La industria de los libros para niños

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Durante los años veinte comenzó a verse la literatura infantil y juvenil (LIJ) como parte del negocio editorial. Se pueden fijar dos momentos: uno, cuando los editores y bibliotecarios norteamericanos pusieron en marcha la primera Semana del Libro; otro, cuando una editorial importante tomó la decisión de dedicar una división de su negocio a los libros para niños y abrió ese camino a más empresas del sector.

Aquí tuvieron un gran protagonismo un puñado de mujeres editoras a las que sus empresas les encomendaron la parcela de los libros infantiles. Esas mujeres, con frecuencia rivales entre sí, impusieron respeto para la LIJ en ambientes donde antes no se la tenía en cuenta, ganaron un merecido prestigio pues obtuvieron para sus empresas unos beneficios impensables, y pelearon para marcar las tendencias que les parecían correctas a la hora de publicar unos libros sí y otros no.

En Estados Unidos las más relevantes fueron la pionera Louise Seaman Bechtel, editora de Macmillan entre 1919 y 1934; Margaret McElderry, primero en Harcourt Brace y luego en Macmillan y Simon & Schuster; y Ursula Nordstrom, que en HarperCollins desde los años 40, durante casi cuatro décadas promovió y tuteló las carreras de muchos autores, se arriesgó con la publicación de libros controvertidos que ampliarían los contenidos propios de la LIJ, e hizo célebre su lema de “libros buenos para niños malos”.

Además, se incrementó la fusión entre literatura de masas y literatura de calidad, entre libros populares como los cómics y libros apropiados para la enseñanza. Si en los años cuarenta las películas de Disney y los cómics de Superman fueron descalificados por una parte del establishment bibliotecario-educativo de la época, las cosas fueron cambiando con la llegada de nuevos lectores que habían disfrutado esos productos siendo niños, y con la constatación de que no todos ellos eran, ni mucho menos, basura. Este paso del rechazo al reconocimiento primero, y a la integración después, que fue forzado por la realidad social y por las necesidades económicas, puede leerse parcialmente como la entrada de la LIJ en la posmodernidad o, al revés, como que una parte de la posmodernidad llegó por medio de los libros infantiles.

Las teorías pedagógicas

Otro hito de los años veinte fue la incidencia en la LIJ de las nuevas corrientes pedagógicas. En Estados Unidos esto lo representó Lucy Sprague Mitchell y la institución fundada por ella en 1916, el Bank Street College of Education, con el fin de estudiar la educación y el desarrollo del niño. Mitchell y las personas que formó extendieron la conciencia de que se necesitaban libros para niños que tratasen acerca de sus vidas cotidianas y no tanto cuentos que comenzaran con el “érase una vez…”. Para ejemplificarlo, publicó un libro en 1921 titulado Here and Now Story Book con “historias experimentales” que se distribuían, creo que por primera vez, por edades.

Esta idea, una revolución entonces para quienes estaban muy apegados a los relatos clásicos, llevaba implícita la necesidad de ofrecer a los niños libros de calidad en todos los sentidos: los textos podían e incluso debían ser sencillos, pero tenían que ser capaces de soportar lecturas repetidas a lo largo del tiempo, y las ilustraciones que los acompañaban habían de ser apropiadas, pero sin renunciar a un buen nivel artístico. Es conveniente señalar aquí que, aunque todas las teorías pedagógicas acaban teniendo influencia de un tipo u otro en la LIJ, la escuela de Mitchell se propuso actuar desde los comienzos en el interior de la LIJ, y discípulas suyas como Margaret Wise Brown publicaron libros de gran calidad en los años cuarenta que ahora seguimos considerando clásicos, como Buenas noches, luna.

En igual dirección, también en los años 30, trabajó en Francia el editor Père Castor, seudónimo de Paul Faucher, al promover colecciones de libros con imágenes que deseaban aunar sentido educativo, calidad y precios asequibles. Luego, con la publicación de álbumes memorables en Estados Unidos en esa década, y en Francia con motivo de la edición de las historias de Babar a partir de 1931, se pusieron las bases para la futura eclosión de los álbumes ilustrados. Pero aún pasarían décadas hasta que las teorías de Jean Piaget acerca de cómo interpretan los niños las historias y las introducen en su experiencia personal, calaran en el mundo de la LIJ y, entre otras cosas, sirvieran para popularizar la clasificación de los libros por edades y para el auge de los relatos de psicoliteratura.

Los ámbitos periodístico y académico

A los aspectos mencionados se ha de sumar la presencia cada vez mayor de la LIJ en los medios de comunicación social y, más tarde, su progresiva integración en el mundo literario-académico.

