Un pesimismo sin futuro

publicado
DURACIÓN LECTURA: 10min.

A propósito de la muerte de Emil Cioran
El 20 de junio de este año moría en París Emil Cioran, el escritor rumano que nunca se nacionalizó francés. Autor, entre otros libros de un famoso Breviario de podredumbre, pertenecía a esa curiosa tradición de este siglo XX que había idolatrado el pesimismo. Una tradición que, como otras, no ha pervivido. Las nuevas generaciones ignoran por completo a Cioran, tan celebrado estos días en los periódicos.

Emil Cioran, a quien algunos han considerado uno de los escritores más originales de esta era, fue, en realidad, casi un producto de la época más negra de este siglo. Como acaba de comentar Ernst Jünger, testigo del siglo a sus 100 años, todo empezó con la I Guerra Mundial, en 1914. A esa guerra se fue aún con casco de plumas y al son de heroicos himnos, pero ya en 1915 se empezó a sospechar que quizá se había cometido un imponderable error.

Galaxia nihilista

En 1927 escribía Heidegger Ser y tiempo, donde se hablaba del hombre como de un «ser para la muerte». Poco antes, Spengler había puesto de moda referirse a La decadencia de Occidente. Y cuando menos se espera, como prueba, está ahí el nazismo, que se demostraría muy pronto como una moderna cultura de la muerte.

La II Guerra Mundial y sus preámbulos y consecuencias: los tres dictadores -Hitler, Stalin, Mao- fueron responsables, cada uno a su modo, de la muerte de millones de personas. En total, más de 60, algo insólito en la historia de la humanidad. En plena guerra, esa visión negativa, que parecía dictada por la realidad, fue teorizada por Sartre en El ser y la nada, de 1940.

El nihilismo vendía. De 1953 y 1957 son dos famosas obras de Samuel Beckett, Esperando a Godot y Fin de partida. O el absurdo del teatro de Ionesco en La cantante calva, de 1950.

Es probable que esta galaxia nihilista, o como quiera que se denomine, durase hasta mediados de los sesenta, hasta el triunfo del estructuralismo, que fue un positivismo y, en ese sentido, un cierto intento de construcción o reconstrucción. Desde luego, estaba muerto ya en los sesenta avanzados cuando llega la furia revolucionaria, los hechos de mayo del 68 y demás retóricas de ese estilo. Y cuando esa revolución fracasa, en los setenta, empieza esa postmodernidad que puede ser cínica, pero no nihilista.

En ese sentido, Cioran estaba acabado desde hacía muchos años. Escritor de culto para unos centenares de intelectuales, lo que podía decir lo dijo ya en los cincuenta. Tan claro lo tenía él mismo que escribió una y otra vez las mismas cosas y, llegado un momento, hacia el principio de los noventa, no publicó nada, en absoluto.

La inutilidad de la ideología

El horizonte de este nihilismo que cayó sobre Europa desde 1914 hasta, aproximadamente, 1984, coincide con el aparente triunfo político de una ideología, el comunismo, que se presentaba como la vanguardia de la historia y la realización completa de la Modernidad. Hubo intelectuales que, apartándose del nihilismo, adoptaron el optimismo marxista. Pero hubo otros, como Cioran, que vieron la ideología -marxista o de cualquier otro signo- como una muestra de la inutilidad humana, de la desgracia de ser hombre.

En realidad, las semillas fueron sembradas ya en el siglo XIX, época en la que conviven también un optimismo progresista y un pesimismo antropológico. La figura más contradictoria sigue siendo Nietzsche, que no en vano había aprendido en el nihilismo de Schopenhauer. Nietzsche, que muere en 1900 después de largos años de locura, abre la puerta al siglo XX: una puerta que da a un hall, que a su vez da a varias puertas, las interpretaciones distintas y contradictorias que se han dado de la filosofía del autor de Así hablaba Zaratustra.

Una cosa es clara: para los autores de esta «tradición», el mundo de la técnica sigue su curso independiente y quizá monstruoso y, en lo demás, sólo cabe pensar entre escombros. Esta es la tradición que desde mediados los años treinta ensaya Cioran.

