La Tierra, una rareza astronómica

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Un cúmulo de circunstancias extraordinarias hicieron posible la vida en la Tierra
Buena parte de la ciencia-ficción se basa en el supuesto de que en otras partes del universo hay vida, y vida inteligente. Esa es, además, una hipótesis sostenida por hombres de ciencia y difundida por divulgadores como Isaac Asimov o Carl Sagan. Pero ahora la idea ha perdido crédito, y no solo porque las antenas del programa SETI, que explora el cosmos en busca de señales de inteligencia extraterrestre, no hayan encontrado nada. Al cambio de opinión ha contribuido también la publicación del libro Rare Earth (1). Sus autores, los científicos Peter Ward y Donald Brownlee, muestran de manera convincente que la aparición de la vida es un hecho extremadamente improbable, ocurrido en un planeta excepcional.

La hipótesis de que existe vida extraterrestre se apoya en una intuición llamada «principio de mediocridad» o «principio copernicano». Una vez que Copérnico mostrara que la Tierra no es el centro del universo, numerosos científicos han creído que habitamos un planeta como tantos otros, situado en una de tantas galaxias… Lo que ocurrió en la Tierra ha tenido que pasar en otras partes, muchas veces incluso.

Naturalmente, con 300.000 millones de estrellas en la Vía Láctea y 100.000 millones de galaxias en el universo, nadie puede estar seguro de que nuestro planeta es el único que alberga vida. Pero con eso solo no se hace una hipótesis. Fue el astrónomo estadounidense Frank Drake quien hacia 1960 intentó dar una base científica a la creencia. La ecuación de Drake calcula la probabilidad de que haya vida en otras partes del universo en función de ocho parámetros: cuántas estrellas reúnen las condiciones para tener en torno un sistema planetario donde pueda haber vida; cuántas de esas estrellas tienen en órbita planetas rocosos, etc. Resultado: 10.000 civilizaciones solo en nuestra galaxia. Carl Sagan (1934-1996), más optimista, postulaba un millón. Ambos fueron dos de los principales promotores del programa SETI (Search for Extraterrestrial Intelligence), que continúa escudriñando el firmamento en busca de microondas que revelen emisores inteligentes; Drake es en la actualidad el presidente del Instituto SETI.

La vida es muy difícil de fabricar

El libro Rare Earth, que ha alcanzado notable éxito de público, ha asestado un duro golpe a esta confianza. Lo publicaron el año pasado dos profesores de la Universidad del Estado de Washington: Peter D. Ward, geólogo y miembro del programa de astrobiología en dicha universidad, y Donald Brownlee, astrónomo. Ellos no niegan que la ecuación de Drake merezca ser tomada en serio; el problema, dicen, está en los valores introducidos. Salvo por lo que respecta al número de planetas extrasolares -de lo que hay algunos datos empíricos-, todo lo demás es pura especulación.

Según Serge Pineault, profesor de astronomía en la Universidad de Laval (Canadá), la creencia en la vida extraterrestre siempre se ha debido más a preferencias e intuiciones personales que a convicciones científicas. Hoy, dice a la revista canadiense L’Actualité (agosto 2001), «se nota un cambio: la tesis de la rareza -o del carácter único- de la vida terrestre parece tener más partidarios; en todo caso, son más escuchados». Muestra del cambio es el astrónomo francés Alfred Vidal-Madjar, del Instituto de Astrofísica de París. Vidal-Madjar se ha distinguido por defender que existe vida inteligente fuera de la Tierra, junto con otros paladines de la teoría como Hubert Reeves, con quien firma el libro Sommes-nous seuls dans l’univers? (2). Pero ahora no está tan seguro. Confiesa en la revista citada que «he estado muy influido por el principio copernicano», y añade: «Tal vez, en efecto, estamos solos. Hay que creer que se nos había escapado algo: la vida es más difícil de fabricar de lo que pensábamos».

Brownlee afirma: «Es hora de acabar con el principio de mediocridad. Nuestro planeta no es tan vulgar como se nos ha dicho durante cinco siglos».

