·

La venganza de la Historia

publicado
DURACIÓN LECTURA: 16min.

Se cumplen 150 años del «Manifiesto comunista»
El Manifiesto comunista fue uno de los textos que más esperanzas y convulsiones provocó en el mundo moderno. Pero al cumplir su 150 aniversario, poco queda en pie de su proyecto revolucionario. Ni los más radicales antimarxistas pueden negar la radicalidad del intento de Marx, como él lo formuló en la última de las Tesis sobre Feuerbach: «Hasta ahora los filósofos han interpretado el mundo de diversas formas, pero de lo que se trata es de transformarlo».

Marx no fue un pensador mediocre, ni convencional. Apostó de forma fuerte por una reconstitución de lo humano, con la convicción de que había descubierto nada menos que un nuevo continente científico. Y está claro que su equivocación es, por eso mismo, una de las más trágicas de la historia del pensamiento.

Es difícil separar el marxismo de lo que fue después, del comunismo soviético principalmente. Pero, aun a costa de repetir lo obvio, Marx muere 34 años antes de que tenga lugar la Revolución de Octubre. Ni siquiera en los últimos años podía imaginar que su teoría y praxis inspiraría a un Lenin.

Si esto es verdad en 1883, fecha de su muerte, lo es más cuando redacta, con Engels, el Manifiesto comunista, en 1848. Por eso, hacer justicia a Marx es intentar verlo antes de que su filosofía se transformara en ideología del comunismo.

Leyes de la historia

Engels había firmado con Marx, en 1845, La sagrada familia, una dura crítica del idealismo de los hegelianos de izquierda, del tipo de Bruno Bauer. Juntos también escribieron, en 1845 y 1846, La ideología alemana, inédita hasta 1932, que contiene la más amplia exposición de lo más esencial del marxismo: la concepción materialista de la historia, según la cual las sociedades se han estructurado, en todos los tiempos, teniendo como base los intereses económicos de la clase dominante. Por la misma época polemiza con el más conocido socialista francés, Proudhon, y a la Filosofía de la miseria de éste, de 1846, contesta con Miseria de la filosofía, de 1847. El modo de razonar de Proudhon, escribe Marx, es el del pequeñoburgués, incapaz de dar con la leyes de la historia.

En junio de 1847 una sociedad secreta, la Liga de los Justos, integrada en su mayoría por inmigrantes y refugiados políticos alemanes, se reúne en Londres y decide elaborar un programa político. Invitan a Marx a que forme parte y él acepta con dos condiciones: cambiar el nombre de la sociedad por el de Liga Comunista y encargarse él de redactar el programa. Desde mitad de diciembre de 1847 hasta finales de enero de 1848, Marx y Engels trabajan en lo que sería el Manifiesto comunista (Das Kommunistische Manifest).

He aquí las principales ideas: la lucha de clases es el motor del desarrollo de las sociedades, y en la sociedad capitalista esa lucha se expresa en la oposición entre capitalistas y proletarios, que terminará inevitablemente con el triunfo de éstos y la abolición de las clases sociales (capítulo 1: «Burgueses y proletarios»). De ahí el programa de los comunistas: conquista del poder político, abolición de la propiedad privada de los medios de producción y del salario, y establecimiento de la propiedad colectiva. Este programa se complementa con diez medidas entre las que figuran la progresividad del impuesto, la abolición de la herencia y del trabajo infantil, la nacionalización del crédito y la gratuidad de la enseñanza (capítulo 2: «Proletarios y comunistas»).

Tras una crítica de las corrientes socialistas llamadas «feudal», «pequeñoburguesa», «alemana», «burguesa» y «crítico-utópica» (capítulo 3: «Literatura socialista y comunista»), el capítulo 4 y último ordena a los comunistas que apoyen todo «movimiento revolucionario contra el orden social y político existente» («Los comunistas y los partidos de oposición»). Marx desplegó en este texto su indudable capacidad literaria para formular frases apocalípticas y fácilmente convertibles en consignas: «Un espectro recorre Europa: el espectro comunista». «Los proletarios no tienen nada que perder, salvo sus cadenas». «Trabajadores del mundo, uníos».

El fracaso de la Modernidad

Marx se inscribía de ese modo en un movimiento intelectual que se había iniciado con la Modernidad, desde Descartes. Marx se veía en la estela de los cartesianos materialistas (Holbach, Lamettrie), pero corrigiendo su «vulgaridad» con el idealismo hegeliano, una vez que la dialéctica de Hegel fue «puesta sobre los pies» en lugar de andar por las nubes del Espíritu. Así, Marx era consciente de que todo el proyecto de la Modernidad, la autonomía completa del hombre, culminaba en él.