En la primera dirección fueron hitos significativos el nacimiento en Boston, en 1924, de la primera revista dedicada específicamente a la literatura infantil, The Horn Book Magazine; y el hecho de que, a partir de 1930, el New York Times Book Review comenzó a dedicar una página quincenal a libros infantiles, aunque no fue hasta 1949 que apareció The Children’s Books Supplement, una parte de The Times Literary Supplement. Y, como es sabido, sólo muy recientemente, a partir del fenómeno Harry Potter, el New York Times comenzó a incluir una lista específica de libros infantiles más vendidos.

En la segunda se puede apuntar que los primeros trabajos académicos dedicados a teorizar sobre la LIJ comenzaron en los años sesenta y setenta cuando en las aulas se sentaban quienes, siendo niños, habían disfrutado con Disney, los cómics y la primera oleada de libros específicamente infantiles. Esto fue unido a que, en esas décadas, con motivo de libros de impacto social, se abrieron debates a propósito de la conveniencia o no de algunos libros infantiles. Así, la discusión sobre si, en la formación de los niños y los jóvenes son más adecuados los libros de fantasía o los libros realistas, se avivó con la publicación, en 1975, de Psicoanálisis de los cuentos de hadas, de Bruno Bettelheim. Este libro, valioso pero tan justamente criticado por sus excesos interpretativos freudianos, se unió a estudios que reivindicaban los méritos estéticos y pedagógicos del folclore para promover una revalorización de los relatos de fantasía.

Nuevo didactismo

Como es lógico, no estaríamos hablando de lo anterior sin el éxito contemporáneo de las obras de autores como Tolkien y, en la LIJ, de Roald Dahl y Michael Ende; además, libros como El Señor de los anillos y La historia interminable, una obra mayor que pasó a ser lectura juvenil y una obra de LIJ que fue leída por adultos, abrieron el camino a los crossover books, los libros que desbordan las fronteras de edades (cfr. Aceprensa, 23-05-2007).

También en la Europa de los años setenta se publicaron narraciones fantásticas no conformistas que, además de reivindicar la creatividad y la imaginación, difundieron los valores en alza y renovaron las técnicas literarias en la LIJ. En la efervescencia ideológica de los años setenta, escritores como Gianni Rodari alteraron los cuentos populares con intenciones ideológicas y abrieron el camino a los relatos que se dieron en llamar “antiautoritarios”. Las reivindicaciones feministas y pacifistas se manifestaron por medio de la inversión de los estereotipos habituales hasta entonces: los cuentos no terminarán en un matrimonio feliz, las princesas no serán pasivas, los lobos no serán malvados, y cosas así. En definitiva, otra vez se alcanzó el resultado de sustituir el antiguo didactismo por uno nuevo.

El mercado se amplía por abajo

El otro gran cambio de los años setenta y ochenta se dio en los libros dirigidos a las franjas de edad más bajas. Por una parte, hubo un gran progreso técnico: la reproducción en cuatricromía empezó a ser común, crecieron mucho los tebeos y tiras dibujadas en los periódicos y los dominicales, aumentaron las producciones de cine y televisión… Por otra, al crecer mucho la educación preescolar y al buscar fórmulas para responder al desafío educativo que planteaban los medios audiovisuales, adquirieron protagonismo toda clase de libros y álbumes ilustrados.

Aparecieron libros para chicos confeccionados con lenguaje medido y una construcción pensada para facilitar la lectura -personaje atractivo, una sola línea argumental, escasas descripciones y pensamientos de los protagonistas…; y márgenes amplios, letra de tamaño generoso, diseño de cubierta cuidado…-, preparados también para convertirse luego en series y en productos de toda clase. Surgieron formatos preparados específicamente para niños más pequeños: libros resistentes en cartoné con esquinas redondeadas, libros de tamaño enorme para ser leídos en el suelo en las guarderías, espectaculares libros de conocimientos y tridimensionales, etc.

Entre otras razones, el auge que con el paso de los años tomó la feria internacional de Bolonia sobre libros infantiles, que comenzó en 1964, propició colaboraciones editoriales internacionales de todo tipo para que la impresión de libros ilustrados fuese más asequible. Esto facilitó que, poco a poco, los libros de cualquier parte del mundo pudieran llegar a cualquier otro lugar, y permitió el auge de los álbumes ilustrados, la gran innovación de la LIJ en las últimas décadas, aunque tantas veces en ellos se apueste por una espectacularidad desproporcionada con su valor educativo y artístico.

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