La herencia que recibió Galileo

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La continuidad entre la ciencia medieval y la ciencia del siglo XVII
La definitiva puesta en marcha de la ciencia moderna se produjo en el siglo XVII, cuando se dirigió decididamente la atención hacia los aspectos matematizables de la naturaleza. Pero esta revolución científica no surgió de la nada. Los siglos anteriores contemplaron un enorme esfuerzo intelectual para sentar las bases racionales de esa nueva ciencia. La deuda de la ciencia moderna con su antecesora medieval no siempre es reconocida en sus justos términos, aunque ya hace tiempo los historiadores mostraron la continuidad esencial entre ambas.

Los aspectos que diferencian la ciencia moderna de la medieval ocultan algunas semejanzas notables. Éstas muestran que una visión más exacta de la ciencia del siglo XVII la sitúa como una segunda fase del movimiento intelectual que comenzó en Occidente cuando los filósofos cristianos del siglo XIII leyeron y asimilaron en las traducciones latinas a los grandes autores griegos e islámicos.

«En la actualidad, muchos estudiosos concuerdan en que el humanismo del siglo XV, que surgió en Italia y se extendió hacia el norte, fue una interrupción en el desarrollo de la ciencia. El ‘Renacimiento de la Letras’ hizo que disminuyera el interés por la naturaleza, en favor del estilo literario, y, al volverse hacia la Antigüedad clásica, sus devotos dejaron de lado los progresos científicos de los tres siglos anteriores». Así comienza el capítulo que el historiador de la ciencia Alistair C. Crombie dedicó, en una obra de 1959, a la continuidad entre la ciencia medieval y la del siglo XVII. Por tanto, la revolución científica fue más bien la segunda parte de un movimiento científico original que surgió en los siglos XIII y XIV en Europa.

Arrogancia renacentista

Esta tesis de Crombie quedó demostrada a lo largo de las más de seiscientas páginas que forman los dos volúmenes de su prestigiosa Historia de la Ciencia (1). Como explica el autor, «la misma arrogancia absurda que condujo a los humanistas a despreciar y desfigurar a sus predecesores inmediatos por usar construcciones latinas desconocidas por Cicerón (…) les permitió también usar la herencia de los escolásticos sin confesarlo». Fue una costumbre que afectó a casi todos los grandes científicos de los siglos XVI y XVII. Ha sido necesaria la obra de historiadores como Pierre Duhem, Lynn Thorndike o Anneliese Maier para demostrar que las afirmaciones de esos científicos sobre asuntos históricos deben ser tomadas con cautela.

El Renacimiento literario prestó muchos y valiosos servicios a la ciencia: mejoró el lenguaje mediante las gramáticas y difundió la matemática gracias a la imprenta. La física y la biología también se beneficiaron de traducciones y textos editados por humanistas. Por ejemplo, Cisneros dotó a la nueva Universidad de Alcalá con una magnífica biblioteca, donde un elevado porcentaje de libros versaba sobre ciencias naturales. Por la imprenta se hicieron accesibles obras de autores casi desconocidos, o disponibles tan sólo por fuentes indirectas; vieron la luz nuevas traducciones de Aristóteles, Galeno e Hipócrates. Sin embargo, el excesivo respeto por los autores antiguos provocó la burla de los científicos del siglo XVII: esa devoción enfermiza por Aristóteles permite entender que Blaise Pascal se quejara de que el texto de una autoridad antigua bastase para descartar los razonamientos más sólidos.

Científicos del siglo XIII

El empeño de la nueva ciencia por mirar al mundo de otra manera hizo olvidar que sus raíces se extienden hasta el medievo. El método científico, el papel de la matemática y la experimentación, y las posibilidades de la tecnología, fueron objeto de profunda discusión a finales del siglo XIII y comienzos del XIV, particularmente en las universidades de Oxford y París.

