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La identidad de Milan Kundera

publicado
DURACIÓN LECTURA: 16min.

El crítico literario Cesare Cavalleri acaba de publicar en Italia el libro Letture (1), que reúne las recensiones de 421 libros de 228 escritores realizadas a lo largo de más de treinta años. Cavalleri, director de la editorial Ares y de la revista cultural Studi Cattolici, se distingue por su independencia de juicio, al margen de la opinión dominante, y por haber sabido valorizar también escritores menos conocidos. Entre los autores que analiza con especial atención está Milan Kundera. Cavalleri pone de relieve el talento literario del autor de La insoportable levedad del ser; al mismo tiempo, analiza el trasfondo ideológico de sus novelas, descubriéndonos qué piensa uno de los escritores contemporáneos más influyentes. Ofrecemos algunos fragmentos de las críticas que dedica a obras de Kundera.

A partir de La broma (1965), Kundera ha reescrito siempre el mismo libro. ¿Es Kundera un escritor monótono, repetitivo? Lo es en cuanto que la vida es repetitiva, y las preguntas que incesantemente formulamos sobre ella son idénticas.

En el nuevo libro, La inmortalidad, Kundera explicita una respuesta en una digresión astrológica: «Parece que la astrología nos enseña el fatalismo: ¡No escaparás a tu destino! Para mí, la astrología (entendámonos, la astrología como metáfora de la vida) dice algo mucho más sutil: ¡No escaparás al tema de tu vida!». La vida se construye siempre con los mismos materiales, y la ilusión de iniciar una «nueva vida» se revelará siempre como una variación de lo ya vivido. Lo mismo vale para Kundera-escritor: de novela en novela, no sabemos si admirar más la fidelidad a una temática o las variaciones que el autor construye en ella.

La inmortalidad del título no tiene nada que ver con la inmortalidad del alma, que Kundera no discute: es la inmortalidad de la fama, la pequeña inmortalidad del renombre ante los contemporáneos, y la gran inmortalidad construida para la posteridad. (…)

Amor-erotismo. Otro gran tema kunderiano afrontado aquí con una carga ulterior de desgarro es la relación amor-erotismo como espejo de la enigmática relación alma-cuerpo. Para Kundera, el verdadero amor es espera-deseo-preparación-arrepentimiento. Y, sin embargo, sus personajes se empeñan en elaboradísimos ejercicios eróticos en cuyo fondo está el vacío, si no la nada. Kundera transcribe la realidad del sexo sin complacencia pornográfica, pero con la fría lucidez de una lámina de anatomía para mostrar su amargura. Ello no quita que estas insistencias hagan sus libros accesibles sólo a personas muy formadas moralmente, y quede claro que yo no aconsejo indiscriminadamente los libros de Kundera.

Falta en Kundera la percepción de la unidad de la persona (alma y cuerpo en armonía), y en la última novela el problema de la identidad es punzante como nunca lo fue antes. A la levedad/pesadez del ser que está en el centro de su novela más popular, corresponde esta vez un doble método para cultivar la unidad del yo, el método del sumar y el método del restar: «Agnes resta de su yo todo lo que es exterior y ha sido tomado en préstamo para acercarse así a su esencia pura (quizá corriendo el riesgo de que al final de todas las restas el resultado sea cero). El método de Laura es exactamente el contrario: para hacer su yo cada vez más visible, más aferrable, más intuible, más voluminoso, le suma atributos sobre atributos y trata de identificarse con ellos (corriendo el riesgo de que la esencia del yo se pierda bajo la suma de los atributos)». La insuficiencia de ambos métodos se puede verificar en el desarrollo de la novela.

El fondo sobre el que se mueven los cuatro personajes principales -Agnes, Laura, Paul y Bernard- es una aguda crítica a la sociedad occidental de masas, con sus ritos, sus tics, sus imperativos hedonistas. El mundo de hoy es el triunfo de las fuerzas de la estupidez, más que del mal, que en la novela son designadas con el nombre impersonal de Diablo (contra el que no existe lucha eficaz o racional). (…)

Actitud hacia Dios. Kundera mantiene una extraña actitud hacia Dios. No lo niega, pero lo siente lejano. El mundo de todas sus novelas no es sino la descripción del hormigueo insensato de los hombres que se sienten abandonados por Dios. Describiendo la miseria de un mundo sin Dios, Kundera invoca indirectamente su presencia. En esta novela se produce una situación emblemática: Agnes niña, durante un paseo con su padre, le pregunta si cree en Dios. Él responde: «Creo en el ordenador del creador». Esto es: Dios ha puesto en el ordenador un disquete con un programa muy detallado y luego se ha ido. ¿Y qué puede hacer el hombre si Dios lo ha creado como ese muñeco deforme que Agnes encuentra sobre la mesa de un restaurante, ridículo a pesar suyo y avergonzado de ser ridículo? El drama de Kundera está en esta errónea teología de la ausencia, que hasta ahora ha dejado aflorar mediante alusiones, sin profundizarla nunca expresamente. De hecho, está claro que las respuestas a los problemas de sus personajes están en encontrar una correcta relación con el Creador, que no es el frío «manipulador» del ordenador kunderiano.

