Un periodista en el Gólgota

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Un libro de Vittorio Messori sobre la historicidad de los Evangelios
En los últimos doscientos años, varias escuelas de exégesis bíblica han sostenido, con mayor o menor vehemencia, que no es posible conocer con certeza prácticamente nada de la vida de Jesucristo, pues los Evangelios carecen, según esas interpretaciones, de valor histórico. Al mismo tiempo, otros especialistas han venido demostrando que aunque los Evangelios no pretenden ser crónicas históricas, en el sentido técnico de la expresión, sí que tienen una validez histórica científicamente fundada.

Los ecos parciales de este debate han llegado a veces al lector no especializado, suscitando en no pocas ocasiones la desconfianza hacia la verdad histórica del Evangelio. En estos casos, no se trata simplemente de una cuestión de erudición: lo que está en juego, en el fondo, son las bases mismas del cristianismo, que se derrumbaría si se negara su fundamentación histórica.

Uno de los méritos del último libro del escritor italiano Vittorio Messori (1) es precisamente poner al alcance del gran público una valoración de esta discusión de especialistas. Posiblemente, es la primera vez que un periodista escribe un libro sobre la consistencia histórica de los Evangelios. El hecho, ya de por sí sorprendente, llama la atención también porque -a pesar de su carácter divulgativo- la obra ha sido acogida con respeto por los especialistas.

Con este libro, Messori continúa su investigación sobre «las razones de la fe», que es el tema de fondo de sus otros seis libros. Del primero, Hipótesis sobre Jesús, en el que empezó su estudio sobre la historicidad de los Evangelios, se han vendido, sólo en Italia, más de un millón de ejemplares. A nivel internacional es conocido sobre todo por Informe sobre la fe, la entrevista en la que el Cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, traza una visión panorámica de la situación y problemas de la Iglesia después del Concilio Vaticano II.

Como un detective

Messori se introduce en esta ocasión en las páginas del Evangelio, y lo hace «con el interés del cronista, casi del detective que indaga sobre el grado de fiabilidad histórica de lo que cuentan». Consciente de que para creer hace falta la fe, limita su análisis a comprobar si los relatos son verosímiles, confrontados con las luces de la razón y con los conocimientos que tenemos de aquella época.

Messori acerca su lupa de detective a la pasión y muerte de Jesús, tal como la narran los cuatro evangelistas. Es ésta una primera fase, pues deja para un próximo libro los capítulos de la resurrección y la ascensión, que completan el Misterio Pascual, núcleo del Evangelio.

El libro se centra en numerosos pasajes y personajes cuya historicidad ha sido puesta en discusión por escuelas, autores o incluso por sectas (como los Testigos de Jehová). Ante cada uno de estos episodios, el autor expone, en primer lugar, las razones con las que se ha negado su verdad histórica. A continuación, contrasta esas afirmaciones sirviéndose de fuentes extra-evangélicas, documentos históricos y explicaciones de otros autores, entre los que figuran estudiosos hebreos contemporáneos. Acude también a los argumentos filológicos, psicológicos y de sentido común, «una cualidad -comenta- que con frecuencia no parece acompañara la erudición de tantos especialistas».

Buena parte de la originalidad y fuerza del libro está en la amenidad con la que sabe examinar cada versículo. Siguiendo una técnica que recuerda casi a los autores de novelas policíacas, se detiene con frecuencia en aspectos menudos que, como las huellas digitales, podrían pasar inadvertidos, pero que ofrecen, en no pocas ocasiones, luces para descubrir las claves de interpretación.

La verdad sin «pulir»

Entre los criterios de fondo presentes a lo largo de todo el libro figura el de la discontinuidad, uno de los más usados por la exégesis actual para valorar la historicidad. Según este criterio, deben remontarse a un hecho verdadero los sucesos narrados por el Evangelio que van en contra de los intereses de la naciente comunidad cristiana o no se corresponden con la esperanza mesiánica del tiempo.

En realidad, no se trata de otra cosa sino del ejercicio del sentido común: si es verdad que los Evangelios son textos tan manipulados, como pretende la crítica que cuestiona su historicidad, surge espontánea la pregunta de por qué no se han corregido, o al menos pulido, los pasajes más crudos y embarazosos.

