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Tribuna
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‘Spain is not different’

La fragmentación y polarización de la política está afectando a todas las democracias y frente a los retos que plantea es preciso que la ciudadanía sea capaz de reaccionar y asumir responsabilidades

ENRIQUE FLORES

En pocos años la política española ha cambiado de manera radical. Pero en casi nada España es diferente. Las elecciones del domingo reflejan algunos de los elementos presentes en otros países de nuestro entorno. La fragmentación, la polarización asimétrica y afectiva amplificada por las redes sociales, y las amenazas a la democracia liberal son algunos de estos aspectos que podemos reconocer en España al igual que en otros contextos muy diferentes.

La fragmentación refleja el grado de diversidad de una sociedad. También es producto del sistema electoral que se aplica, que puede contribuir a simplificar la representación parlamentaria de la heterogeneidad social. En toda Europa, la fragmentación ha crecido como resultado de la aparición de nuevas líneas de conflicto, y en el caso de España especialmente por la dificultad de los viejos partidos para gestionar la crisis económica. De un sistema articulado en torno a dos grandes partidos de ámbito estatal, hemos pasado en 2015 a cuatro, que muy probablemente se convertirán en cinco a partir del domingo. Por un lado, la existencia de muchos partidos implica un menú de opciones políticas más amplio y variado, lo que a priori es bueno en términos democráticos, aunque no esté claro que eso sea especialmente atractivo para los electores. Un exceso de oferta puede generar l’embarras du choix y dificultar la decisión de a quién votar. Por otro lado, la fragmentación dificulta la aparición de mayorías parlamentarias monocolores y hace necesarios los acuerdos entre partidos para formar gobierno. Esto, que es muy habitual en niveles autonómicos y locales, será una novedad en el Gobierno de España que, en caso de darse, nos aproximará a la norma en Europa. La derecha se enfrenta por primera vez a este escenario de elevada fragmentación. Están por verse las consecuencias que esto puede tener, que quedarán seguramente matizadas por su clara predisposición a llegar a acuerdos, según muestra la reciente formación de gobierno en Andalucía.

Algunos partidos despliegan estrategias de campaña negativas en las que el eje es la crítica virulenta
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Junto a la fragmentación, la polarización parece ser otra de las características de los sistemas de partidos contemporáneos. Los partidos, sean muchos o pocos, pueden estar más o menos distanciados entre sí y la variación en niveles de polarización entre países es enorme. La sensación es que la distancia ideológica entre partidos ha aumentado en las últimas décadas, en parte por la irrupción de esos nuevos partidos desafiantes, y en parte también por el desplazamiento de algunos partidos tradicionales.

Esto puede resultar paradójico si consideramos que la capacidad de los gobiernos para llevar adelante los programas electorales con los que ganan las elecciones se topa cada vez con mayores dificultades. La soberanía nacional palidece frente al control que pueden desplegar sobre la economía de un país los mercados financieros, cuyo funcionamiento nadie parece entender o ser capaz de explicar. El enfado y la desconfianza en las instituciones se han agudizado y no faltan razones. Esta limitación es más evidente para las políticas tradicionalmente consideradas de izquierda, constreñidas en la UE por techos de déficit y deuda pública. Es sobre todo la derecha, desatada en algunos países, la que se mueve hacia posiciones cada vez más duras, generando una situación de polarización asimétrica.

Con una frecuencia creciente algunos partidos despliegan estrategias de campaña negativas en las que el eje principal no es la propuesta sino la crítica virulenta al adversario. Aunque las consecuencias de estas estrategias son objeto de discusión académica, es posible intuir cómo, al calor de las campañas negativas, la polarización trasciende la discusión ideológica y se vuelve sobre todo emocional. El fenómeno es amplificado por las redes sociales a través de dos mecanismos. Por un lado, las redes se alimentan de emociones negativas como la rabia y el enfado, que son las emociones movilizadoras que pretenden generar las campañas negativas. Los mensajes con carga emocional negativa se viralizan más y son más influyentes que los mensajes neutrales o con emociones positivas. En la lógica de funcionamiento de las redes sociales hay incentivos para usar emociones negativas dirigidas a un culpable. De aquí es fácil pasar a la extensión de sentimientos negativos hacia los simpatizantes de otros partidos (o a los miembros de otros grupos), es decir, hacia una mayor polarización afectiva. Por otro lado, hay evidencia experimental que muestra cómo la exposición a la información superficial que circula en las redes sociales genera una confianza excesiva sobre el grado y la calidad del propio conocimiento. Las redes nos enseñan cosas útiles sobre política, pero parece que sobre todo nos hacen creer que sabemos. Esta sobrestimación de nuestra propia competencia política fomenta la arrogancia y erosiona la humildad intelectual necesaria para asegurar la tolerancia y el respeto hacia quien tiene una visión del mundo diferente.

La polarización afectiva conduce a rechazar la legitimidad del otro dentro del sistema

Llevada a su máxima expresión, la polarización afectiva conduce a rechazar la legitimidad del otro dentro del sistema. Y de aquí saltamos al tercer elemento que vemos en España al igual que en otros países: la dificultad de las democracias para gestionar situaciones en las que el mismo juego democrático es cuestionado. Es un lugar común decir que en democracia el desacuerdo sobre los objetivos políticos ha de ser compatible con el acuerdo respecto a las formas, los procedimientos y algunos principios básicos. En la democracia liberal estos procedimientos son el voto, pero también la libertad de información, expresión y protesta, el reconocimiento de la legitimidad del adversario, la posibilidad de llegar a acuerdos con quienes no comparten el mismo proyecto político, y el respeto de los derechos de las minorías. Negar estos principios o pretender limitarlos atenta contra la esencia de la democracia liberal. Como la polarización, estos ataques tampoco son exactamente simétricos, y se encuentran en diferentes modalidades. Proceden de quienes toman la parte por el todo y consideran que su visión es la única legítima y aceptable para el país y para la democracia. Proceden muy especialmente de quienes incitan al odio, al miedo y al desprecio al otro. Y, lamentablemente, se originan también cuando desde las instituciones se sobre-rreacciona y se limita la pluralidad y la expresión pacífica de la discrepancia.

Sobre estas amenazas es difícil contar con que una democracia militante nos proteja, porque entonces tendríamos una democracia aún más recortada. Limitar la libertad de expresión es deslizarse por una pendiente que no sabemos dónde termina. Los argumentos morales que podamos desarrollar aquí sobre las virtudes de la democracia son necesarios, pero seguramente también insuficientes. La salida, si es que existe, pasa posiblemente por que cada uno de nosotros asumamos la parte que nos corresponde a la hora de contener el daño en espacios compartidos para la discusión, por muy difíciles y hostiles que estos sean. Necesitamos periodistas y políticos responsables, que sepan poner límites a lo inaceptable y que no contribuyan a erosionar más las reglas del juego por conseguir clics o votos. Necesitamos maestras y padres que transmitan el valor de vivir en un sistema democrático que, a pesar de ser limitado y vulnerable, frente a otras alternativas sigue siendo lo mejor que tenemos de momento. Y necesitamos también una ciudadanía capaz de reaccionar ante el peligro y asumir su responsabilidad en distintas situaciones que van desde los chats de WhatsApp hasta el voto. El entorno, por desgracia, no es especialmente favorable, pero precisamente por eso decirlo es más necesario.

Eva Anduiza es profesora de Ciencia Política en la UAB.

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