Kundera, que es alérgico a los periodistas y a los premios, aceptó, sin embargo, en 1985, el Premio Jerusalén, que le fue entregado por el padre dominico Marcel Dubois. En aquella ocasión, Kundera pronunció un discurso, breve y bellísimo, que se puede leer en la conclusión de El arte de la novela. El discurso se centra en este proverbio hebreo: «El hombre piensa, Dios ríe». «¿Por qué Dios ríe mirando al hombre que piensa?», se pregunta Kundera. Y responde: «Porque el hombre piensa y la verdad se le escapa. Porque, cuanto más piensan los hombres, más se aleja el pensamiento del uno del pensamiento del otro. Y, en fin, porque el hombre no es nunca lo que piensa que es». El discurso se vuelve difícil y requeriría incursiones filosóficas y teológicas. Pero la respuesta cristiana, simple y difícil, que quizá Kundera no sospecha, está encerrada en un adverbio que debería completar el sentido del proverbio hebreo: «El hombre piensa, Dios ríe afectuosamente».

Los testamentos traicionados

Se trata de uno de los más bellos textos del autor de La insoportable levedad del ser, además de uno de los ejercicios más interesantes de autoanálisis por parte de un novelista justamente consciente de su propio valor.

El nuevo libro está organizado en nueve capítulos. El segundo es el intento convencido de sustraer a Kafka de la kafkología endulzada que, según Kundera, le ha construido alrededor su amigo y albacea testamentario Max Brod (como es sabido, la obra de Kafka fue publicada casi toda póstumamente). Contra el intento de Brod de presentar un Kafka pensador místico, alegórico y sentencioso, Kundera muestra -sobre la base de pocos hallazgos- un Kafka erótico y humorístico, anti-romántico por excelencia. Tentativa audaz y con la que ciertamente no todos están de acuerdo, pero que interesa a los efectos del libro de Kundera; es interesante sobre todo metodológicamente, porque lleva agua al molino, precisamente, de los testamentos traicionados (Kafka había ordenado a Brod que destruyera sus manuscritos inéditos). (…)

El noveno y último capítulo, a través de las experiencias de Stravinski traicionado en la ejecución de sus obras, Kundera reivindica intransigentemente para el artista el derecho de ser él mismo, de ser leído, seguido, traducido e interpretado según su voluntad; en definitiva, el derecho a que su «testamento» sea respetado.

Moralidad de la obra de arte. A lo largo del libro, los temas y los protagonistas se persiguen, vuelven a aflorar, son retomados en torno a la tesis principal, enunciada en cursiva desde el primer capítulo: La novela es el territorio donde se suspende el juicio moral.

Es una tesis sugestiva, y lo es aún más cuando se argumenta, como hace Kundera, con ejemplos tomados de Rabelais, de Kafka, de Hemingway. (…)

En la obra literaria hay que distinguir al menos tres niveles de moralidad: ante todo, la moralidad de la intención del autor. Es la menos importante, pero de algún modo determina el qué y el cómo se escribe. Kundera siente vivísimamente este sentido de la moralidad.

Luego está la moralidad intrínseca de la obra de arte. Si se habla de un aborto, de un adulterio, de un homicidio o de cualquier otro comportamiento humano, cada uno de ellos tiene una moralidad intrínseca (quien no esté convencido, que lea o relea la Veritatis splendor). También Kundera, que teoriza sobre la «suspensión del juicio», lo sabe perfectamente, por ejemplo, cuando escribe: «A través de la parodia, Kafka ha afrontado por primera vez (en la novela América) su tema más grande: el de la organización social laberíntica en la que el hombre se pierde y va hacia la perdición». La moralidad (en este caso, la inmoralidad) de la organización laberíntica (tematizada en el Castillo) es considerada como objetiva.

Está luego el tercer nivel de moralidad de la obra de arte: el relativo al influjo sobre el lector. Kundera no lo excluye; todo lo contrario: «El novelista no contesta, en absoluto, la legitimidad del juicio moral, pero lo reenvía más allá de la novela. Allí, si queréis, podéis acusar a Panurgo por su bellaquería, acusad a Emma Bovary, acusad a Rastignac, es asunto vuestro; el novelista no puede hacer nada». ¡Ah, no!: el lector juzga a Panurgo (o a la pobre Emma) si el novelista le habla de Panurgo (o de Emma), y el juicio dependerá de cómo le habla de él. El novelista, por usar la pedante terminología de los moralistas, es moralmente responsable in causa de la reacción (moral) del lector.