Su primer libro, De lágrimas y de santos, resulta una amargada confesión de una crisis religiosa terminada en tonos blasfemos. Hijo de un pope ortodoxo y de una mujer que era la presidenta de las Mujeres Ortodoxas, el libro le supone la ruptura con la familia. Experimenta así, casi por primera vez, el placer del rechazo. Toda su vida será desde entonces un ir en contra, nadar en la contradicción.

Fanáticos sin convicciones

Contra la fe, la duda cansada; contra la diligencia, la pereza erudita. Todo menos creer en algo. Y para no creer en nada hay que negar continuamente lo que se afirma. En Breviario de podredumbre, Cioran ensaya una guía para la destrucción. Ser algo está condenado de antemano. En el mismo cesto caerán todos los ismos, los innobles y los más nobles. No compensa ser marxista, ni reaccionario, ni fascista, ni cristiano. Todo es indigno, porque el hombre no tiene remedio. Cioran practica entonces un estoicismo degenerante, en el que se sienten a gusto algunos talentos individuales que, de esa forma, se colocan subrepticiamente por encima de todos los que creen. (Pero Nietzsche ya había hecho, mucho mejor, algo de eso).

Se acabó también el intelectual, no vale la pena: «El intelectual fatigado -dice en Adiós a la filosofía- resume las deformidades y los vicios de un mundo a la deriva. No actúa: padece; si se vuelve hacia la idea de tolerancia, no encuentra en ella el excitante que necesita (…) Querer ser libre es querer ser uno mismo, pero él está ya harto de ser él mismo, de caminar en lo incierto, de errar a través de las verdades».

Las ideologías son construcciones de seres degenerados: «Llegado a los confines del análisis, aterrado de la nada que allí descubre, vuelve sobre sus pasos e intenta agarrarse a la primera certidumbre que pasa; pero le falta ingenuidad para adherirse a ella plenamente; a partir de entonces, fanático sin convicciones, ya es más que un ideólogo, un pensador híbrido, como se encuentra en todos los periodos de transición».

No creer en nada

En una entrevista, la última, concedida por Cioran en 1990, se aclaran, sin embargo, algunos puntos que quedaban oscuros en su obra, fragmentaria y aforística. Aunque, en realidad, también la entrevista es obra. Cioran reconoce que ha experimentado siempre la «tentación» de creer, un sentimiento, más que religioso, místico. Pero al lado de eso estaba una imposibilidad de creer. Quizá un placer en negar.

Por eso, porque no cree en Dios, no es capaz ya de creer en nada, coincidiendo, a su modo, con la célebre frase de Dostoievski: «si Dios no existe, todo es posible». Y en las antípodas de otra famosa frase, ésta de Chesterton: «Cuando no se cree en Dios, ya no se puede creer en nada; y entonces se puede creer en cualquier cosa». «Tampoco conseguí nunca creer profundamente en nada», dice Cioran.

Polemiza con Mircea Eliade, otro rumano, el conocido historiador de las religiones: «En mi opinión, Eliade nunca fue un ser religioso. Si lo hubiera sido, no se habría ocupado de todos esos dioses. Quien posee una sensibilidad religiosa no se pasa la vida enumerando los dioses, haciendo el inventario. No se imagina uno a un erudito arrodillándose. Siempre he visto en la historia de las religiones la negación misma de la religión. Es algo seguro, no creo equivocarme en ello». Pero se equivoca: hacer la historia de la fenomenología religiosa es compatible con la creencia en un único Dios, de modo semejante a como la existencia de Yavé es compatible con la multiplicidad de ídolos.