Imagen de la Tierra tomada por el satélite GOES-7 (Foto: NASA)Un planeta muy especial

Ward y Brownlee no afrontan directamente el tema de cómo fue, concretamente, el origen de la vida, cuestión que sigue sumida en la oscuridad (ver servicio 40/99). Tampoco niegan que pueda haber vida fuera de la Tierra. Es más, piensan que debe de existir vida microbiana en otras regiones del cosmos. En nuestro planeta se han hallado trazas de organismos unicelulares que aparecieron muy temprano, hace unos 3.800 millones de años (m.a.). Si esas bacterias «extremófilas», capaces de vivir en condiciones infernales y sin oxígeno, surgieron en la Tierra cuando esta no contaba más de 700 m.a., muy bien han podido aparecer en otros planetas.

Pero las formas superiores de vida son otro cantar. Tras la aparición de los seres unicelulares en la Tierra, tuvieron que pasar 2.000 m.a. para que se originaran los primeros organismo pluricelulares simples, y unos 1.500 m.a. más hasta que surgieron los animales. El desarrollo de formas complejas de vida requiere muchísimo tiempo y un entorno propicio. «La vida -dice Brownlee- necesita estabilidad, condiciones ambientales extremadamente precisas para desarrollarse. Para llegar a la Tierra pululante de vida que conocemos, han de darse muy numerosos factores. Cada uno de ellos es necesario, a una dosis determinada. El universo es naturalmente hostil a la vida. Lo que ha pasado aquí en 4.000 m.a. es verdaderamente excepcional. ¿Cómo es que la Tierra ha permanecido tan estable durante tanto tiempo? Hay ahí algo increíble y misterioso».

La Tierra, pues, es un sitio muy especial, en el que han coincidido muchas circunstancias y acontecimientos que han hecho posible la vida compleja. El libro de Ward y Brownlee detalla las sorprendentes peculiaridades del planeta azul.Catálogo de rarezas

Para empezar, la Tierra es una rareza astronómica. El sistema planetario al que pertenece está donde hace falta: ni muy cerca del centro de la Vía Láctea -donde la proximidad de otras estrellas y la abundancia de radiaciones serían dañinas para los seres vivos- ni muy lejos -donde las estrellas son pobres en los elementos químicos pesados que permiten la formación de planetas y constituyen la compleja química orgánica de la vida-. Además, nuestro planeta está dotado de un satélite del tamaño adecuado a la distancia adecuada. La Luna tiene un papel fundamental: estabiliza la rotación terrestre a una inclinación de 22,5º -con una leve y lenta oscilación periódica- que causa estaciones equilibradas. Por otro lado, la atmósfera terrestre contiene proporciones de carbono y oxígeno estabilizadas a niveles adecuados para la vida: si hubieran sido superiores o mayores, el planeta habría sufrido un efecto invernadero asfixiante o un bombardeo de radiaciones cósmicas.

Entre las peculiaridades de la Tierra, Ward y Brownlee destacan la tectónica de placas, de la que solo hay indicios en un planeta más, Venus. Los movimientos tectónicos provocan seísmos, pero en conjunto son necesarios y beneficiosos, dicen los autores: compensan la erosión al renovar la corteza terrestre, por la circulación de calor que producen propician la estabilidad climática, contribuyen a la biodiversidad. «Se trata -afirman- de uno de los factores más importantes y más subestimados de los que han favorecido la eclosión de la vida».

Finalmente, una circunstancia que merece consideración muy especial es la presencia de agua. Algo extraordinario de los océanos terrestres, que tanto contribuyen a moderar la temperatura, es que han permanecido líquidos durante miles de m.a.: hacían falta aguas tibias, saladas y no muy profundas para que la vida pudiese aparecer. De los otros planetas rocosos del sistema solar, Mercurio está demasiado próximo al Sol; Venus y Marte tuvieron agua y la perdieron. Las tesis de Rare Earth sobre el «milagro» del agua terrestre han venido a ser confirmadas por recientes investigaciones.

Una feliz colisión

En enero de este año, dos equipos internacionales de geólogos han descubierto algo sorprendente en muestras de rocas muy antiguas (4.400 m.a.) provenientes de Australia. La edad y las condiciones primitivas de esas rocas se pueden estimar gracias a la degradación radiactiva de ciertos elementos. Las muestras analizadas, que contienen minerales de circonio, revelan que estuvieron en contacto con agua líquida. Se deduce, pues, que hace 4.400 m.a. ya había océanos y continentes en la Tierra.