La Edad Media europea realizó notables contribuciones originales al desarrollo de la ciencia natural. En esa época se recuperó para el método científico la idea griega de explicación. El artífice fundamental de tal incorporación fue el franciscano Robert Grosseteste, probablemente el primer canciller de la Universidad de Oxford. Su método de «resolución y composición» -forma latina del análogo griego «análisis y síntesis»- le sitúa a la cabeza de una tradición que continuaron Duns Scoto y Ockham. Su concepción de la ciencia implicaba observaciones y experimentos. La posibilidad de aplicar la matemática a la ciencia física sería desarrollada -ya en el siglo XIV- por otro grupo de discípulos suyos, vinculados al Merton College, conocidos como los

Calculatores, quienes desarrollaron una matemática del movimiento.

El objeto de la ciencia era obtener un dominio sobre la naturaleza que resultara útil para el hombre. Así lo señaló explícitamente Roger Bacon -franciscano de Oxford- en el siglo XIII. De hecho, en la Edad Media también hubo un notable progreso tecnológico: por ejemplo, se aprovechaba la energía animal, hidráulica y del viento, se inventó el reloj mecánico y las lentes de aumento, y se perfeccionaron el astrolabio y el cuadrante.

De Buridan a Galileo

La escuela física de París -fundada por Jean Buridan y Nicolás Oresme- heredó las ideas de Oxford y prestó mayor interés a los problemas físicos reales. Buridan enseñó -contra Aristóteles- que no es necesario para el movimiento que el motor permanezca en contacto con el móvil; Oresme conocía el movimiento de rotación de la Tierra y con-sideró la posibilidad de la traslación. Sus ideas se extendieron a las universidades alemanas. El es-tudio cinemático del movimiento acelerado comenzó también en el siglo XIV. En este campo, las enseñanzas de Alberto de Sajonia -discípulo de Buridan- influyeron notablemente en Leonardo Da Vinci. La asociación del movimiento uniformemente acelerado con un fenómeno físico concreto -la caída libre de los cuerpos- fue propuesta por primera vez por el dominico español Domingo de Soto.

«Difícilmente se puede dudar -concluía Crombie- de que fue el desarrollo de estos métodos experimentales y matemáticos de los siglos XIII y XIV lo que, por lo menos, inició el movimiento histórico de la revolución científica que culminó en el siglo XVII». Esto no significa, por supuesto, que la ciencia de Grosseteste y Buridan fuese la misma que la de Galileo y Newton. Los logros de estos últimos demuestran que no se limitaban a emplear los métodos antiguos, sino que crearon una nueva forma de desarrollarlos. El problema más interesante quizás sea la relación entre ellos: ¿nació la nueva ciencia sólo de las mentes de Galileo, Newton y otros contemporáneos suyos, o tiene realmente una deuda con épocas anteriores? Para responder a esta pregunta conviene tener en cuenta primero qué es lo que los científicos del siglo XVII conocían acerca de la obra medieval.

Deuda con la Edad Media

Las primeras imprentas de finales del siglo XV y principios del XVI -por ejemplo, en Venecia y Padua, en Oxford, Basilea y París, en Alcalá y Salamanca- ofrecieron los mismos libros anteriormente reproducidos a mano. Con algunas excepciones importantes, en el Renacimiento se imprimieron la mayoría de las obras científicas medievales relevantes. Se disponía de las obras principales sobre el método científico y la filosofía de la ciencia de Grosseteste, Tomás de Aquino, Bacon, Scoto, Ockham, Nicolás de Cusa y los averroístas latinos. Los trabajos sobre dinámica y cinemática de los Calculatores, Buridan y Alberto de Sajonia vieron varias ediciones; al igual que algunas obras matemáticas de Oresme, y otras biológicas de Alberto Magno. Ciertamente hubo omisiones notables, pero se contó con importantes publicaciones sobre estática, óptica, magnetismo, astronomía y biología.

No todos los científicos mostraron el mismo interés por los tratados medievales. Leonardo Da Vinci utilizó la dinámica de Alberto de Sajonia e introdujo en Italia la tradición de las enseñanzas de París. Domingo de Soto cita entre otros a Scoto, Ockham, los Calculatores, los doctores de París y los nominalistas italianos. Copérnico se inspiró en fuentes clásicas para proponer el sistema heliocéntrico. Kepler empleó muchas ideas medievales en sus incansables investigaciones. La teoría del impetus de Buridan y otros aspectos de dinámica, cinemática y estática medievales fueron objeto de estudio y enseñanza por parte de Tartaglia, Be-nedetti y el joven Galileo. Descartes -que pocas veces citaba sus fuentes- mantiene esquemas medievales en sus comentarios a la Meteorología de Aristóteles. Se puede, por tanto, afirmar que los principales científicos de los siglos XVI y XVII tenían conocimiento de las obras medievales, e hicieron amplio uso de ellas.