Lo demoníaco

Cioran tiene el mérito de la claridad de su confesión. Cuando le preguntan por qué ese encarnizamiento contra lo religioso, responde: «Creo que era una cuestión de orgullo. Era una cuestión de orgullo en el sentido de que creer en Dios significaba para mí humillarme. Aquí hay un aspecto demoníaco muy grave, ya lo sé…»

Que llega hasta «escandalizar a uno de esos pequeños». Cuando, aún jóvenes, su hermano le comunica que desea ingresar en un monasterio, Emil se pasa seis horas argumentando en contra de la religión, con todo tipo de tópicos, calumnias… El entrevistador pregunta: «¿Tenía usted el derecho de obligarle moralmente de esa manera?». Y Cioran: «No, por supuesto que no. Por ejemplo, me habría podido contentar con decirle que no tenía sentido… Pero el encarnizamiento con el que quise persuadirle fue verdaderamente diabólico (…) Lo que hice entonces me ha parecido más tarde de una extraordinaria crueldad. Por lo tanto, me he sentido en cierto modo responsable del destino de mi hermano, que fue trágico».

Cioran no es autor de ningún sistema, sino de una literatura esencialmente autobiográfica. Una literatura que se sostiene, como todas las que se sostienen, por la belleza del estilo, basado en una sinceridad que llega a ser completa lucidez, como la de algunas enfermedades mentales. Eso es lo que hay, por ejemplo, en este fragmento: «Pues nuestro destino es pudrirnos con los continentes y las estrellas, pasearemos, como enfermos resignados, y hasta el final de las edades, mantendremos la curiosidad por un desenlace previsto, espantoso y vano».

Pasando página

Hoy todo eso ya no atrae, porque está falto de dos ingredientes: el humor y la compasión. Hoy se puede tratar de lo más trágico, pero hasta el pesimismo tiene que ser divertido. Hoy se puede ser cruel, pero no sin amor, sin una cósmica simpatía por el universo.

Cioran toca con frecuencia el registro del humor, pero es un humor sin gracia. Y tiene un profundo e interesante discurso sobre el amor, pero casi nunca sobre la ternura. En otras palabras: Cioran es serio, ceñudamente serio, en un estilo que ya, si correspondía a las postrimerías del existencialismo, hoy está difunto.

Cuando Cioran estaba, entre 1935 y 1945, madurando lo más importante de su postura, el mundo atravesaba un periodo verdaderamente trágico. Pero desde entonces a 1990, Cioran no cambió nada, se limitó a repetir lo mismo, limando cada vez más el estilo. Ahora, en 1995, cuando muere después de los años de silencio que le impuso la enfermedad de Alzheimer, saldrá a la venta El ocaso del pensamiento, de 1940, pero sólo ahora publicado en la versión francesa. Es el fin del pesimismo, de un estilo que se ha vuelto estereotipado, algo sobre lo que ya no se puede insistir más.

Aforismos para el ocasoEl ocaso del pensamiento, obra póstuma de Cioran, aparece ahora en la edición castellana, en Tusquets. Ofrecemos algunos textos, como muestra del estilo y de los contenidos del escritor.

«De los hombres me separan todos los hombres».

«Sufrir es la manera de estar activo sin hacer nada».

«Las creaciones del espíritu son un indicador de lo insoportable de la vida. Exactamente igual en el heroísmo».

«Quisiera que, a mi muerte, fantasmas de ángeles caídos entonaran plañideros cánticos con fragmentos de melodías recopiladas en mi corazón, un corazón afinado desde su nacimiento para acompasar su coro».

«La súbita revelación de la irrealidad cuando, poseído por el pánico, te entran ganas de dirigirte al policía de la esquina para preguntarle si existe el mundo o no… Y qué rápidamente te tranquilizas contento por la incertidumbre… Porque realmente, ¿qué es lo que harías si existiera?»

«Sólo una cosa dolorosa hay en la tristeza: la imposibilidad de ser superficial».

«Pascal, pero sobre todo Nietzsche, dan la impresión de ser reporteros de la eternidad».

«Siempre que paseo entre la niebla, me descubro mejor a mí mismo. El sol nos enajena, pues al mostrarnos el mundo nos liga a sus mentiras. Pero la niebla es el color de la amargura».

Rafael Gómez Pérez

Contenido exclusivo para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.

Funcionalidad exclusiva para suscriptores de Aceprensa

Estás intentando acceder a una funcionalidad premium.

Si ya eres suscriptor conéctate a tu cuenta para poder comentar. Si aún no lo eres, disfruta de esta y otras ventajas suscribiéndote a Aceprensa.