Y no desaparecieron después. En nuestro planeta, «el agua fue felizmente preservada, al contrario de lo que ocurrió en Marte y en Venus», dice Urs Schärer, profesor de geoquímica y geocronología en la Universidad de París-VII (Le Monde, 29-IX-2001). «Según la opinión general, el agua estaba líquida durante los primeros 500 m.a. de historia de la Tierra, a excepción tal vez de los polos. Sin embargo, para que el agua permaneciera líquida, hacía falta que fuera fijado el dióxido de carbono de la atmósfera». Si no, el efecto invernadero la habría hecho desaparecer, como en los otros planetas telúricos. Si en la Tierra no fue así, parece que se debe a un afortunado hecho relacionado con la Luna, tan importante por otros motivos.

Según la teoría más aceptada, la Luna se formó hace 4.460-4.450 m.a. (nuestro planeta tenía entonces unos 100 m.a.) con los restos del impacto de un gigantesco asteroide que dio contra la Tierra. La colisión convirtió la Tierra en una esfera incandescente con una atmósfera llena de rocas pulverizadas. Sin embargo, el planeta se enfrió muy deprisa: solo 50 m.a. más tarde tenía océanos. La nube de polvo que la rodeaba impedía el paso de los rayos solares, de modo que, según Norman Sleep, geofísico de Stanford, pudieron bastar 2 m.a. para que la temperatura bajara al punto de ebullición del agua (cfr. Le Monde, cit.). El enfriamiento acelerado terminó por congelar el agua de la superficie, haciendo que retuviera más carbono atmosférico y lo hundiese en la corteza a ritmo muy rápido. Además, los minerales pulverizados en el aire reaccionaron con el dióxido de carbono, con el mismo efecto.

Así debió de ser como la Tierra se libró del efecto invernadero que dejó sin agua a los otros planetas telúricos. La teoría coincide con otro dato, como señala Bernard Marty, profesor de geoquímica en la Escuela Nacional Superior de Geología de Nancy: «Los isótopos de gases raros indican que la atmósfera debió de haberse estabilizado muy pronto, hace unos 4.300 m.a.» (Le Monde, cit.). Y eso era necesario, advierte, para que el globo conservara el agua líquida.

Escritores al paro

Cada una de las peculiaridades de este planeta tan raro es un accidente improbable. Que se hayan dado todas resulta asombroso. Los datos empíricos no permiten sacar más conclusiones, pero mueven a pensar si la fenomenal suerte con que la lotería astrofísica ha agraciado a la Tierra puede ser pura casualidad o más bien delata que los procesos han estado presididos por un plan. Los conocimientos actuales pueden contribuir a animar el debate sobre la finalidad en la naturaleza, que durante mucho tiempo ha sido orillado.

De momento, Rare Earth ha tenido algún efecto en la literatura sobre extraterrestres. Dice uno de sus representantes, Paul Cook, autor de novelas como The Engines of Dawn o Fortress on the Sun: «Creo que Rare Earth va a mandar al paro a un montón de escritores de ciencia-ficción. Toda una parte de la ciencia-ficción, incluida la que yo mismo he escrito, ahora parece completamente imbécil» (L’Actualité, cit.). Aceprensa.

Coincidencias antrópicas

No solo las características astronómicas y la historia de la Tierra presentan felices circunstancias: en un plano más fundamental, también las leyes físicas parecen cuidadosamente afinadas para que sea posible la existencia de la vida compleja. Se trata de las llamadas «coincidencias antrópicas», sobre las que por primera vez llamó la atención el astrofísico australiano Brandon Carter en una famosa conferencia de 1974 ante la Unión Astronómica Internacional. Carter señalaba que si algunas constantes físicas (la de Planck, la gravitatoria…) tuvieran un valor ligeramente distinto, habría salido un universo muy diferente, radicalmente inhóspito para la vida.

En la estela de Carter, los científicos han encontrado más coincidencias antrópicas. Algunas son relativas a la aparición en el universo de los elementos químicos necesarios para la vida. En los estadios más primitivos del universo, tras el Big Bang, el hidrógeno -el elemento más ligero- tuvo que ser abundante. Pero hacía falta que de aquella sopa de partículas salieran también elementos más pesados, como los que constituyen los compuestos orgánicos. La formación de esas sustancias se realiza en las estrellas por fusión de elementos de menor peso.

