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Un rey divorciado, futura cabeza de la Iglesia de Inglaterra

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Londres. El 28 de febrero, la Princesa de Gales anunció que finalmente había accedido a divorciarse de Carlos, el heredero del trono británico. Diana conservará su título pero renunciará al tratamiento de Alteza Real. Naturalmente, seguirá siendo la madre del sucesor de Carlos, y está decidida a continuar con su labor de «embajadora de buena voluntad».

Y mientras sus dos hijos o los niños que visita son tema para buenos reportajes de interés humano en los medios de comunicación, pocos parecen tener realmente en cuenta la felicidad personal de sus hijos. Esto no es más que un síntoma de la preocupación británica por los arreglos meramente superficiales. A la que ni siquiera son inmunes miembros destacados de la Iglesia anglicana. Así, Richard Harries, obispo de Oxford, ha declarado a propósito del divorcio de los príncipes: «Para mí es un alivio. Es una salida más honrada que ayuda a aclarar las cosas. Aunque es triste, es mejor que la situación anterior».

Carlos no ha podido mantener sus aventuras fuera del conocimiento público, y hace dos años algunos miembros de la jerarquía anglicana se planteaban si en su día se podría permitir hacer el juramento real y convertirse en soberano a un hombre que es infiel a su mujer (ver servicio 175/93). Se trata de compromisos solemnes de guardar la fe y la moral cristianas, en consonancia con la posición del monarca como cabeza de la Iglesia anglicana.

El clima del país ha cambiado mucho en tan poco tiempo. Ahora es Diana quien está bajo los focos: gracias a una aplaudida entrevista en la BBC y un agotador programa de intervenciones en actos benéficos, ha retenido el encanto, si no la imagen de inocencia, de su época de recién casada. Su decisión de ceder a las presiones para que se divorciara se presenta como la solución de una prolongada tensión ansiosamente seguida por el público y el establishment británicos. «Ahora el país puede descansar tranquilo», decía un editorial del Times.

Y la aptitud de Carlos para ocupar el trono ya no parece preocupar. «El verdadero problema no es el divorcio, sino un segundo matrimonio después del divorcio», dice el obispo de Oxford. Carlos ha dejado claro que no piensa volver a casarse. Curiosamente, sus relaciones extraconyugales con otras mujeres suscitan menos indignación que todo el asunto del divorcio. Así ocurre con la prensa sensacionalista, siempre dispuesta a pagar generosamente a los paparazzi por exclusivas sobre las queridas reales; y la prensa sensacionalista conoce a su público.

El arzobispo de Canterbury, George Carey, es conocido por su tendencia a hacer componendas en pro de una imagen «amable y comprensiva», una especie de cristianismo vago pensado, al parecer, para que cualquiera se sienta acogido en la Iglesia anglicana. Un portavoz del arzobispo de Canterbury dijo que el Dr. Carey «espera y cree que esto beneficiará a todos los interesados», aunque no mencionó a los dos niños. No es el único que parece no atender a estos efectos secundarios del divorcio. La propia Reina ha sido la principal impulsora del divorcio y ha dicho que debería realizarse «privada y amigablemente, en bien de los hijos».

Así, pese al casi seguro divorcio, ya no se discute la idoneidad de Carlos para acceder al trono, y Diana conservará la mayoría de sus prerrogativas. Mientras tanto, el público británico y el establishment se sienten aliviados porque la situación va a resolverse «amigablemente». Los únicos que saldrán perdiendo con todo esto son el nivel moral, la institución familiar y los hijos. Parece que sólo los vulnerables carecen hoy de defensa en la sociedad británica.

Ben Kobus

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