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¿Una ciencia de la felicidad?

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El economista Richard Layard asegura que aunque en el último medio siglo los hombres hemos doblado nuestros ingresos económicos, todas las encuestas muestran que no somos más felices que nuestros predecesores. Pero ahora tenemos más medios para saber lo que proporciona felicidad a la gente. Por eso hace falta una nueva ciencia, que expone en su libro Happiness (1), cuyo objetivo sea la consecución de la felicidad, y esta ciencia debe orientar tanto a economistas como a políticos.

Richard Layard, profesor emérito de la London School of Economics y miembro de la Cámara de los Lores, es un economista conocido sobre todo por sus trabajos sobre el desempleo y la desigualdad. En este libro sobre la felicidad trasciende el enfoque económico para traer a colación aportaciones de otras áreas, como la psicología, las neurociencias, la sociología y la filosofía.

La felicidad reducida al gozo

El autor identifica dos elementos que influyen en la psicología humana, provocando infelicidad independientemente del nivel de ingresos económicos. El primero es el acostumbramiento, de modo que, cuantas más cosas tenemos, menos nos satisfacen proporcionalmente. El segundo es el descontento que nos provoca la comparación con otros -la envidia-, pues a pesar de que aumenten nuestros ingresos, si comparativamente lo hacen menos que los de otro compañero, el grado de felicidad que ese dinero puede proporcionar es menor que en el caso inverso.

Layard basa su planteamiento en la filosofía de Jeremy Bentham, según la cual el objetivo de la política debe ser lograr el máximo bienestar para el mayor número de personas. Ni siquiera acepta Layard la crítica que hacía a Bentham el utilitarista John Stuart Mill, quien hablaba de formas inferiores y superiores de felicidad. Para Layard, como para Bentham, la felicidad se identifica con el gozo, el sentirse bien. Tal felicidad-gozo es un subproducto del auténtico bien moral, y por eso fracasan quienes procuran buscarla directamente: las personas que se ocupan de otros son, según las encuestas de cuyos resultados está lleno el libro, más felices que las que sólo se ocupan de sí mismas.

El autor rechaza la crítica del consecuencialismo, según el cual el principio benthamiano de la mayor felicidad (o felicidad del mayor número) ignora la naturaleza de las acciones humanas. Por el sentido práctico característico de los británicos, o si se prefiere por sus presupuestos positivistas, Layard no quiere ir más allá del preguntar a la gente si se siente bien y por qué, convirtiendo en dogma los resultados de las encuestas. Asegura que ir más allá equivale a decidir qué es bueno para otros.

Su punto de vista psicologista lleva a Layard a rechazar el mecanicismo consecuencialista que suma y resta el bien y el mal: no todo pesa igual, y en concreto no se puede hacer el mal para producir un bien mayor. Esto, que bien entendido es un principio moral correcto, sometido a la identificación benthamiana entre mal y sufrimiento, lleva a no justificar una medida (económica o política) que daña a algunas personas sólo porque beneficie a más. La prioridad de las políticas (económicas en particular) no es generar una felicidad suma sino reducir el sufrimiento. Entre otras cosas, porque la miseria que se ha de eliminar es más fácil de descubrir que una mayor felicidad hipotética. Permanece, sin embargo, como principio fundamental el de valorar por igual la felicidad de cada uno.

Sentimientos y poder adquisitivo

«La economía identifica los cambios en la felicidad de una sociedad con los cambios de su poder adquisitivo. Nunca he aceptado este punto de vista, y la historia de los últimos cincuenta años lo ha refutado». Layard afirma que la teoría económica nació en una época en que no se podía conocer cómo se siente la gente, y por eso se limitó a analizar «cómo se comporta». El tiempo ha terminado con esa limitación, pero la teoría económica sigue afirmando que los sentimientos son irrelevantes, o, dicho en lenguaje llano, que el dinero da la felicidad.

