden que la escuela debe educar y no sólo transmitir conocimientos.

La escuela debe atreverse a educar, es decir, de manera más precisa, atreverse a la vez a instruir y a despertar la conciencia moral, atreverse a imponer las reglas de la vida común y atreverse a formar. Los que pretenden que la escuela ya no debe educar, los que quieren que la escuela del mañana no tenga más razón de ser que la instrucción, o que su única utilidad sea la formación, son ingenuos o aprendices de brujo que no advierten qué clase de sociedad preparan así a sus propios hijos. ¿No hay hombres instruidos o ingenieros eficaces que, sin embargo, practican la suficiencia, el cinismo, el desprecio -el odio en definitiva- hacia los demás? ¿Cómo una buena instrucción o una excelente formación puede sustituir a una sólida educación?

Los saberes y las técnicas no pueden bastar para construir la cohesión social. El sentido moral, la adhesión a valores compartidos y las cualidades del corazón son tan necesarias como la razón para refundar sin cesar, generación tras generación, una sociedad solidaria y fraternal. Ahora que parece triunfar la ilusión de una posible y legítima satisfacción inmediata de los deseos, no es el momento de que la escuela renuncie a enseñar la necesidad de diferirla, y en particular de alejar la violencia, a fin de fundar las relaciones humanas en el respeto mutuo y el deseo de comprensión recíproca. Sobre todo, ahora que progresa la exclusión en un contexto de crisis económica, ahora que la integración cultural de las sucesivas olas de inmigración parece agotarse, ahora que las estructuras de socialización parecen desmoronarse, no es el momento de que la escuela renuncie a educar.

Para conseguirlo, debe apoyarse en profesores que reivindiquen plenamente su condición de maestros, es decir, de educadores. La educación nacional dispone ahora de un instrumento común de formación de todos los profesores, los institutos universitarios de formación de maestros. En esta misión esencial, estos nuevos centros de formación no sufren, a nuestro juicio, de un exceso de unidad, como a veces se ha dicho, sino más bien de una insuficiente unidad.

Sin duda, la idea de una profesionalización no ha sido pensada sobre bases suficientemente sólidas. En efecto, lo que debe fundar la unidad de la profesión, lo que puede constituir su fuerza, lo que puede traer consigo una nueva legitimidad social, no es ni el cuerpo único de profesores ni la sola revalorización financiera, ni la negación de niveles específicos o de la identidad de cada disciplina. Es afirmar que los maestros -de la escuela infantil a la secundaria- son educadores, o más bien que deben llegar a serlo, y que deben ser preparados para eso.

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