La caída de los graves

Por su carácter emblemático, nos centraremos en Galileo Galilei, conocido por la polémica que desató la publicación en 1632 de su Diálogo en torno a los dos sistemas principales del mundo. Los últimos años de su vida estuvo confinado en su villa de Arcetri, cumpliendo la sentencia dictada por un tribunal romano del Santo Oficio. Paradójicamente, el confinamiento fue su etapa de mayor fecundidad científica: culminó y redactó las investigaciones que sobre el movimiento local había iniciado treinta años antes en la Universidad de Padua.

Galileo hizo una descripción matemática del movimiento de caída de un cuerpo y la explicó en sus Discorsi de 1638. Esta aportación puede ser considerada la más importante hasta la física de Newton: fue la clave de acceso a una matematización de las leyes de la naturaleza. El científico italiano expone la solución como la ley más sencilla que podría seguir un cuerpo al caer: su movimiento es uniformemente acelerado (su velocidad adquirirá incrementos iguales en tiempos iguales). Sin embargo, esta ley tan simple no fue descubierta por Galileo en sus primeros años de investigación en la caída de graves, en torno a 1604, sino posiblemente en 1609. Esa misma doctrina había sido enseñada por el dominico español Domingo de Soto alrededor de 1522 en la Universidad de Alcalá, y publicada en 1551 en Salamanca, más de medio siglo antes de Galileo.

Durante los últimos veinticinco años, el historiador William A. Wallace ha intentado arrojar luz sobre lo que Alexandre Koyré llamó -en un ensayo sobre la ciencia en el Renacimiento- El enigma de Domingo de Soto. Puede formularse en dos preguntas: ¿cómo descubrió Soto que el movimiento de los cuerpos en caída libre es uniformemente acelerado?; ¿cómo este conocimiento pudo llegar a Galileo?

Wallace respondió en parte a la primera cuestión en un ensayo de 1968, mediante un detallado estudio de diecinueve autores anteriores y contemporáneos a Soto. La conclusión fue sencilla: «La contribución de Domingo de Soto no fue producto de la época, sino notablemente original». Soto innovó al asignar una modalidad cuantitativa precisa al movimiento de caída. Simplificó enseñanzas anteriores sobre los diversos tipos de movimiento y ofreció ejemplos claros para cada uno de ellos. El movimiento de caída de un cuerpo era, para Soto, ejemplo de movimiento uniformemente acelerado (uniformiter disformis con respecto al tiempo, en la terminología de los Calculatores).

La respuesta a la segunda cuestión -cómo la herencia de Soto pasó a Galileo- ha requerido el estudio de manuscritos y publicaciones de jesuitas en Italia y Portugal en el siglo siguiente a la aparición de las enseñanzas de Soto sobre caída libre. Wallace ha presentado esta investigación en cuatro libros (2) y numerosos artículos.

Una herencia no reconocida

En las lecciones impartidas por jesuitas en el Colegio Romano que fundó San Ignacio de Loyola en 1551, se explicaba la doctrina de autores escolásticos y renacentistas, a los que citaban explícitamente, con especial atención -dentro del curso de filosofía natural- a las enseñanzas de los Calculatores de Oxford y de la escuela física de París. «Cuando se estudia cómo se introdujo el pensamiento de los Calculatores -indica Wallace-, la pista lleva a dos jesuitas españoles, Francisco de Toledo, que enseñó filosofía natural en 1560, y Francisco Suárez, que enseñó teología entre 1580 y 1585». Ambos fueron discípulos de Domingo de Soto en Salamanca y llevaron sus ideas a Italia. La tradición comenzada por Toledo sobre la enseñanza de la filosofía natural fue continuada por otros profesores en el Colegio Romano. Sin embargo, la mayor parte de estas lecciones no fueron publicadas, y tan sólo algunas de ellas se conservan manuscritas.