En concreto, la teoría económica no puede explicar por qué en determinadas circunstancias la gente acepta ciertos riesgos, y tampoco por qué busca seguridad. Layard cita casos en los que el dinero no suponía un incentivo, sino lo contrario, frente a determinados trabajos o riesgos.

Proporcionar seguridad es un elemento esencial en cinco de las siete «fuentes de felicidad» más citadas en las encuestas: los ingresos, el trabajo, la familia, la comunidad (amigos) y la salud. Sólo la «libertad personal» y los «valores personales» -los componentes de la felicidad menos apreciados por la gente- no proporcionan directamente seguridad, según Layard. El libre mercado no debería ser el último reducto de la selva darwinista: la gente no desea competir a toda costa, sino ser feliz y, para ello, colaborar, entre otras cosas porque lo primero que se pierde con la guerra (con la competencia despiadada) es la seguridad.

¿Qué hacer?

Las medidas que sugiere Layard son proporcionadas al fin que se propone: una felicidad reducida al mero «sentirse bien». Así, por ejemplo, el autor considera que se debería emplear mucho mayor presupuesto en combatir las enfermedades mentales, responsables de la cuarta parte de las bajas laborales permanentes y de las muertes prematuras. En lo que respecta a las relaciones de amistad, Layard piensa que las empresas deberían evitar la movilidad laboral innecesaria, que es fuente de desarraigo.

Del mismo modo, para fortalecer a las familias, deberían fomentarse las clases en las que se enseña a los padres no tanto a educar, sino concretamente a cuidar a sus hijos. Y para apoyar este cuidado-atención, debería evitarse todo cuanto suponga presión para que madres y padres trabajen más de la cuenta en lugar de cuidar a sus hijos.

A veces, para fomentar la salud mental -y el bienestar en general- basta con desarrollar la «visión positiva» con un cursillo de meditación: simplemente con dar tiempo (y algo de método) para que la gente piense, muchos descubrirán, dice Layard, que podemos entrenar nuestros sentimientos y que no somos esclavos ni de las circunstancias ni del pasado.

No es el dinero sino el matrimonio lo que, empíricamente, proporciona mayor felicidad a las personas. Si en toda sociedad los casados se sienten más felices que los solteros, hay un grupo de personas que, indefectiblemente, reconocen ser los más desgraciados: los divorciados. También la religión y su práctica aparece siempre como elemento que aumenta la felicidad. Por eso Layard, en un tono sincrético, alaba tanto las técnicas psicológicas del budismo como el islam y el cristianismo por añadir la creencia en Dios.

Políticas pro felicidad

La felicidad es una experiencia objetiva y no una quimera. Por tanto, para Layard, debe ser un objetivo programático: hay que fomentar las relaciones sociales, la confianza, la estabilidad.

El autor propone nueve puntos para «tomarse la felicidad en serio»:

  1. —analizar la evolución de la felicidad con el mismo empeño con que se analiza la evolución de la renta;
  2. —evitar el exceso de competitividad y de movilidad laborales;
  3. —dedicar más ayudas a los países pobres;
  4. —invertir mucho más en psiquiatría, habida cuenta de que las enfermedades mentales son la mayor causa de miseria en el mundo occidental;
  5. —favorecer la vida de familia y para ello la flexibilidad de horarios laborales;
  6. —subsidiar las actividades que promocionan la vida social;
  7. —luchar contra el paro;
  8. —combatir la «escalada de deseos» controlando en particular la publicidad (y a ser posible, como en Suecia, prohibir toda publicidad dirigida a niños menores de 12 años);
  9. —mejorar sobre todo la educación moral: «los principios morales deben ser considerados verdades establecidas, que dan sentido a la vida, y hay que enseñar la práctica sistemática de la empatía y del deseo de servir a los demás».

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(1) Richard Layard. Happiness. Lessons from a New Science. Allen Lane-Penguin, EE.UU-Reino Unido, 2005, 310 págs.

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