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El derribo del universo fortuito

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Según Patrick Glynn, del American Enterprise Institute, la ciencia de hoy no abona el ateísmo, sino más bien lo contrario, al ganar aceptación el «principio antrópico». El artículo original (National Review, Nueva York, 6-V-1996) es extenso y examina las críticas a ese principio; aquí sólo traducimos fragmentos en que se expone el estado de la cuestión y las conclusiones.

Hemos prestado mucha atención a los importantes cambios políticos e ideológicos de este fin de siglo; en cambio, nos ha pasado por alto una silenciosa revolución científica de consecuencias mucho más radicales para la concepción moderna del mundo. Está en juego aquí la premisa central de los grandes credos ateos modernos, ya se trate del comunismo, del fascismo, del existencialismo, del positivismo o incluso del freudismo. Todas estas doctrinas parten de la llamada «muerte de Dios». Más concretamente, todas se basan en la convicción -antes tenida por científicamente probada- de que la vida humana surgió por casualidad. Con independencia de las notables divergencias entre ellas, en esencia todas respondían a la idea moderna del «universo fortuito», o la desarrollaban. El derribo del «universo fortuito» a manos de la ciencia contemporánea es la gran revolución inadvertida del pensamiento de este fin de siglo.

(…) En el centro filosófico de esta revolución está el llamado «principio antrópico» (…). Este principio se apoya en una serie de observaciones técnicas sobre la evolución del universo después del Big Bang. Pero la conclusión a la que lleva es que la existencia de la vida humana, lejos de ser un «accidente», es algo para lo que el universo entero parece haber sido cuidadosamente ajustado desde el principio.

El primero en formular este principio fue el cosmólogo Brandon Carter, en una hoy célebre conferencia de 1974 ante la Unión Astronómica Internacional. Carter llamó la atención sobre lo que llamaba un conjunto de asombrosas «coincidencias» en las constantes universales, como la constante de Planck o la constante gravitatoria. Resulta que una variación infinitesimal en el valor de cualquiera de esas constantes habría conducido a un universo muy distinto del nuestro, y radicalmente inhóspito para la vida.

Después de Carter se ha ampliado notablemente la lista de tales «coincidencias» o «felices casualidades»: las masas relativas de las partículas subatómicas; la concreta velocidad de expansión del universo en las primeras fracciones de segundo después del Big Bang; las concretas magnitudes de las fuerzas débil y fuerte en el núcleo atómico, y de la fuerza electromagnética… Hoy los científicos comprenden que una minúscula alteración de estas magnitudes y relaciones, o de otras varias (en muchos casos bastaría con que fuera de una millonésima), habría hecho descarrilar la serie de acontecimientos que siguió al inicio del universo. Según cómo se juegue con esas magnitudes, se puede llegar a un universo sin estrellas o a ningún «universo» en absoluto. E incluso la menor variación de una sola de esas magnitudes, según la mayoría de los científicos actuales, habría hecho imposible que surgiera la vida.

(…) El principio antrópico invirtió la largamente aceptada interpretación de las dos revoluciones [copernicana y darwiniana], pues sugería que la humanidad, o al menos la vida, lejos de ser un curioso hecho secundario o accidente, parece ser el fin para el que el universo entero fue minuciosamente planeado, el centro lógico en función del cual se dispuso exquisita y rigurosamente una serie de magnitudes y relaciones físicas.

Digo «parece ser» a sabiendas. Evidentemente, sería temerario y lógicamente injustificable sostener que el principio antrópico constituye una prueba de la existencia de Dios. (…) Pero las investigaciones de la ciencia natural siempre han sugerido conjeturas sobre lo que podría haber más allá o por encima de ellas. Tales conjeturas han configurado poderosamente el pensamiento y la acción del hombre, inspirado enteros movimientos filosóficos y a veces aun influido en la vida de naciones enteras. La teoría de Darwin inspiró poderosamente una conjetura, la del ateísmo y del universo fortuito; la cosmología moderna y el principio antrópico parecen sugerir otra muy distinta. Lo menos que podemos decir es que la moderna conjetura atea -que pronto llegó a ser la conclusión y el dogma de la era moderna, la base de una serie de credos de este siglo, desde el comunismo al existencialismo o al positivismo lógico- era injustificada y precipitada.

(…) La reacción del establishment científico y filosófico a las objeciones que plantea la revolución antrópica ha sido curiosamente mezquina y sofística: una especie de escándalo intelectual. Una y otra vez, los científicos de ese ámbito han buscado cómo descartar esta nueva forma de entender el universo, en ocasiones con los argumentos más retorcidos y ridículos, y sus compañeros filósofos (…) casi unánimemente no la han tenido en cuenta.

(…) Después de adoctrinar a generaciones de estudiantes con el mito de las dos revoluciones (…), cabría esperar que la comunidad científica se detuviese a considerar con diligencia si la sencilla observación de Carter no daba al través con tales ideas. Pero la adhesión a priori al concepto ateo del universo fortuito ha mostrado ser tan fuerte en nuestra época, que ha movido a muchos científicos a correr en busca de argumentos lógicos, y a veces ilógicos, con que desechar el alud de indicios que amenaza refutarlo.

(…) El principio antrópico no dirime la cuestión: no es una prueba de la existencia de Dios. Pero mueve la balanza de las conjeturas: cambia de lado la carga de la prueba. (…) Aun si se tomara el principio antrópico como una ratificación definitiva del «argumento del orden» sobre la existencia de Dios, no por ello quedaría agotada la «cuestión de Dios». Argumentar que existe una inteligencia ordenadora detrás, por encima o dentro del universo no es lo mismo que sostener que existe un Dios providente y personal. Remedando a Pascal: el Dios del principio antrópico no es aún el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Quedan otras cuestiones espinosas -de las que la más obvia es quizá el problema del mal- que teólogos y filósofos han de resolver. Pero si el principio antrópico hubiese formado parte de la concepción científica y filosófica del mundo en el siglo XIX, el debate filosófico del siglo XX podría haber tenido un punto de partida muy distinto. Desde luego, hoy debería tenerlo.

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