El significado moral de la tecnología genética

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Una medicina radicalmente nueva e inquietante
Los avances en la terapia génica proporcionan grandes esperanzas para el tratamiento de enfermedades hoy incurables. Pero la satisfacción por estos logros es compatible con la inquietud difundida entre el público y no pocos científicos por el riesgo de que los nuevos conocimientos lleven a intentar manipular el acervo genético humano. Leon R. Kass, médico y bioquímico, profesor de la Universidad de Chicago, examina en este artículo algunos interrogantes éticos sobre las prácticas que puede engendrar la tecnología genética (1).

La tecnología genética, las prácticas a que dará lugar y, sobre todo, las enseñanzas científicas sobre la vida humana en las que se funda no son, como muchos quisieran, moral y humanamente neutrales.

Con independencia de cómo se realicen y se enseñen, son portadoras de su propio significado moral y necesariamente harán cambiar nuestras prácticas, nuestras instituciones, nuestras normas, nuestras creencias y nuestra idea de nosotros mismos. Creo que estos desafíos a nuestra dignidad y humanidad son los que están en el fondo de la inquietud que nos causan la ciencia y la tecnología genéticas. Voy a referirme brevemente a cuatro aspectos de esta importante cuestión.

Jugando a ser Dios

Científicos y no creyentes desprecian con demasiada facilidad esta objeción. La inquietud tiene sentido, con Dios o sin Él. Con esto se quiere decir lo siguiente: el hombre, o algunos hombres, están convirtiéndose en creadores de vida, de individuos humanos vivos (fecundación in vitro, clonación); no solo crean vida, sino que deciden quién merece vivir o morir (selección genética y aborto), y no según criterios morales, como se dice de Dios, sino en función de criterios somáticos y genéticos; además, ofrecen la esperanza de salvarnos de nuestros pecados y defectos genéticos (terapia e ingeniería genética).

No importa la exageración que se esconde en este engreimiento del hombre que juega a ser Dios: incluso en su máxima expresión, el hombre solo es capaz de jugar a ser Dios. Dejemos a un lado la implícita insinuación de que nadie ha dado a otros esta autoridad creativa y selectiva, o la réplica implícita de que la teología justifica actuar como cocreador con Dios para superar las enfermedades y el sufrimiento del mundo. Pensemos solamente que si los científicos son considerados creadores, jueces y salvadores, los demás tendremos que estar ante ellos como suplicantes criaturas impuras. Esto es bastante preocupante.

No hace mucho, en mi universidad, un médico que hacía la ronda de visitas a sus pacientes acompañado de estudiantes de medicina se detuvo ante la cama de un muchacho de diez años, inteligente y normal, salvo que padecía espina bífida. «Si hubiera sido concebido hoy -dijo el médico de modo incidental a los que le rodeaban- habría sido abortado». Decidir quién va a vivir y quién va a morir basándose en los méritos genéticos supone ya una especie de poder divino en manos de la medicina genética. Este poder no hará más que crecer.

Manufactura y selección

Pero se puede replicar que la tecnología genética también ofrece la esperanza de curar esas enfermedades que hacen sufrir de por vida. Muy bien. Pero, si de verdad han de ejercer su poder salvífico, los tecnólogos genéticos deberán multiplicar sus manipulaciones e intervenciones, mucho más allá de la simple selección. Ciertamente, en algunos casos las pruebas genéticas y el control de riesgos para prevenir una enfermedad pueden realmente llegar a reducir la necesidad de intervenciones curativas de alta tecnología. Pero en muchos otros casos, una mayor selección genética conducirá necesariamente a una manipulación mucho mayor. Y para producir niños probeta sanos y bien dotados, de modo que solo nazcan niños favorecidos con las ventajas de la mejora genética, será necesaria una nueva obstetricia científica, lo que hará que, en gran medida, la procreación humana se parezca a un proceso de manufactura.

El proceso ya ha comenzado de modo tosco con la fecundación in vitro. Pronto dará gigantescos pasos adelante con la capacidad de seleccionar embriones in vitro antes de su implantación, con la clonación y, a la larga, con la ingeniería genética de precisión. El camino que estamos recorriendo conduce directamente al mundo de los bebés de diseño: no por decisión dictatorial, sino por el avance de un humanitarismo benevolente, aplaudido por una ambivalente ciudadanía, a la que también horroriza el poder llegar a ser la última cosa fabricada por el hombre.