Galileo conocía esas lecciones, como muestra Wallace. Hay fundamento sólido para afirmar que dos manuscritos de Galileo, redactados en su época de profesor en Padua, están inspirados en algunas de esas lecciones de jesuitas. También consta que Galileo tuvo contacto con Andreas Eudaemon-Ioannis, jesuita griego que sostuvo muchas de las ideas propuestas por Toledo y Soto, y con quien discutió sobre la caída de los graves. Wallace sugiere que éste fue el cauce por el que el científico italiano accedió a la tradición de los Calculatores y de los doctores de París. Hasta tal punto había impregnado la doctrina de Soto la filosofía natural que enseñaban los jesuitas del Colegio Romano, que cuando uno de ellos, Giambattista Riccioli, verificó los experimentos de caída libre de Galileo, empleó la terminología de Soto y de los Calculatores para interpretar los resultados.

Esta pequeña y significativa historia sirve para ilustrar cómo los estudios del siglo XIV en las universidades de Oxford y París, transmitidos, a través de España y Portugal, a Roma y otros lugares donde existían centros de enseñanza superior de la Compañía de Jesús, se encuentran en la raíz de la física matemática del siglo XVII, es decir, en el origen de la ciencia moderna. La prueba de esta continuidad se halla en manuscritos de difícil acceso: por eso ha pasado inadvertida.

Por supuesto, esto no priva de mérito a la ciencia del siglo XVII. Todo un abismo separa la ciencia de Galileo y Newton, de la de sus antecesores medievales. La novedosa combinación de la experimentación sistemática con la expresión matemática de las leyes de la naturaleza es la clave de la llamada -con razón- ciencia galileana, y es el esquema que ha guiado a la ciencia hasta nuestros días.

Juan José Pérez Camacho e Ignacio Sols LuciaIgnacio Sols Lucia es Catedrático de Álgebra de la Universidad Complutense de Madrid.Juan José Pérez Camacho es Licenciado en Ciencias Físicas.La aportación de Domingo de Soto

El pensamiento de Domingo de Soto (1495-1560) fue de una sorprendente y variada originalidad, en los campos de la ascética, teología, filosofía, derecho, lógica y en la entonces naciente física. Su tratado «De la Justicia y el Derecho» supone, con la obra de Vitoria, la base del Derecho Internacional, al plantear por primera vez los derechos de los conquistados. La «Deliberación de la Causa de los Pobres», primer tratado en favor de los derechos de los hoy llamados marginados, es de exquisita humanidad y, por cierto, actualidad. Su tratado «De la Naturaleza y la Gracia» respondió inteligentemente a Lutero, y supone una de las principales aportaciones a la teología del Concilio de Trento. Proporcionó los argumentos que llevarían tres siglos más tarde a la proclamación de la Concepción Inmaculada de María.

Por otra parte, con su «Dialéctica» influyó notablemente en la enseñanza de la lógica posterior, y en particular en la concepción de la ciencia enseñada en el Colegio Romano de los jesuitas, adoptada más tarde por Galileo en su tratado de lógica, base de la moderna idea de ciencia. El mismo Soto empleó la referencia a la experimentación junto con los argumentos de razón, y basó en las proporciones matemáticas su estudio de la causa y los efectos del movimiento local. Asoció el movimiento uniformemente acelerado con la caída de los graves. La resistentia interna que atribuye a cada cuerpo, proporcional a su peso, es sin duda un antecedente manifiesto del mismo concepto de Galileo y de la masa inercial de Newton. Estas aportaciones de Soto se atribuyen a menudo a otros científicos posteriores.

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(1) A.C. Crombie, Historia de la ciencia: De San Agustín a Galileo, Alianza Universidad, n. 76, Madrid, 1987.

(2) Los más recientes son: W.A. Wallace, Galileo, the jesuits and the medieval Aristotle, Hampshire, 1991; Galileo and his sources, Princeton, 1984.

N. de la R.: Ver también servicio 173/88: Mariano Artigas, «¿Hubo ciencia en la Edad Media?» (30-XI-1988).

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