Vencer al mal con el bien

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La cosmovisión de Juan Pablo II en su último libro «Memoria e identidad»
En «Memoria e identidad» (1) -el cuarto de los libros de corte marcadamente personales publicados por Juan Pablo II-, el Papa ofrece una reflexión incisiva sobre el problema del mal y el ejercicio de la libertad. Al final de su vida, Juan Pablo II une su experiencia y su formación intelectual para volver a pensar los conceptos de patria y de Europa, las posibilidades y riesgos de las democracias contemporáneas. Una visión atenta a las luces y sombras de la modernidad.

Como se explica en el prólogo, el libro es fruto de unas conversaciones mantenidas en 1993, en Castel Gandolfo, con dos filósofos polacos: Jozef Tischner y Krzysztof Michalski. En realidad esos dos interlocutores no aparecen en la obra, que recoge -en forma de entrevista- sólo las reflexiones que esas conversaciones suscitaron en el Romano Pontífice. Un análisis de su contenido permite dividir la obra en dos partes: una primera, más teorética, formada por los 10 primeros apartados, y una segunda, hasta llegar al 25, más directamente referida al acontecer histórico concreto.

En el principio está el bien

El libro puede incluirse dentro del género al que cabe calificar como «teología de la historia», con tal de que se precise el alcance de esa expresión. Las consideraciones que desarrolla Juan Pablo II no aspiran, en efecto, en ningún momento a determinar el lugar que los acontecimientos ocupan en el contexto del plan divino de salvación, intentando descifrar de algún modo los caminos de la providencia. Sino más bien a reflexionar desde la perspectiva de la fe sobre esos acontecimientos con el deseo de percibir sus dimensiones y raíces y, en consecuencia, esbozar las lecciones que de ellos derivan y la respuesta a la que invitan. En pocas palabras, su estilo intelectual y su modo de proceder están mucho más cerca de San Agustín y su «De civitate Dei» que de Bossuet y sus «Meditaciones sobre la historia universal».

Se trata, en suma, como expresa el título, de hacer memoria de la historia vivida y de meditar sobre ella a la luz de la propia experiencia iluminada por la fe, para tomar conciencia de la personal identidad.

Las dos partes en que puede considerarse dividido el libro, corresponden a las dos grandes cuestiones de las que Juan Pablo II se ocupa: la coexistencia en la historia del bien y el mal y los avatares de la historia europea, con singular atención a la crisis contemporánea.

Para afrontar la cuestión de la coexistencia del bien y el mal, Juan Pablo II acude al principio que fuera ya formulado por San Agustín de Hipona y posteriormente desarrollado por Santo Tomás de Aquino, a quien cita expresamente. Es decir, la primacía no sólo ontológica sino cronológica del bien. El bien se sitúa al comienzo. En el inicio del acontecer y de la historia está el bien, que Dios busca y promueve. El mal surge como rechazo por parte del hombre de la iniciativa divina.

Dios pone límites al mal

Aun en ese caso, advierte el Romano Pontífice, el mal -ciertamente real y activo- no consigue dominar del todo la escena. El bien sigue presente. Y lo sigue porque Dios -llegamos así a una de las expresiones más características de la reflexión que nos ofrece Juan Pablo II en esta obra- «ha impuesto límites al mal». Dios permite el mal, porque respeta la libertad humana -también la libertad de apartarse de su ley y de sus designios-, pero no permite que triunfe por entero.

¿Cuáles son esos «límites» que Dios ha impuesto al mal? Pueden reducirse a dos, que hunden sus raíces en dos de los dogmas cristianos fundamentales: la creación y la redención. La creación, de la que deriva que la realidad, salida toda ella de las manos de Dios, sea radicalmente buena. El pecado humano puede dañarla, pero no corromperla por entero. En la mente y el corazón humano permanecen siempre, aunque en ocasiones velados y obscurecidos por el propio pecado o por ideologías destructoras, una capacidad de verdad y de bien que en todo momento pueden aflorar.