El primer paso, sin el que no pueden darse los siguientes, es la formación de deuterio (isótopo del hidrógeno con un protón y un neutrón en el núcleo) a partir de hidrógeno (solo un protón). Esto es posible gracias a que la interacción fuerte, que une las partículas del núcleo atómico, tiene el determinado valor que tiene. Si fuera un 10% más débil, no se podría formar el deuterio. Si fuera un poco más fuerte, la fusión sería muy fácil, pero entonces las estrellas se consumirían muy deprisa: durarían unos millones de años, en vez de miles de millones, y la vida no habría tenido tiempo de aparecer.

No ofrece dificultad el segundo paso, del deuterio al helio; pero el siguiente es muy complicado. La fusión de dos átomos de helio es muy inestable: dura solo unos 10-17 segundos. Pero si en tan breve lapso choca con ellos un tercer átomo de helio, se forma un núcleo de carbono -la base de la química de la vida-, que sí es estable. Fue el recientemente fallecido Fred Hoyle (1915-2001), físico británico, quien descubrió este fenómeno, llamado «proceso 3-alfa». Hoyle también calculó la probabilidad de que se diera el proceso 3-alfa, y concluyó que era demasiado pequeña para dar razón de la cantidad de carbono presente en el universo. El propio Hoyle dio con la solución, que es otra coincidencia antrópica. El proceso 3-alfa, en sí mismo tan improbable, se multiplica porque los niveles de energía de los núcleos entran en resonancia, cosa que se pudo comprobar experimentalmente. El caso es que la resonancia es posible porque el núcleo de carbono tiene un determinado nivel de energía: un poco más o un poco menos habría supuesto que no se formara suficiente carbono en las estrellas.

Una coincidencia más está en el valor de la fuerza electromagnética en relación con el de la interacción fuerte. La primera tiene mucho más alcance que la segunda, que no se aprecia fuera del núcleo atómico; pero en sí misma es cien veces más débil. Feliz casualidad: si así no fuera, la energía electromagnética del núcleo de hidrógeno lo convertiría en inestable, y la interacción débil haría que se degradase en otras partículas. No habría, en tal caso, hidrógeno en el universo ni, por tanto, agua ni vida.

Ni necesidad ni azar

Al comentar estas y otras coincidencias antrópicas en un artículo reciente (3), el especialista en física de partículas Stephen Barr (Bartol Research Institute, Universidad de Delaware, en Estados Unidos) discute si son señales de que la naturaleza obedece a un designio. La objeción más fuerte es que no sabemos, en realidad, qué condiciones físicas son necesarias para la vida. Solo conocemos la vida tal como la vemos, pero quizá un universo distinto podría albergar una forma distinta de vida, no basada en la química del carbono, por ejemplo. Cierto, responde Barr, pero eso solo significa que no tenemos certeza plena con respecto a que la vida no es posible si el universo no es de determinada manera. Sin embargo, las coincidencias antrópicas siguen siendo indicios fuertes de un plan inteligente, mientras que la tesis de que la vida podría ser de otra manera es indemostrable.

En último término, sostiene Barr, las coincidencias antrópicas señalan que la vida es una posibilidad que no se daría en cualesquiera condiciones físicas, por lo que parece que ha habido una «opción». Son posibles una infinidad de sistemas de leyes físicas matemáticamente consistentes, que darían lugar a universos distintos, no todos capaces de albergar vida. Que el universo haya resultado ser el adecuado, o uno de los adecuados, no puede ser una necesidad natural. Tampoco un azar, se podría añadir. ¿Qué puede salir por necesidad o qué por azar en vez de otra cosa si primero no hay universo? Aceprensa.

_________________________(1) Peter D. Ward y Donald Brownlee. Rare Earth: Why Complex Life Is Uncommon in the Universe. Springer. Nueva York (2000). 333 págs. 27,50 $. Los autores tienen un sitio oficial en Internet (www.astro.washington.edu/rareearth/).(2) Hubert Reeves, Nicolas Prantzos, Jean Heidmann y Alfred Vidal-Madjar. Sommes-nous seuls dans l’univers? Fayard. París (2000). 307 págs. 18,29 .(3) Stephen M. Barr, «Anthropic Coincidences», en First Things, Nueva York, junio-julio 2001, pp. 17-23.

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