Un proyecto en verdad audaz y nuevo. Superar el individualismo, superar el materialismo vulgar, superar la limitada concepción democrática de la Revolución francesa. Y sobre todo eso, hacer una especie de injerto entre el materialismo y el idealismo: el sujeto de la Historia era el hombre colectivo, la esencia humana, una vez que se conoce que esa esencia no es más que el resultado de las condiciones materiales de la existencia.

La dialéctica histórica funcionaría por sí sola: la burguesía engendraría en su seno al proletariado, que la destruiría, dando paso a una sociedad sin clases.

En la época en la que redactaba el Manifiesto, Marx no dejó de señalar cuál sería el final: una sociedad sin Estado, sin división de trabajo, en la que a cada uno se le daría según sus necesidades.

Sencillamente, el proyecto era contradictorio. Si el comunismo era el estadio final, la concepción marxiana de la historia no era dialéctica, porque no se entendía cómo la dialéctica iba a pararse y el comunismo no iba a engendrar otro tipo de contradicción. Si el comunismo no era el estadio final, toda la argumentación se venía abajo.

Para muchos intelectuales de los siglos XIX y XX, el marxismo fue, prescindiendo de la realización soviética, el símbolo de la Modernidad. Sartre lo denominó, nada menos, que «la concepción insuperable de la Historia». Pero, como había ocurrido desde el principio, la Historia siguió sus propios derroteros, de los que nadie tiene la clave, y trajo consigo la superación de la concepción insuperable de la Historia. Sartre está hoy tan olvidado como Marx, si no más.

Marxismo y violencia

La violencia, recordó Marx, es la partera de la Historia. Pero cuando él se refería al triunfo del proletariado no pensaba en lo que iba a ocurrir en la historia cada vez que el marxismo fue empleado como ideología: que su triunfo se debía o a un golpe de Estado (el de Lenin) o a una guerra (en China, Vietnam, etcétera). Cuando el marxismo llegó al poder a través de las urnas (en el Frente Popular, en Francia, por ejemplo), fue con la ayuda de socialistas y con un programa que, aparte de no durar, renunciaba a casi todos los postulados básicos, como el de la abolición de la propiedad privada de los medios de producción.

De hecho, desde antes de la muerte de Marx los partidos socialdemócratas habían abandonado gran parte del radicalismo marxista. Y ahora, cuando se cumplen los 150 años del Manifiesto, los partidos socialdemócratas son una mezcla de socialismo genérico y neoliberalismo que hubiera provocado vómito en el autor de El Capital.

La era posmoderna

Uno de los síntomas del fracaso de la concepción decimonónica de la Modernidad fue esa especie de cansancio por las cosmovisiones o por las metahistorias que se advirtió ya en los años setenta, después del agotamiento de la revolución «mental» de los sesenta. Aquella humorada de «Dios ha muerto, Marx ha muerto y yo mismo no me encuentro tampoco demasiado bien». Típico de Woody Allen, quien en su última película, Desmontando a Harry, sentencia: «La frase más hermosa no es Te amo sino Es benigno.».

Es probable que en este cansancio haya influido, y bastante, el fracaso de la URSS, un fenómeno de tales y tantas dimensiones que se tardará decenios en digerirlo. La URSS era una potencia que invertía continua y cuantiosamente en propaganda del marxismo, aunque la realidad del marxismo de Marx había dejado de interesarle desde hacía tiempo. Esa inversión era, para intelectuales de diverso tipo, en Occidente, una oportunidad de relaciones, de viajes, de publicaciones y, en los mejores casos, de encontrar gente que, al fin y al cabo, estaban en la gran familia del «socialismo científico».

Si, por ejemplo, se repasa la lista de escritores e intelectuales a mediados de este siglo, la nómina de marxistas y «compañeros de viaje» es nutrida. De modo que cuando se inicia el cambio de mentalidad, hacia mitad de los años sesenta, gran parte de la cultura establecida, sobre todo en los países latinos, es de signo marxista.

Esto es lo que se viene abajo cuando el edificio soviético empieza a cuartearse. Como ha fracasado de forma estruendosa y al grito de ¡libertad! lo que se daba como el fundamento de cualquier liberación, incluso en la teología, en lugar de buscarse un fundamento filosófico más sólido del hombre y del mundo, se opta por una ontología mínima, una ética de mínimos y, en definitiva, una consagración del egoísmo. Como dice un anuncio publicitario de estos tiempos, sin reparo alguno: «Da satisfacción a la parte más egoísta de ti mismo». Algo inconcebible cuando existía como horizonte (muchas veces equivocadamente marxista) «la conciencia social».

