Aborto y control de la natalidad

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La Santa Sede y otros países han sido presentados como los «intransigentes» en la Conferencia de El Cairo por negarse a aceptar «fórmulas de compromiso» sobre el derecho al aborto. El compromiso consistía en decir, por una parte, que el aborto no debe ser estimulado como medio de planificación familiar; y por otra, que los gobiernos deben considerar el aborto «inseguro» como un problema importante de salud pública, lo cual supone implícitamente que bastará legalizarlo para que sea seguro.

Pero, ¿es verdad que no se recurre al aborto como medio de control de la natalidad? Si así fuera, en los países que utilizan masivamente desde hace tiempo los medios anticonceptivos, el aborto sería un fenómeno excepcional y reducido. Veamos, por ejemplo, el caso de Italia, donde no cabe suponer un desconocimiento de los medios anticonceptivos, habida cuenta de que la tasa de fecundidad es la más baja de Europa (1,26 hijos por mujer).

El art. 1 de la ley italiana dice que el aborto «no es un medio de control de la natalidad». Lo cual no ha impedido que en 1991 hubiera 287 abortos legales por cada 1.000 nacidos vivos: es decir, la proporción no está lejos de 1 a 3. Según los datos oficiales, en el bienio 1987-88 el 75% de los abortos correspondía a mujeres casadas y que tenían al menos un hijo; en el 70-80% de los casos el recurso al aborto venía tras un fallo en el uso de medios anticonceptivos. Lo que demuestra que, diga lo que diga la ley, el aborto se ha convertido en el medio último de control de la natalidad.

Si algún país puede servir de banco de prueba de la teoría es Suecia, nación pionera de la planificación familiar. Allí la educación sexual en la escuela es obligatoria desde 1956, los anticonceptivos son subvencionados o gratuitos, los servicios de planificación familiar están integrados en el sistema de salud, hay servicios gratuitos de consulta para jóvenes, y el Estado financia un programa de información sobre planificación familiar. En fin, todo un arsenal de medidas que, en teoría, deberían prevenir el aborto. Según la ley del aborto de 1975, éste es libre hasta la 18.ª semana del embarazo.

Desde entonces, el número de abortos ha pasado de 32.500 en 1975 a 37.500 en 1990 y 34.800 en 1992. La proporción de abortos por cada 1.000 nacidos vivos ha bajado de 313 (en 1975) a 283 (en 1992), gracias sobre todo al aumento de natalidad en los últimos tiempos. Aun así, todavía la relación es de 1 aborto por cada 3,5 nacimientos. Si el aborto libre debía ser considerado como una «medida de emergencia», hay que reconocer que la prevención deja mucho que desear.

La experiencia francesa la explicaba en una entrevista Henri Leridon, director de investigaciones en el Instituto Nacional de Estudios Demográficos (L’Express, 24-II-94). Este defensor de la revolución contraceptiva reconocía a propósito del número de abortos que aún se producen en el país: «Estas cifras son extraordinariamente frustrantes, pues no han evolucionado desde la aplicación de la ley del aborto, en 1975. Llegamos rápidamente, hacia el fin de los años 70, a los 170.000 abortos, y desde entonces no han bajado. Sin embargo, la contracepción ha llegado al tope: el 90% de las mujeres utilizan la píldora, en un momento u otro de su vida. Muchas se pasan después al DIU. Pero lo paradójico es que, desde el comienzo, había muchas usuarias de la píldora entre las mujeres que pedían abortar».

Si esta es la experiencia de países ricos, con atención sanitaria al alcance de todos y un buen nivel cultural, no cabe esperar que los resultados vayan a ser mejores en países que no reúnen esas condiciones. Pues es un superstición moderna pensar que basta expresar un deseo en un programa de acción -«el aborto no ha de ser un método de control de la natalidad»-, para que aquello se convierta en realidad. Y si tantas veces se invoca el realismo para legalizar el aborto, no cabe cerrar los ojos ante estos «efectos perversos».

Ignacio Aréchaga

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