La redención, en segundo lugar -y, podríamos añadir, sobre todo-, es decir, el hecho de que Dios, haciéndose presente en su Hijo en el seno de la historia humana -y ello hasta el extremo de que ese Hijo asumiendo la muerte, signo supremo de la realidad del pecado-, haya vencido al pecado, y otorgado una nueva y más potente capacidad de bien. Y con ella la capacidad de perdonar, e incluso otra capacidad igual o quizás más importante: la de la compasión y la misericordia; actitudes de las que, como es bien sabido, Juan Pablo II ha hablado ampliamente, y de las que habla de nuevo, también ampliamente, en las conversaciones recogidas en este libro.

Las consecuencias del poder sin límites

Con esas reflexiones filosófico-teológicas se entremezclan, a lo largo de los primeros apartados (los nn. 1 a 10) del diálogo desarrollado por el Romano Pontífice con sus interlocutores en Castel Gandolfo, con las consideraciones sobre la crisis de Europa. Esas consideraciones conducen, por lo demás, a una conclusión neta: la crisis proviene de un apartamiento del bien. Concretamente a esa revolución intelectual que tuvo lugar con el racionalismo y adquirió forma socio-cultural con la ilustración. A través de ese periplo cultural la intelectualidad europea -parte importante de la intelectualidad europea- puso en duda esa apertura de la mente humana al ser de las cosas que había afirmado decididamente y sin ambages toda la tradición filosófica, para postular la primacía del pensar sobre el ser.

Desde ese momento, el hombre quedaba encerrado en el interior de su propias construcciones, y el «límite impuesto por Dios al mal» gracias a la apertura de la mente a la verdad y el bien, tendía a desdibujarse e incluso a desaparecer. De ahí la aparición de ideologías y sistemas totalitarios -expresión clara de un poder que no reconoce límites-, con toda la secuela de violencias, dramas y tragedias que los han seguido.

Juan Pablo II remite, en ese contexto, al nazismo y al comunismo, de los que habla evocando no sólo sus conocimientos teoréticos sino también sus duras experiencias personales. Pero a la vez lanza una advertencia: no basta con haber vencido histórica a los sistemas totalitarios, ya que, si no se llega hasta la raíz, se replantea el problema de modo inevitable, aunque sea con formas nuevas y en apariencia menos violentas. Baste pensar en la difusión de un consumismo egoísta y, aún con más claridad, en el relativismo y en la consiguiente tendencia a cerrar todo camino a la verdad. Sólo en el reconocimiento de la orientación al bien -y en ese sentido de la existencia de un límites a la tendencias egocéntricas-, puede el hombre aspirar a realizar una sociedad y un vivir auténticamente humanos. Dicho con otras palabras, la libertad es no sólo don, sino también, e inseparablemente, tarea; una tarea que ha de estar inspirada por el amor, por el perdón y la misericordia.

Historia de Polonia y de Europa

Con esas consideraciones se cierra la que hemos calificado como primera parte de la obra (la que abarca los apartados 1 a 10, de signo teorético), para dar paso a la segunda, más vinculada al entramado concreto de la historia. De hecho consiste, en gran parte, en una reflexión sobre la historia de Polonia y la de Europa.

Ese cambio de nivel y de perspectiva trae consigo un cambio en el lenguaje, que no sólo se hace más concreto -las referencias a situaciones y avatares históricos son numerosas y detenidas-, sino también abierto a conceptos nuevos: pueblo, patria, nación, cultura… En varios momentos, Juan Pablo II estructura sus reflexiones acudiendo a un procedimiento sin duda alguna singular, pero connatural a su vida y a su persona: poner en relación las narraciones de la historia moderna o las consideraciones de filosofía social que va esbozando, con pasajes de la Sagrada Escritura y, especialmente, con episodios de la historia de Israel. Esa metodología tiene, ciertamente, el riesgo de un cierto concordismo, pero, tal y como está empleada y aplicada, conduce a una clara ampliación de horizontes y a precisiones intelectuales muy significativas.