Un materialismo cotidiano

Si se desease una afirmación central, básica y nuclear en el complejo sistema marxista, sería ésta: «El modo de producción de la vida material condiciona el carácter general de los procesos sociales, políticos y espirituales de la vida». Si esto se cumplía siempre, ya que era ciencia en el mismo sentido en que Darwin hizo ciencia (Marx deseó dedicar a Darwin El Capital), la forma de producción capitalista era un momento que daba origen a la intrínseca contradicción proletaria, y todo lo que sigue. Ya se sabe que la historia no fue por ahí.

Pero, curiosamente, la posmodernidad parece, en forma de calderilla, una confirmación de la influencia casi determinante, no ya de los modos de producción, sino de los modos de consumo. La afirmación quedaría así: «Las formas de consumo en la vida material condicionan el carácter general de los procesos sociales, políticos y espirituales de la vida». Pero esto, en lugar de dar origen a una revolución, trae consigo un comportamiento fragmentario e insensible hacia los planteamientos de tipo general.

En 1839, nueve años antes del Manifiesto, un pensador más sencillo, pero que se ha demostrado más lúcido, Alexis de Tocqueville, publicaba la segunda parte de La democracia en América. Pensó, y acertó, que los países occidentales irían en el futuro en esa misma dirección. A la vez, detectó unas tendencias en la cultura americana que, según lo anterior, serían las tendencias de la cultura occidental.

«El deseo de bienestar se manifiesta en ellos [en los pueblos democráticos] como una pasión tenaz, exclusiva, universal… Son cosas pequeñas a las que el corazón se apega a diario porque están cerca: acaban por ocultar al hombre el resto del mundo y, a veces, se colocan entre el hombre y Dios». Sigue: «En las sociedades democráticas, la sensualidad de la gente adquiere un aspecto moderado y tranquilo, al que se adapta todo el mundo. Resulta difícil escapar a la regla general, tanto en los vicios como en las virtudes. Ese deseo concreto que los hombres de los tiempos democráticos tienen de goces materiales no se opone naturalmente a la idea de orden; al contrario, necesita el orden para ser satisfecho». Esto explicaría el talante conservador -a la hora de defender los goces materiales- también de las izquierdas. Y se explicaría también la carencia de planteamientos generales, pues la atención prevalente al consumo tiene el poder de disgregar, de divertir, en el sentido de irse por caminos diversos. «Lo que más temo para las generaciones que vengan, escribía Tocqueville, no son las revoluciones. Si los ciudadanos continúan encerrándose más y más estrechamente en el círculo de sus pequeños intereses domésticos, agitándose en ellos sin tregua, se puede pensar que terminarán por ser como inaccesibles a esas grandes y poderosas emociones públicas que turban a los pueblos, pero que los desarrollan y los renuevan».

A 150 años del Manifiesto, los proletarios de todo el mundo no sólo no se han unido, sino que han desaparecido, al menos como término. Lo cual no significa que no existan los desgraciados de este mundo, los «condenados de la tierra», en terminología de Franz Fanon que a Sartre encantaba: simplemente son fragmentos de la historia y fuera ya de una única historia y una única revolución mundial.

Marx y la religión

Marx era también un producto de la Ilustración materialista en su actitud sobre la religión, que tomó de Feuerbach: «El hombre es para hombre el ser supremo». Era una actitud corriente en el siglo XIX que se prolonga en el XX. Para Durkheim, lo que la religión adora es la sociedad misma de los hombres. O, como decía también Feuerbach, «el secreto de la teología es la antropología». Freud entendía la religión como una ilusión. Marx, mucho antes, como el mundo imaginario que impide darse cuenta del mundo real, «el opio del pueblo».

Casi un siglo y medio después, cuando desde 1989 tiene lugar la revolución de la libertad en los países comunistas, se podía oír cómo «el marxismo es el opio del pueblo». La religión no sólo no ha desaparecido sino que, de forma no siempre clara y coherente, ha encontrado un afianzamiento insólito hace apenas cincuenta años. Una figura como la de Juan Pablo II es una referencia de libertad y de profundidad humana y espiritual. En su histórico viaje a Cuba, es él quien hace posible la liberación de presos políticos. No se descarta la visita del Papa a Rusia. El mismo Papa es también la voz más clara en contra de la guerra y de las injusticias sociales. Un cristianismo, además, que no se identifica, como en otros tiempos, con determinadas posturas políticas. No hay alianzas actuales entre el Trono y el Altar, a no ser en países islámicos y en algunos de confesión cristiana ortodoxa (la misma Rusia, Grecia, algunos países balcánicos).