No nos engañemos: el precio que habremos de pagar por producir bebés óptimos o incluso solo genéticamente sanos será transferir la procreación del hogar al laboratorio. Solo se puede lograr un mayor control sobre el producto mediante una creciente despersonalización de todo el proceso y su consiguiente transformación en manufactura. Eso será profundamente deshumanizante, por muy buena dotación genética o salud de que gocen los niños. Y no olvidemos los poderosos intereses económicos que sin duda intervendrán; con ellos, la manipulación de la vida humana naciente será imparable.

Sin criterio de normalidad

El Génesis nos dice que Dios, al crear, miró a sus criaturas y vio que eran buenas: íntegras, completas, armónicas en su conjunto, conformes con la idea que guió su creación. ¿Qué criterios guiarán a los ingenieros genéticos?

Por ahora, uno puede responder que la salud. Pero incluso antes de que los seleccionadores genéticos se sumen a la fiesta, el criterio de salud está siendo desconstruido. ¿Estás sano si, aun cuando no muestres síntomas, llevas genes que claramente producirán la enfermedad de Huntington, o que predisponen a la diabetes, al cáncer de mama o a enfermedades coronarias? ¿Qué pasa si, digamos, tienes un 40% de los indicadores genéticos que se creen vinculados a la aparición del alzheimer? ¿Y qué significará «sano» o «normal» si descubrimos las propensiones genéticas al alcoholismo, a la drogadicción, a la pederastia o a la violencia? La idea de salud se va convirtiendo progresivamente a la vez en imperativa y vaga: la medicalización de lo que hasta ahora han sido cuestiones mentales o morales lleva consigo, paradójicamente, la desaparición de cualquier criterio claro de salud.

Cuando la mejora genética entre en escena, los criterios de salud, integridad o buen estado físico serán más necesarios que nunca, pero precisamente entonces volarán todas las pretensiones de normalidad. La idea de mejora necesariamente implica un bueno, un mejor y, quizá, incluso un óptimo. Sin embargo, si ya no podemos mirar a nuestra naturaleza humana inicialmente inalterada para buscar un criterio o norma de lo bueno o lo mejor, ¿cómo se sabrá en qué consiste una mejora? No servirá extrapolar lo que nos gusta de nosotros mismos. Dado que tener memoria es bueno, ¿se puede decir qué cantidad de memoria sería mejor? Si el deseo sexual es bueno, ¿cuánto más sería mejor? La vida es buena, pero ¿hasta qué momento sería bueno para nosotros prolongarla? Solo los pensadores simplistas creen poder responder fácilmente a tales preguntas.

Objetivo mesiánico

Los seleccionadores genéticos más modestos, al igual que los más modestos terapeutas y tecnólogos genéticos, se abstienen de metas ambiciosas. Son obsesos de la salud, no eugenistas. No persiguen alguna remota mejora, sino la eliminación de los males: enfermedad, dolor, sufrimiento, la probabilidad de muerte. Pero no nos confundamos. Bajo este deseo de evitar el mal se esconde el casi mesiánico objetivo de una existencia sin dolor, sin sufrimiento y finalmente inmortal. Solo tal meta justifica que se descarte cualquier oposición a la marcha inexorable de la ciencia médica. Solo tal objetivo da una fuerza moral arrolladora al principio «cura la enfermedad, mitiga el sufrimiento».

«¿Dice usted que clonar seres humanos no es ético y es deshumanizador? No se preocupe: nos ayudará a tratar la esterilidad, a evitar enfermedades genéticas y a proporcionar materiales perfectos para trasplantes». De este tenor es el informe de junio de 1997 de la Comisión Nacional Asesora de Bioética sobre la clonación de seres humanos. A pesar de recomendar una prohibición temporal de tal práctica, la única objeción moral que la comisión acordó fue que la clonación «no es todavía segura para ser practicada en seres humanos», porque la técnica aún tiene que ser perfeccionada. Es decir, incluso este organismo ético de elite fue incapaz de encontrar cualquier otro argumento moral suficiente para hacernos renunciar a las posibles utilidades sanitarias de la clonación.

El mismo argumento justificará inevitablemente también la producción y cultivo de embriones humanos para experimentación, revisar la definición de muerte para facilitar el trasplante de órganos, cultivar partes del cuerpo humano en cavidades peritoneales de animales, emplear cuerpos de personas recién muertas como fábricas de sustancias biológicas útiles, o reprogramar el cuerpo y la mente humana mediante ingeniería genética o neurobiológica. ¿Quién puede objetar algo si tales prácticas nos ayudarán a vivir más tiempo y con menos sufrimiento?