Del entrelazamiento de los tres niveles de moralidad nace la moralidad de la obra de arte, por lo que la elegante fórmula de Kundera: «La novela es el territorio donde se suspende el juicio moral», es más bien un ingenioso sofisma. En el territorio de la novela, el juicio moral no está suspendido sino, en todo caso, está abierto, reclama la corresponsabilidad del lector, sin dejar de ser moralmente obligado y necesario.

La lentitud

La última y breve novela de Milan Kundera, La lentitud, es un compendio de los temas que saltan de una novela a otra de este discutido y discutible grande.

Está el tema filosófico del título: al igual que antes trató la levedad (del ser), aquí aparece la lentitud, que un par de citas pueden explicar: «El grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido». «Nuestra época se abandona al demonio de la velocidad, y por este motivo se olvida tan fácilmente de sí misma. Pero yo prefiero darle la vuelta a esta afirmación: nuestra época está obsesionada por el deseo de olvidar, y para realizar tal deseo se abandona al demonio de la velocidad; si acelera el paso es porque quiere hacernos entender que ahora ya no aspira a ser recordada, que está cansada de sí misma, disgustada consigo misma; que quiere apagar la trémula llama de la memoria». (…)

Está el tema de la «edad lírica», esto es, de la pseudopoesía narcisista, personificado aquí por Vincent, intelectual veleidoso que vive sólo en el reflejo del temido juicio ajeno. Está el tema, escabrosísimo, del erotismo, que Kundera describe siempre para mostrar su finitud, pero sin renunciar a él, y que aquí es especialmente vulgar, de chiste sucio.

Prisionero de su escepticismo. Y está el tema político, que es la espina y el remordimiento de Kundera. El escritor, como es sabido, dejó Praga en 1975, después de que sus libros fueran prohibidos por el régimen comunista, y encontró refugio en Francia, donde ha conocido el éxito. En subterránea polémica con su amigo Václav Havel, considera (o quiere creer) que el deber del escritor es escribir libros, no militar políticamente. Lo cual, desde Mis prisiones en adelante, es un excelente modo de hacer política. (…)

La habilidad de Kundera para construir la trama roza aquí el virtuosismo. La acción se desarrolla en una noche en un castillo que acoge un congreso de entomólogos y que ya fue escenario de una novela libertina del siglo XVIII. El protagonista de dicha novela acabará por encontrar a Vincent, contemporáneo nuestro y protagonista de una fallida noche de amor, según un procedimiento ya ensayado en La inmortalidad. Resulta novedosa la presencia del autor, es decir, de Kundera, que, llegado al castillo con su prudente esposa, en parte ve y en parte imagina los acontecimientos contemporáneos y los pasados. Un modo literario para tomar distancia, para pedir la complicidad del lector, para mostrar un perspectiva más.

Es preciso decir que también esta vez hay un fallido suicidio por amor, que se resuelve en farsa; y otra vez lo lleva a cabo una mujer. Existe una misoginia latente en las novelas de Kundera, la misoginia de los libertinos como son sus personajes. La mujer va siempre a remolque, es siempre obtusa. En La lentitud hay una sola mujer que mueve los hilos de su propia vida (por otra parte corrupta) y tiene en jaque al marido y a los amantes; pero no es un personaje de Kundera, es Madame de T., protagonista de la narración de Vivant Denon con la que La lentitud juega al escondite.

Para terminar, un respetuoso juicio de Havel (que ha hecho de la «verdad» su bandera no sólo literaria, sino también política) sobre Kundera: «Me parece que es un poco prisionero de su escepticismo, que le impide admitir que a veces tiene sentido comportarse valerosamente como ciudadano. Que eso tiene un sentido a pesar del hecho de que uno parezca o pueda parecer ridículo. Comprendo bien su miedo al ridículo y al pathos; es muy comprensible sobre la base de la dura lección que le ha dado el comunismo. Sin embargo, me parece que este temor le impide percibir la misteriosa pluralidad de los significados del obrar humano en las situaciones de totalitarismo. El escepticismo total es psicológicamente comprensible como consecuencia de la pérdida de ilusiones entusiastas. Pero puede convertirse fácilmente en la otra cara de esa moneda falsa. Porque puede fácilmente impedir ver una dimensión de las cosas llena de esperanza, o, más modestamente, su ambigüedad». (Interrogatorio a distancia, Garzanti, Milán, 1990).

