Crispados: cuando el desacuerdo es lo que irrita

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Lo que agrava la polarización no son los debates de ideas, sino la incapacidad para tratar con respeto al discrepante.

En su mensaje de Navidad, con la neutralidad propia de su cargo, la reina de Inglaterra Isabel II aludió a la polarización de la sociedad británica. No hizo referencias directas al Brexit, el tema más divisivo en el debate político del Reino Unido. Pero su llamamiento a la concordia llegó nítido a todas las partes: “Incluso con las diferencias más profundas, tratar a los demás con respeto, y como seres humanos, es siempre un buen primer paso hacia una mejor comprensión mutua”.

El enfoque de Isabel II no podía ser más oportuno. En un momento en que se tiende a identificar a las personas con sus opiniones, hasta el punto de que las críticas a los propios puntos de vista se viven como afrentas personales, la reina recuerda que las discrepancias no tienen por qué ser fuente de polarización: lo son cuando falta el respeto al otro.

Diferentes eran los programas que enfrentaron al republicano George H. W. Bush y al demócrata Bill Clinton en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, en 1992. Pero eso no impidió el elegante civismo del candidato que salió derrotado: Bush padre, quien aspiraba a la reelección. Lo han recordado algunos medios a raíz de la muerte del exmandatario republicano, el pasado 30 de noviembre. Cuando Clinton tomó posesión el 20 de enero de 1993, en el Despacho Oval le esperaba una nota de su predecesor:

“Querido Bill: Cuando he entrado ahora en este Despacho he tenido la misma sensación de asombro y de respeto que tuve hace cuatro años. Sé que tú también sentirás lo mismo. (…) No dejes que las críticas te desanimen o que te desvíen de tu camino. Serás nuestro presidente cuando leas esta nota. Te deseo lo mejor. Deseo lo mejor a tu familia. Tu éxito ahora es el éxito de nuestro país”.

Las discrepancias no tienen por qué ser fuente de polarización: lo son cuando falta el respeto al otro

Entre esta anécdota y el clima político que viven hoy los estadounidenses hay más de dos décadas. ¿Qué es lo que ha cambiado? Para el Pew Research Center, lo más característico del momento actual es la creciente antipatía hacia los votantes del partido rival, que son demonizados como nunca lo habían sido hasta ahora: los adversarios no solo están equivocados, sino que son deplorables y mezquinos.

Este es el paradójico efecto al que aboca la nueva polarización de cuño relativista. Por un lado, el relativismo convierte en sagradas todas las opiniones, al proclamar que no hay criterios objetivos para discernir si unas son más valiosas que otras. Pero, por otro, se tolera mal el desacuerdo y a los rivales se les juzga con más dureza. Tenemos menos debates de ideas, pero más descalificaciones.

El conflicto es inevitable

Para explicar por qué la polarización es tan tóxica, Lee Drutman distingue entre lo que forma parte del normal juego democrático y lo que constituye su degradación. Para este analista, sería ingenuo imaginar un espacio público sin conflictos ni divisiones partidistas. De hecho, las diferencias entre partidos son necesarias para que haya verdadera democracia; sin ellas, “los votantes carecen de opciones significativas (…); la política de un solo partido no es democracia. Es totalitarismo”.

La competencia también es saludable porque “da a los partidos incentivos para responder ante los votantes”. Y brinda la posibilidad de integrar a personas diferentes en un proyecto común. Lo que, de nuevo, aporta dinamismo a la democracia.

La mala noticia es que, “para unir a unos, los partidos también deben dividir”, pues necesitan diferenciarse de los adversarios. “Esta es la paradoja: no podemos tener democracia sin partidos. Pero cuando el partidismo se apodera de todo, cada vez es más difícil que funcione la democracia”.

Es en este contexto de politización extrema, cuando las diferencias pueden dejar de ser saludables y abrir la puerta al desprecio mutuo.

Lucha de identidades

A crear esta situación de suma cero ha influido el tribalismo identitario, uno de cuyos rasgos más claros es el repliegue de los estadounidenses en “epistemologías tribales separadas, cada una con su propio conjunto de hechos y primeras premisas cada vez más incompatibles”.

Hay tribalismo cuando la lealtad a los míos me incapacita para escuchar los argumentos de los de fuera, porque descarto de entrada que algunas veces puedan tener razón. Así no hay confrontación de ideas posible, porque cualquier nuevo dato o punto de vista que puedan aportarme, rebotará contra la “verdad” incontestable que presenta mi tribu.

El tribalismo reduce las posibilidades de ver al resto como merecedores del mismo respeto. “Cuando la división [partidista] se hace en términos de pureza e impureza, cuando se transforma en una lucha entre ‘ellos’ y ‘nosotros’, entonces no hay negociación posible, porque no hay principios negociables; solo lealtades de grupo. ‘Nosotros’ somos buenos y puros, mientras que ‘ellos’ son malos y corruptos”.

Drutman no idealiza la vieja política de intereses, en la que los partidos eran capaces de negociar para que todos salieran ganando. Pero insiste en que, mientras el conflicto partidista siga pivotando sobre cuestiones identitarias, será imposible romper el insano bucle de la polarización.

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