Resulta que aun los más moderados ingenieros biogenéticos, lo sepan o no, están metidos en el negocio de la inmortalidad, fundados en una fe cuasi-religiosa para la cual toda innovación es, por definición, progreso, con independencia de lo que haya que sacrificar para lograrlo.

La tragedia del éxito

Lo que los entusiastas no ven es que su proyecto utópico no va a eliminar el sufrimiento, sino que simplemente lo cambiará de sitio. Observamos ya un cierto grado de descontento público que es resultado paradójico del aumento de expectativas en el campo de la atención sanitaria: si bien su salud real ha mejorado, la satisfacción de la gente con su actual nivel sanitario no ha cambiado o incluso ha descendido. Pero este no es el más alto coste del éxito médico.

Como mostró Aldous Huxley en su profético libro Un mundo feliz, la derrota de la enfermedad, el dolor, la ansiedad, el sufrimiento y el pesar, inevitablemente lleva a la homogeneización, la mediocridad, la degradación del gusto y la muerte de todo amor y anhelo en el alma. Al igual que Midas, el hombre de la bioingeniería será castigado a tener precisamente lo que deseaba, para descubrir -dolorosamente y demasiado tarde- que lo que anhelaba no es exactamente lo que quería. O, peor que Midas, puede estar tan deshumanizado que ni siquiera reconocerá que aspirando a ser perfecto, ya no es siquiera realmente humano.

La cuestión aquí no es que esta o aquella hipótesis sea acertada: todo esto es muy incierto. Desde luego, yo no tengo medio de saber si se harán realidad mis más negros temores, pero, desde luego, usted tampoco puede estar seguro de que no se harán realidad. La cuestión es más bien si es plausible o aun sensato aplicar a la tecnología genética la antigua y profunda idea de tragedia. En una tragedia, el fracaso del héroe está incrustado en su mismo éxito, sus derrotas en sus victorias, sus miserias en su gloria. Lo que quiero decir es que el estilo tecnológico de pensar el mundo y la vida humana, profundamente enraizado en el alma humana y espoleado por las promesas utópicas del pensamiento moderno y sus cruzados científicos, puede muy bien resultar inevitable, heroico y maldito.

Decir que la tecnología, abandonada a sí misma, como modo de vida, es maldita, no significa que la vida moderna -nuestra vida- necesariamente tiene que ser trágica. Todo depende de si se permite a la tecnología avanzar sin límites o si se puede dominarla poniéndola bajo control intelectual, espiritual, moral y político. Lamento tener que decir que hasta ahora las noticias al respecto no son alentadoras. Pues los recursos intelectuales, espirituales y morales de nuestra sociedad, el legado civilizador trabajosamente adquirido y largamente preservado, están en retroceso, y no sólo porque los hallazgos de la ciencia moderna los pongan en cuestión. Las tecnologías presentan difíciles dilemas éticos, pero los presupuestos científicos cuestionan los fundamentos mismos de nuestra ética.

Cuando el alma es reducida a química

Este ataque va más allá del conocido caso de la evolución contra la Biblia. ¿Hay alguna idea superior de la vida y el bien humanos que esté a salvo frente a la creencia, proclamada por las voces más sonoras y proféticas de los biólogos contemporáneos, de que el hombre es sólo un conjunto de moléculas, un accidente de la evolución, una imprevisible partícula de inteligencia en un universo sin sentido, que no se distingue fundamentalmente de otros seres vivientes o incluso no vivientes? ¿Qué posibilidades tienen nuestras preciosas ideas de libertad y dignidad frente a las enseñanzas del determinismo biológico, la noción reduccionista del «gen egoísta» (o de los «genes del altruismo», que para el caso da igual), la creencia de que el ADN es la esencia de la vida, y el credo de que las únicas preocupaciones de los seres vivientes son la supervivencia y la reproducción?

En 1997, las lumbreras de la Academia Internacional de Humanismo -incluidos los biólogos Francis Crick, Richard Dawkins y E.O. Wilson, y los humanistas Isaiah Berlin, W.V. Quine y Kurt Vonnegut- publicaron una declaración en la que defendían la investigación sobre la clonación en mamíferos superiores y en seres humanos. Sus argumentos eran reveladores:

«¿Qué problemas morales plantearía la clonación humana? Algunas religiones enseñan que los seres humanos son esencialmente diferentes de otros mamíferos, que una divinidad les ha dotado de alma inmortal, confiriéndoles un valor que no se puede comparar con el de otros seres vivientes. La naturaleza humana se considera única y sagrada. Los avances científicos que plantean un riesgo perceptible de alterar esta ‘naturaleza’ son airadamente combatidos (…) [Sin embargo,] hasta donde llega la ciencia, (…) las capacidades humanas parecen diferir en grado, no en esencia, de las que tienen los animales superiores. El rico repertorio de pensamientos, sentimientos, aspiraciones y esperanzas de la humanidad parece surgir de procesos electroquímicos del cerebro, no de un alma inmaterial que actúe de manera inaccesible a cualquier instrumento de medida (…) Las ideas de la naturaleza humana enraizadas en el pasado tribal de la humanidad no deberían ser nuestros criterios fundamentales para tomar decisiones morales acerca de la clonación (…) Los beneficios potenciales de la clonación pueden ser tan inmensos que sería una tragedia que anticuados escrúpulos teológicos llevaran a un retrógrado rechazo de la clonación».

Para justificar la investigación en curso, estos intelectuales estaban dispuestos a deshacerse no sólo de enfoques religiosos tradicionales, sino de cualquier perspectiva que atribuya una distinción y dignidad especiales a los seres humanos, incluidos ellos mismos.

No advirtieron que la idea científica del hombre que ensalzan no solo hiere nuestra vanidad: además, socava la concepción que tenemos de nosotros mismos como seres libres, inteligentes y responsables, merecedores de respeto porque solo nosotros de entre todos los animales tenemos mentes y corazones que buscan algo más que la mera perpetuación de nuestros genes. Mina igualmente las creencias que sostienen nuestras costumbres, instituciones y usos, incluida la práctica de la misma ciencia.

Según esta idea radicalmente reduccionista del «rico repertorio» del pensamiento humano, ¿por qué tendría uno que preferir como verdaderos los resultados de los «procesos electroquímicos cerebrales» de esos hombres, en vez de los suyos propios? Cuando el alma es reducida a productos químicos, la verdad y el error mismos, al igual que la libertad y la dignidad, se convierten en conceptos vacíos.

Ser conscientes del peligro

Este reduccionismo, materialismo y determinismo no son ninguna novedad: son doctrinas que ya Sócrates combatió hace mucho tiempo. Lo nuevo es que el progreso científico parece confirmar esas filosofías. Aquí, por tanto, está el más pernicioso resultado de nuestro progreso tecnológico -más deshumanizante que cualquier manipulación técnica, presente o futura-: la erosión, quizá definitiva, de la idea del hombre como ser noble, digno, valioso o divino, y su sustitución por una visión del hombre como un ser más de la naturaleza, simple materia prima susceptible de ser manipulada y homogeneizada.

De ahí nuestra peculiar crisis moral: nos adherimos cada vez más a una visión de la vida humana que nos da una ingente fuerza y que, al mismo tiempo, niega toda posibilidad de criterios no arbitrarios para usar esta fuerza. Aunque estamos bien equipados, no sabemos quiénes somos o hacia dónde vamos. Triunfamos sobre las incertidumbres de la naturaleza sólo para someternos, trágicamente, a la incertidumbre todavía mayor de nuestra voluntad caprichosa y de nuestras volubles opiniones. Que no reconozcamos nuestra difícil situación es ya de por sí un tributo que pagamos por nuestra fe ingenua en el progreso científico y en la suficiencia de nuestros impulsos humanitarios.

¿Significa esto, por tanto, que estoy a favor de la ignorancia, del sufrimiento y de la muerte? ¿De matar a la gallina de la tecnología genética antes de que ponga sus huevos de oro? Por supuesto que no. Pero a menos que nos atrevamos a afrontar todo lo que significa para el hombre la tecnología biogenética, estamos condenados a ser sus criaturas, si no sus esclavos. Aunque es importante poner un límite moral aquí, idear una regulación allá, con el fin de disminuir el daño causado por este o aquel pequeño afluente, es más importante comprender la verdadera naturaleza y significado de la corriente misma.

Es muy improbable que nuestros eufóricos nuevos biólogos y sus secuaces tecnológicos lleguen a convencerse de esto. Pero no es demasiado tarde para que los demás lleguemos a ser conscientes de los peligros, no sólo para nuestra intimidad o seguridad, sino también para nuestra misma humanidad. Siendo conscientes, estaremos en mejores condiciones de defender los cada vez más asediados orígenes y fundamentos de la dignidad humana, aunque continuemos cosechando los considerables beneficios que la tecnología genética inevitablemente proporcionará.

Leon R. Kass_________________________(1) Este texto, aquí reproducido con permiso, es parte de un artículo más amplio, «The Moral Meaning of Genetic Technology», publicado en la revista Commentary (septiembre 1999). Todos los derechos reservados.

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