La identidad

La nueva novela de Milan Kundera, La identidad, ha sido acogida con escaso favor por parte de la crítica, mientras que el público ha confirmado el éxito de ventas que desde hace tiempo sonríe al autor. Personalmente, considero que también esta vez Kundera ha dado en el blanco y que se merece el respeto que se debe a un escritor-escritor. Cierto, es preciso acostumbrarse a un cambio de género, a una evolución. Él mismo ha declarado que mientras sus primeras novelas, las de lengua checa, tenían el ritmo de una sonata, a partir de La lentitud, escrita directamente en francés, ha pasado al arte de la fuga.

La identidad, como dice el título, se refiere a la permanencia del yo. ¿Estamos bien seguros de que las personas que creemos conocer son realmente como creemos? Y nosotros mismos, ¿quiénes somos para los demás? (…)

Dolor y placer. Un filósofo que quisiera tomarse en serio a Kundera apelaría a la distinción entre individuo y persona: para Kundera, de hecho, el hombre (y naturalmente la mujer) es esencialmente individuo, esto es, sujeto indiviso en sí mismo y separado de todos los demás; le está cerrado el misterio de la persona, es decir, del hombre consciente de la impronta divina que lo hace hijo de Dios, abierto al prójimo e incluso inserto en la dimensión trinitaria. Con este tipo de sordera a lo trascendente es inevitable que Kundera se pierda y se asome al abismo de la nada: «La única libertad que tenemos es la de poder elegir entre dolor y placer. Conscientes como somos de la insignificancia del todo, no debemos sufrirla como una tara, sino ser capaces de alegrarnos». Si se lee entre líneas y teniendo como referencia «la insignificancia del todo», se podría pensar que también Milan Kundera colabora, desde su cátedra literaria, a la formación de esos estados de ánimo que miran a la deconstrucción del yo, a la disolución del sujeto según una operación cultural que es el correlato de la desintegración física operada en el plano biológico por las drogas.

Pero es posible (y a mi entender preferible) otra lectura. Si se tratara, de verdad y solamente, de «identidad» en la distinción entre vigilia y sueño, Kundera no estaría haciendo otra cosa que relanzar el ya suficientemente banalizado (desde s. III a.C. en adelante) apólogo de Chuang-Tzu («Ahora no sé si yo era entonces un hombre que soñaba que era una mariposa, o si soy ahora una mariposa que sueña que es hombre»).

Me parece más interesante, en cambio, plantear el problema en términos de cognoscibilidad interpersonal: incluso de las personas que amamos, no podemos decir nunca hasta qué punto las conocemos, no porque cambien de identidad, sino porque el misterio de la persona es verdaderamente inagotable. (…)

De cualquier forma, existe un punto firme, un dato de la realidad: el amor, precisamente como sostiene Kundera. Él probablemente confunde el erotismo con el amor y sin embargo -rectamente entendido- el amor es y permanece como el único recurso cognoscitivo, el verdadero dato de la realidad. Por lo demás, Dios mismo es Amor.

Traducción: María Luisa Faus

 

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Trayectoria de Milan Kundera

Milan Kundera nació en Brno (antigua Checoslovaquia) en 1929. Al término de la II Guerra Mundial se afilió al Partido Comunista, del que luego fue expulsado. Fue profesor de la Escuela de Cinematografía de Praga. Tras la invasión rusa de 1968, perdió su cargo y sus obras literarias fueron prohibidas. En 1975 se trasladó a Francia, donde enseñó literatura comparada en la Universidad de Rennes y, más tarde, en la École des Hautes Études de París. En 1979 fue privado de su nacionalidad por el gobierno checoslovaco, como respuesta a la publicación de El libro de la risa y el olvido (1978); al año siguiente, obtuvo la nacionalidad francesa.

Su primera novela, La broma (1965), fue traducida a doce idiomas y obtuvo en 1968 el premio de la Unión de Escritores Checoslovacos. En 1968 publicó el libro de cuentos Los amores ridículos.

Ha obtenido galardones por sus obras La vida está en otra parte (1969) -premio Medicis a la mejor novela extranjera en Francia- y La despedida (1975) -premio Mondello al mejor libro editado en Italia-. En 1981, el conjunto de su obra recibió el Commonwealth Award en Estados Unidos. En 1982 recibió el premio Europa-Literatura por el conjunto de su obra. En 1983 fue nombrado doctor honoris causa por la Universidad de Michigan, y en 1985 recibió el premio Jerusalén.

Su libro más vendido, La insoportable levedad del ser (1984), ha sido llevado al cine. Otras obras suyas son La inmortalidad (1990), La lentitud (1994) y los ensayos El arte de la novela (1961) y Los testamentos traicionados (1995). Su última novela, La identidad, fue publicada en francés en mayo de 1997.

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(1) Cesare Cavalleri. Letture 1967-1997. Edizioni Ares. Milán (1998). 620 págs.

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