Valga como ejemplo la valoración de la patria. Juan Pablo II es, sin duda alguna, un gran polaco, también de temperamento y de corazón. Para él pensar en Polonia es pensar en la nación en la que vio la vida y de cuya historia y de cuyas tradiciones se nutrió su personalidad. La patria implica todo eso: se relaciona con la realidad del padre -así como, advertirá enseguida, también con la de la madre- y se identifica en cierto sentido con el patrimonio, es decir «con el conjunto de bienes que hemos recibido en herencia de nuestros antepasados». Al desarrollar esa idea vienen enseguida a su memoria los nombres de los grandes escritores y artistas que constituyeron la honra de Polonia durante el siglo XIX, y con ellos el pensamiento romántico, decisivo en orden a la reflexión sobre los concepto de patria y de nación.

Patria y universalidad

Sin solución de continuidad, la memoria salta al Evangelio, a los lugares en que Jesús se dirigió a Dios llamándole Padre y en los que nos invita a llamarle también Padre. Todo ello, comenta, «ha conferido un significado nuevo al concepto de patria». Para un cristiano la referencia a la patria, sin perder ninguna de sus connotaciones históricas, se abre a un horizonte más amplio: a la patria celeste, hacia la que se encaminan, y desde la que adquieren valor, todas las patrias y todas las culturas.

Hablar de «raíces cristianas» de la cultura polaca -y lo mismo vale respecto de la cultura europea o de cualquier otra- no es, por eso, sólo remitir a las raíces históricas de una determinada cultura, sino también, e inseparablemente, al conjunto de su historia y a cómo, en ella, se han ido entremezclando cultura y fe, héroes y santos, grandezas humanas y grandezas divinas. No hay, pues, en la expresión «raíces cristianas» ninguna añoranza del pasado. Como tampoco hay en el amor cristiano a la propia patria y a la propia nación, ningún atisbo de nacionalismo estrecho. A lo que, en Juan Pablo II, conduce la interacción entre las consideraciones filosófico-sociales y las evangélicas es a lo que cabe calificar como un multiculturalismo abierto y dialógico, en el que las diversas culturas y las diversas naciones o patrias no se consideran meramente yuxtapuestas las unas a las otras, sino llamadas a entrar en diálogo, reconociendo sus respectivos valores y potenciándose así las unas a las otras.

Apenas iniciado el capítulo dedicado a «Pensar Europa», Juan Pablo II consigna un vocablo preñado de sentido: evangelización. La palabra no está escrita ingenuamente: si resulta oportuno comenzar hablando de evangelización «quizá la razón está simplemente en el hecho de que ha sido la evangelización la que ha formado Europa». Ciertamente Europa presupone no sólo el cristianismo, sino también otras muchas realidades, en primer lugar la civilización grecorromana, pero también el genio germánico, las tradiciones sajonas y celtas, los pueblos fineses y eslavos, pero todas esas realidades -y otras que se podrían añadir- fueron aglutinadas, dando lugar a una realidad trabada con lazos íntimos, gracias al cristianismo. Fue la evangelización, procediendo desde Oriente y desde Occidente -los «dos pulmones»-, lo que hizo que Europa dejara de ser un término meramente geográfico, para adquirir unidad y, con ella, una personalidad y un valor culturales.

Luces y sombras de la Ilustración

Esa unidad que ha sido -y es- Europa, ha conocido escisiones y rupturas. Ninguna, sin embargo, de la gravedad que implica la Ilustración, que aspira, de forma programática, a romper la conexión de Europa con sus orígenes y con sus raíces espirituales. Pero Juan Pablo II no se deja llevar -su mismo modo de concebir la historia como realidad que connota en todo momento la presencia del bien se lo impide- por una visión maniquea.