¿Qué razones hay, por ejemplo, para que se narre la traición y dramática muerte de Judas, uno de los Doce, elegido personalmente por Jesucristo? Ha habido muchas oportunidades para omitir este episodio, que desde el inicio fue motivo de escarnio contra los cristianos («¿Qué clase de profeta es uno que no sabe ni siquiera elegir a sus seguidores?», ironizaba el pagano Celso), y, sin embargo, ha llegado inalterado hasta nosotros.

La única explicación razonable es que este hecho, por desgraciado que fuera, ocurrió realmente. Los evangelistas estaban obligados a respetar la verdad porque, de lo contrario -y dejando al margen otros motivos-, las falsificaciones habrían sido denunciadas por sus contemporáneos. Los cristianos son objeto de burlas, se los considera locos, pero no se pone en discusión que lo que predican no corresponda a la verdad de lo que sucedió.

Así no se inventa

La diferencia entre lo que narran los Evangelios y lo que deberían haber narrado, se comprueba en numerosos episodios escandalosos, como la huida de los apóstoles ante la pasión, la triple negación de Pedro, las palabras de Cristo en el Huerto de los Olivos o su exclamación en la cruz («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»), sucesos que nadie habría osado escribir si no hubieran sido escrupulosamente reales: tan contrarios eran a la idea de un Mesías, victorioso y potente, arraigada en los hebreos de la época.

Y aunque no pretendan ser una crónica histórica, sino una catequesis que proclama la verdad de los hechos ocurridos, «de los que habían sido testigos», la sobriedad casi notarial de los Evangelios brilla de modo especial cuando se comparan con textos apócrifos. En esos libros, no reconocidos como inspirados por la Iglesia, sí se corrigen los episodios escandalosos. A propósito de Judas, una de esas obras, Los hechos de Andrés, Pablo y Filemón, describe una solución razonable: Cristo, después de perdonarle, lo envió al desierto para que se purificara. A pesar de que allí fue poseído de nuevo por el diablo, tampoco en esta ocasión recibió un duro castigo… Ante contrastes de este tipo, el propio Jean-Jacques Rousseau, no sospechoso de excesivas simpatías hacia el cristianismo, solía afirmar, hablando de los Evangelios: «¿Invenciones éstas? Amigos, así no se inventa».

Esperanza mesiánica

La discontinuidad se manifiesta también en el modo en que los relatos evangélicos se alejan de la mentalidad imperante en su época. Un caso concreto, que escapa a la sensibilidad actual, es el protagonismo que adquieren las mujeres, hasta el punto de que el primer anuncio de la resurrección de Cristo lo reciben María Magdalena y las otras mujeres, que lo comunicarán luego a los apóstoles.

A nadie de aquella época, fuera judío o pagano, se le habría ocurrido poner a mujeres por testigos de un acontecimiento de aquella envergadura. Flavio Josefo, el historiador hebreo pasado al bando romano, cronista de la destrucción de Jerusalén del año 70 por Tito, desecha la credibilidad femenina con una frase lapidaria: «Los testimonios de mujer no deben valer, a causa de la ligereza y desfachatez de ese sexo». El protagonismo de las mujeres en el Evangelio será también motivo de mofa para los paganos.

Es necesario no perder este punto de vista al considerar las profecías del Antiguo Testamento y su verificación en el Nuevo. Si se olvida que la interpretación que los hebreos hacían de muchas de las profecías era con frecuencia diametralmente opuesta a la interpretación cristiana, se corre el riesgo de sospechar que el Nuevo Testamento esté construido aposta, pieza por pieza, para justificar el cumplimiento del Antiguo.

Pero basta recordar que la esperanza mesiánica de los judíos de aquel tiempo, y de hoy, no se corresponde con un Mesías humanamente derrotado, sino victorioso. Por el contrario, los escritores neotestamentarios, como San Pablo, en la primera epístola a los corintios, aplican a Jesucristo los padecimientos del siervo doliente descritos por el profeta Isaías (capítulos 52 y 53).

Prejuicios ideológicos

Después de repasar los argumentos con los que a lo largo de estos dos siglos algunos especialistas han pretendido negar la historicidad de los Evangelios, Messori concluye que no pocos de esos planteamientos están dictados por el prejuicio ideológico.