Si se puede extraer una lección histórica de los 150 años transcurridos desde el Manifiesto comunista, es precisamente la transitoriedad de las ideologías. Los horizontes mentales, los paradigmas teóricos, las filosofías que pueden en algún momento parecer definitivas son episodios de algo mucho más complejo e inabarcable: la historia humana, que sigue estando en manos de la libertad.

El libro negro del comunismoEn 1997, al cumplirse 70 años de la revolución soviética, doce historiadores franceses publicaron Le livre noir du communisme (Ed. Robert Laffont). Son 846 páginas en las que se intenta hacer balance de los millones de víctimas provocadas por el comunismo en todo el mundo (cfr. servicio 172/97). A pesar de que los crímenes son innegables, el libro ha suscitado todavía ásperas discusiones. Con motivo de su traducción al italiano, el coordinador del libro, Stéphane Courtois, ha hecho unas declaraciones al diario Avvenire (1-II-98).

Algunos critican que en el libro se considere al comunismo como un sistema mundial, cuando habría que distinguir las diferentes situaciones según los países. Courtois, en cambio, piensa que, entre los diversos regímenes y partidos comunistas, «se puede constatar una formidable continuidad: una unidad de ideología, de or-ganización del partido, de manera de gobernar. Era un sistema mundial y no por casualidad, ya que así había sido pensado. En otro campo, a nadie se le ocurriría decir que hay católicos en Italia y católicos en Argentina, pero que no tienen nada que ver los unos con los otros porque Italia no es Argentina. A su modo, la Iglesia católica es un sistema mundial, pensado para serlo. No veo cómo se puede negarlo en el caso del comunismo: tenemos todos los elementos necesarios para decirlo, aunque sólo fuese por la creación de la Internacional comunista».

Otros dicen que no se puede hacer la historia con una especie de contabilidad de las víctimas. En tal caso, habría que contar también las víctimas del capitalismo y del colonialismo real. Courtois responde: «Una de las bases del trabajo histórico es establecer los hechos. Por lo tanto, el número de las víctimas es muy importante. En la historia del nazismo y del genocidio de los judíos la discusión sobre el número de víctimas dura desde hace cincuenta años y se considera esencial. Incluso un niño comprende que si Hitler hubiera matado a cincuenta mil judíos en vez de a cinco millones la cuestión sería distinta». En cuanto a las víctimas del capitalismo, «cayeron en gran parte en el momento de la creación del sistema industrial, muertas en accidentes de trabajo, por malos sistemas sanitarios, por fatiga, por malnutrición. Pero en el capitalismo no ha habido nunca hambrunas provocadas por la política del gobierno». En la Rusia de los zares la última carestía tuvo lugar en la década de 1880 y fue provocada por las malas condiciones climáticas. El gobierno pidió ayuda internacional y hubo un gran movimiento de solidaridad. «En cambio, los regímenes comunistas mantuvieron en secreto las hambrunas y dejaron morir a la gente. En el capitalismo nunca ha sucedido lo que ocurrió en la URSS en 1937-1938, cuando 700.000 personas fueron fusiladas según listas con el visto bueno del jefe del Estado. Seamos serios: hay que mirar no los episodios sino la continuidad de la historia. Y la continuidad de la historia del comunismo es el terror como método de gobierno».

Courtois subraya que el olvido del mandamiento «no matarás» hace que la revolución se convierta en una fuerza inhumana. El atenerse a unos mandamientos que son también grandes valores humanos ha hecho que la Iglesia haya sido «una gran fuerza progresista». «Sé que no les gusta a muchos de mis amigos de izquierda, pero una de las personas que antes y con más claridad condenó el doble totalitarismo nazi y comunista fue Pío XI en 1937, con las dos encíclicas, Mit brennender Sorge y Divini Redemptoris, que pueden ser leídas todavía hoy y que conservan toda su fuerza. Esto obliga a la gente de izquierda a reflexionar sobre la moral. Y no la de la historia o la del proletariado: no hay quince o veinte morales, hay una sola, y cuando se abandona, se va hacia la catástrofe».

En cuanto a la relación entre Marx y Lenin, Courtois advierte que «lo que dice Lenin figura ya en la obra de Marx: la lucha de clases, las leyes de la historia, la burguesía como clase condenada, el proletariado como clase del porvenir… Pero Marx hace filosofía, crítica social. (…) Lenin, que tomó los elementos de Marx, dijo: ahora, hagámoslo».

Rafael Gómez Pérez

Contenido exclusivo para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.

Funcionalidad exclusiva para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta para poder comentar. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.