La Ilustración no ha traído consigo sólo negatividad y drama, sino también frutos positivos: la proclamación de los ideales de libertad, igualdad y fraternidad; la afirmación de los derechos de los individuos y de los pueblos; la preocupación por la justicia social; la universalización de las relaciones humanas; la democracia…

En suma, todo un conjunto de valores a los que el hombre de nuestros días no debe renunciar, aunque debe reconocer el riesgo de escepticismo -más aún de nihilismo- que lastra el pensamiento postilustrado poniendo en peligro todo lo ya conseguido; así como la deuda que todos esos valores tienen, por una u otra vía, con el cristianismo, y la fuerza que, también por una u otra vía, el cristianismo aporta a su pervivencia y a su efectiva y concreta realización. En el epílogo se reproduce una conversación entre Juan Pablo II y su secretario, Mons., Stanislaw Dziwisz, sobre el atentado sufrido por el Papa el 13 de mayo de 1981. Pero no es un simple añadido. Ciertamente el estilo de esas páginas es muy distinto del que configura el resto de la obra, pero en ellas están presentes, con el tono propio de quienes hablan reviviendo acontecimientos personal e íntimamente vividos, muchos de los temas que vertebran el libro.

José Luis Illanes____________________(1) Juan Pablo II. «Memoria e identidad». La Esfera de los Libros. Madrid (2005) 234 págs. 18 €. Traducción: Bogdan Piotrowski.José Luis Illanes es profesor de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra.Párrafos seleccionados— La religión en la vida pública. «Hoy existen partidos que, si bien son de talante democrático, demuestran una creciente propensión a interpretar el principio de separación de la Iglesia y del Estado según el criterio que era propio de los gobiernos comunistas. Naturalmente, ahora las sociedades disponen de medios adecuados de autodefensa. Pero hace falta ponerlos en práctica. Precisamente, en este punto, preocupa una cierta pasividad que se nota en la postura de los ciudadanos creyentes. Se tiene la impresión de que en otras épocas había una sensibilidad más viva respecto a sus propios derechos en el campo religioso y, por tanto, era más ágil su reacción para defenderlos con los medios democráticos disponibles. Hoy todo esto parece en cierto modo atenuado, e incluso paralizado, por una insuficiente preparación de las élites políticas».— Decisiones injustas de parlamentos democráticos. «Se mantiene aún la destrucción legal de vidas humanas concebidas, antes de su nacimiento. Y en este caso se trata de un exterminio decidido incluso por parlamentos elegidos democráticamente, en los cuales se invoca el progreso civil de la sociedad y de la humanidad entera. Tampoco faltan otras graves formas de infringir la ley de Dios. Pienso, por ejemplo, en las fuertes presiones del Parlamento Europeo para que se reconozcan las uniones homosexuales como si fueran otra forma de familia, que tendrían también derecho a la adopción. ¿Por qué ocurre todo esto? (…) Porque se rechazó a Dios como Creador y, por ende, como fundamento para determinar lo que es bueno o malo. Se rehusó la noción de lo que, de la manera más profunda, nos constituye en seres humanos, es decir, el concepto de naturaleza humana como ‘dato real’, poniendo en su lugar un ‘producto del pensamiento’, libremente formado y que cambia libremente según las circunstancias».— El mal y la esperanza del bien. «El creyente sabe que la presencia del mal está siempre acompañada por la presencia del bien, de la gracia. (…) La Redención continúa. Donde crece el mal, crece también la esperanza del bien. En nuestros tiempos, el mal ha crecido desmesuradamente, sirviéndose de los sistemas perversos que han practicado a gran escala la violencia y la prepotencia. (…) Pero al mismo tiempo, la gracia de Dios se ha manifestado con riqueza sobreabundante».

«No existe mal del que Dios no pueda obtener un bien más grande. (…) La pasión de Cristo en la cruz ha dado un sentido totalmente nuevo al sufrimiento y lo ha transformado desde dentro (…) Ha introducido en la historia humana, que es una historia de pecado, el sufrimiento sin culpa, el sufrimiento afrontado exclusivamente por amor. (…) Es el sufrimiento que destruye y consume el mal con el fuego del amor, y aprovecha incluso el pecado para múltiples brotes de bien. (..) En el amor, que tiene su fuente en el Corazón de Jesús, está la esperanza del futuro del mundo».

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