A veces se llega a extremos, dudosamente admisibles en una disciplina científica. Como cuando uno de esos autores afirma categóricamente, refiriéndose a los nombres de Alejandro y de Rufo, citados por el evangelista Marcos con hijos de Simón de Cirene: «En realidad, ese dato preciso fue añadido no sabemos ni dónde ni cuándo». Que es como decir: lo que sucedió, no lo sabemos; lo único que sabemos es que no sucedió lo que cuentan los Evangelios, pero no sabemos por qué.

Significativo, en este sentido, es el caso del luterano Rudolf Bultmann (1884-1976), padre de la teoría de la desmitificación (los Evangelios como fruto de la creatividad de la primitiva comunidad cristiana), quien nunca se movió de su biblioteca de Marburgo: no quiso ir a Palestina, «temiendo que su esquema apriorístico entrara en crisis al contacto con aquellos lugares y aquellas piedras».

Críticas que alimentan la fe

La comprobación de que ciertos exégetas han estado influidos por prejuicios no supone, por ello, que se haya de mirar con recelo el trabajo realizado durante los últimos decenios por tantos especialistas. Es más, «si de una parte cierta crítica bíblica moderna ha parecido poner en crisis la fe, tratando de quitar la base histórica, por otra ha alimentado la misma fe».

Messori cita aquí un caso concreto: el descubrimiento del profundo sentido del término abbá («papá»), citado en Marcos (14, 36) y en dos epístolas de San Pablo, y que supone una ruptura radical con el modo de referirse a Dios en el Antiguo Testamento. «Gracias a la labor de tantos especialistas podemos hoy apreciar qué significa que un hebreo piadoso haya llamado ‘papá’ al Eterno, al Inaccesible, al Dios del que no se osaba ni pronunciar ni escribir su nombre».

Muy sugestivas aparecen, en este contexto, las informaciones sobre las recientes hipótesis, científicamente bien fundadas, aunque defendidas todavía por una minoría de especialistas, según las cuales las fechas de composición de los Evangelios son anteriores a las propuestas normalmente.

En concreto, el Evangelio de Marcos podría haber sido escrito antes del año 50, mucho antes, por tanto, de la destrucción de Jerusalén del año 70. Según esas hipótesis, el de Mateo en griego se habría escrito entre los años 56-60, y el de Lucas hacia el 58-60. Detalles que añadirían nuevos argumentos de historicidad, ya que el texto habría sido conocido directamente por las mismas familias sacerdotales que condenaron a Jesús y perseguían a sus discípulos, y que podrían haber denunciado falsificaciones en los relatos, denuncias de las que nos habría llegado algún eco.

Leer el Evangelio con sencillez

De estos sondeos en las páginas del Evangelio no resulta, sin embargo, una visión racionalista. Es más, se pone de manifiesto desde una nueva perspectiva el misterio de los Evangelios, que consiste también en el juego del claroscuro, por el que se ofrecen suficientes luces para quien quiera creer y suficientes sombras para el que no.

Al mismo tiempo, subrayan que la fe cristiana no va contra la razón y que se funda en una historia ocurrida en un lugar y en un tiempo precisos. Que Jesús no es un mito, sino que padeció muerte de cruz bajo el poder de Poncio Pilato, quinto gobernador de la provincia romana de Judea, como atestiguan también otras fuentes extra-evangélicas.

Por otro lado, el trabajo de Messori recuerda que la lógica del cristianismo es siempre la del «y», no la del «o-o», que caracteriza por el contrario a la herejía (que etimológicamente significa «elegir» un aspecto, descuidando el resto). Así, el cristiano cree en un Dios al mismo tiempo uno y trino; en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Del mismo modo, sabe que la Sagrada Escritura está simultáneamente inspirada por Dios y escrita por los hombres, los cuales han dejado sus huellas, que toca al especialista descubrir, en el atento respeto del misterio.

«He trabajado en este libro dieciséis años -afirmaba Messori en una entrevista-, y creo que tiene razón un estudioso como Lucien Certaux, que comienza así uno de sus últimos escritos: «Hoy, después de dos siglos de ensañamiento crítico, estamos descubriendo con sorpresa y preocupación (!) que posiblemente el modo más científico de leer los Evangelios es leerlos con sencillez»».

Diego Contreras_________________________(1) Vittorio Messori. Patì sotto Ponzio Pilato? Un’indagine sulla passione e morte di Gesù. Società Editrice Internazionale. Turín (1992). 368 páginas. 25.000 liras.

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