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Sobre el futuro de esta civilización

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No contento con la anotación puntual de lo que ocurre, el ser humano tiende, más o menos intermitentemente, a buscar un sentido. Nos interesa saber qué le ocurre a nuestra civilización y qué puede sucederle aún.

Hay autores que poseen la capacidad de dar un diagnóstico, a la vez general y profundo -que no abstracto- sobre la evolución histórica, con sus consecuencias en el arte, la ciencia, la sensibilidad, la cultura. Uno de esos autores fue el vienés Herman Broch (1886-1951). En el posfacio que escribió, en los últimos años de su vida, al libro de Rachel Bespallof De la Ilíada (1), de 1947, se puede leer una de esas reflexiones que clarifican tanto la historia como la situación actual. Bespaloff y Broch eran judíos. Broch se convirtió al catolicismo en su juventud, sin perder nunca la fidelidad a la patria hebrea.

Broch parte de un presupuesto básico, algo que, con otras palabras, es aceptado generalmente: “La civilización, pese a sus aspectos prácticos, se revela a sí misma como un mito que todo lo coordina, expresado en un particular vocabulario de actitudes y acciones humanas que se han vuelto convencionales y que, justamente por esa misma razón, constituyen un sistema general (y religioso) de valores estructuralmente simbólico del universo. Los grandes periodos culturales y sus estilos -de los que los estilos artísticos son solo una de sus facetas- se caracterizan por la validez de sus sistemas religiosos de valores. Se trata de ‘sistemas cerrados’, sistemas que no pueden ser ampliados, sino sólo destruidos y sustituidos por otros mediante la revolución”.

A lo que Broch llama mito otros han designado como “paradigma”, “modelo total”, o simplemente “cultura”. Hay en cualquier etapa histórica una constelación de ideas, creencias, actitudes, respuestas que funciona como el ámbito general, influyente y a veces determinante de lo que se piensa, de lo que se dice y de lo que se hace.

La revolución protestante

Para el pensador vienés las cosas en Europa empezaron a “revolucionarse” con la irrupción protestante: “A los ojos de la Iglesia (católica) la revuelta protestante constituyó el primer episodio de la destrucción de la unidad cristiana occidental, el primer paso hacia la secularización herética del intelecto humano. Y así sucedió. En proceso irreversible, que se propaga desde el siglo XIX hasta el siglo XX, la estructura de valores occidentales perdió su centro cristiano”.

Este largo periodo de pérdida es denominado por Broch romanticismo, no como simple categoría artística, sino cultural. “La característica fundamental del romanticismo es la necesidad de construir el universo a partir de cada caso particular y, por supuesto, de cada alma humana. Este procedimiento romántico no se hubiera producido sin la preparación del protestantismo, según cuyos principios el alma del hombre se vincula directamente al universo y a Dios”, es decir, el principio del libre examen.

El protestantismo, sin dejar de creer en Dios, reclama para el hombre la máxima autonomía respecto al Creador (no tanto la libertad, que es otra cosa). Durante siglos los valores que están a la vez dentro y por encima del hombre, y cuyo origen es Dios, formaban un universo de sentido, en el que el ser humano encontraba su lugar y su raíz. Con el protestantismo y el romanticismo se defiende que es el hombre el que concede y crea el valor.

La deriva del romanticismo

El romántico y los artistas posteriores que son sus herederos (“todos somos románticos”, decía Rubén Darío) se ven como dueños del universo pero, a la vez, con una inseguridad congénita, porque todo depende de cada uno, con lo que se crea una diversidad y un antagonismo que excluye ya las certezas fuertes. “Contagiado por esta inseguridad fundamental, el artista romántico adopta la actitud nostálgica que le es propia y que refleja su añoranza de la unidad religiosa del pasado (…) El romántico, en su nostalgia, vuelve al catolicismo, para encontrar refugio en la Iglesia”.

Así se explica ese retorno a la Edad Media y, en general, la atracción hacia la sensibilidad católica. Es claro ejemplo de eso, en Alemania, Novalis; en Italia, el converso Alessandro Manzoni; en Inglaterra, las simpatías de Walter Scott por el catolicismo: fue precisamente el autor de Ivanhoe, el que diagnosticó en Lord Byron, y se lo dijo, una sensibilidad más cercana al catolicismo, y de hecho el poeta inglés quiso que una de sus hijas se educara en esa fe. Pero esos casos particulares no dieron origen a un nuevo universo de valores compartidos y, en consecuencia, tanto el arte como la cultura occidental entraron en un proceso de atomización, aunque quizá fuera más apropiado llamarlo de desintegración.

No hay que volver a insistir -escribe Broch a mediados del siglo XX- en que el mundo actual, debido a la pérdida de centralidad religiosa, al menos en Occidente, ha entrado en una época de absoluta desintegración de valores, un estado en el que cada valor entra en conflicto con los demás e intenta dominarlos a todos. Los resultados apocalípticos de las dos últimas décadas no son más que el resultado inevitable de tal disolución”. Basta pensar en las dos guerras mundiales, en el nazismo y sus víctimas, en el comunismo y las suyas.

La dialéctica del escombro

En esa situación de desintegración, el romanticismo cultural no tiene más remedio que aliarse con lo empírico o con visiones particulares, y de ahí las llamadas vanguardias, desde el impresionismo hasta hoy, donde el nombre sugiere una perpetua huida hacia delante, ya que se carece de un universo de sentido. Broch piensa que esa es la causa del descrédito en que ha quedado el verdadero arte: no para el público (“consume lo que se le ofrece”), no para los pseudoartistas (“que aceptan el éxito como prueba de su calidad”), sino para “los escasos artistas geniales y quienes saben que el arte que no refleja la totalidad del mundo no es arte”.

Broch, a mediados del siglo XX, era bastante pesimista para el futuro, aunque, en teoría, siempre cabe esperar la irrupción de otro “mito”, “modelo” o “paradigma” que sea una visión estructural y completa del universo humano. Pero, en estos niveles, nadie puede decir nada sobre el futuro. En cualquier caso, vivimos desde hace tiempo en un mundo paradójico, globalizado económica e informativamente, pero fragmentado en lo que se refiere a los valores. No es extraño, por eso, que se viva entre escombros morales.

Si el modernismo se fundaba en la centralidad de la singular -individualista- experiencia humana para la creación de valores, después de asistir a la ruina de los mitos fundados en eso (comunismo, nazismo, liberalismo, tecnologismo), se abandona cualquier proyecto global de sentido, cualquier entendimiento simbólico del universo, pero no el individualismo, que es casi lo único que queda. A eso se le llama posmodernidad, aunque el nombre es lo de menos. En cualquier caso, es una civilización en la que el Todo es el fragmento o donde cada fragmento se autoconsidera el Todo.

Entender esto permite comprender por qué las ideologías políticas -de izquierda a derecha- han abandonado sus antiguas posiciones y las han transformado de acuerdo con esta dialéctica del escombro, que es la posmodernidad. Pero eso es ya otro tema.

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NOTAS

(1) Rachel Bespallof. De la Ilíada. Minúscula. Barcelona (2009). 120 págs. 13,50 . Ver Aceprensa 40/09 (10-06-2009).

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