Tortura y embriones, según la ética utilitarista

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Tortura. Antes del 11-S, solo la practicaban los peores mafiosos, matones liberianos ebrios de drogas y otros tipos abyectos. Ahora, en su empeño de proteger a sus ciudadanos, el gobierno de la nación más poderosa y democrática del mundo la emplea, y con un alto grado de refinamiento: redacta manuales y forma personal cualificado para aplicarla.

Esto indica hasta qué punto puede llegar a calar la mentalidad utilitarista. Según el utilitarismo, no hay acciones malas en sí mismas, sino que hemos de procurar el mayor bien para el mayor número de personas. Esta doctrina, que tiene cierto predicamento aparente, se ha convertido en el machete de moda para limpiar de maleza bioética el camino de la medicina moderna. Expertos en bioética adscritos al utilitarismo justifican la destrucción de embriones humanos para obtener células madre. Sus argumentos gozan de aceptación entre muchos científicos influyentes. Pero los peligros del utilitarismo resultan evidentes cuando se invoca para justificar la tortura.

Está fuera de duda que en la base de Guantánamo y en otras prisiones a cargo de Estados Unidos se están aplicando torturas psicológicas de forma sistemática. El gobierno norteamericano niega que se haga daño físico a los detenidos y afirma que condena la tortura. Pero el ejército no ha dejado de aprobar el uso de técnicas de persuasión que causan espanto a cualquier persona decente. Sin duda, es legítimo interrogar a prisioneros peligrosos para obtener información vital. Pero seguramente el país que puso a un hombre en la luna puede obtener esa información sin violar la integridad física o psíquica de los detenidos.

Cuando el fin justifica los medios

El mes pasado, la revista «Time» (20-06-2005) publicó extractos de interrogatorios hechos en Guantánamo a Mohamed Kahtani, acusado de participar en los atentados del 11-S. Se emplearon con él métodos como no dejarle dormir, abofetearle con un guante o forzarle a orinarse encima. El mando militar confirmó todo eso… y lo justificó alegando los buenos frutos obtenidos de los interrogatorios: «informaciones que han salvado vidas de soldados de Estados Unidos y sus aliados, y han frustrado amenazas contra ciudadanos inocentes en este país y en el extranjero», según un comunicado oficial. «El Departamento de Defensa -añadía el comunicado- mantiene su adhesión a la exigencia inequívoca de dispensar un trato humano a todos los detenidos, y el interrogatorio a Kahtani se desarrolló de acuerdo con un plan muy detallado, que fue dirigido por profesionales entrenados en un entorno controlado, bajo supervisión».

El 14 de junio, el senador Dick Durbin manifestó en la Cámara su preocupación por lo que sucede en Guantánamo, según refleja el informe de un agente del FBI que visitó la base el año pasado. En una celda, revela el testigo, la refrigeración se puso tan fuerte, que el prisionero tiritaba de frío; más tarde la apagaron, y la temperatura subió a 40 grados, de modo que el prisionero quedó semiinconsciente y por la mañana el agente vio que durante la noche se había arrancado los cabellos. «En otra ocasión, no solo la temperatura era insoportablemente calurosa, sino que además en la celda sonaba música rap a volumen extremadamente alto desde el día anterior, con el detenido en el suelo, encadenado de pies y manos, en posición fetal».

Cuesta creer que alguien pueda no estremecerse ante ese trato degradante. Pero al comentarista James Taranto no le hicieron mella los remilgos del senador: «Combatimos contra un enemigo que asesinó a 3.000 inocentes en suelo norteamericano hace menos de tres años y medio, y asesinaría a millones más si tuviera oportunidad» («The Wall Street Journal», 15-06-2005). Torturar a malvados enemigos no es para tanto después del 11-S.

Así que considerar la tortura como un acto patriótico no es hoy exclusivo de reaccionarios. No, lo alarmante es que, desde el 11-S, la justificación de la tortura viene adquiriendo aureola intelectual. Incluso fuera del ámbito militar, empieza a verse como un mal menor que hay que tolerar por una buena causa. Un ejemplo es el de Alan Dershowitz, profesor de Derecho en Harvard, que en su libro «Why Terrorism Works» defiende abiertamente la «tortura no letal, como clavar una aguja esterilizada bajo la uña», para hacer hablar a los terroristas. Para Dershowitz, «no existe un derecho absoluto a no ser torturado». «Si hubiera una bomba de relojería próxima a estallar -explica-, y hubiera que torturar a un ser humano para evitar cinco mil muertes, yo no diría que hay un derecho natural o humano [por parte del sospechoso]. (…) No creo en derechos inalienables, inherentes, otorgados por Dios, o de ley natural. Creo que todo eso son ficciones» («Harvard Political Review», 1-12-2001).

También para el profesor Mirko Bagaric, de la Deakin University (Australia), «la tortura es admisible cuando hay indicios de que, por la urgencia de la situación, es el único medio de salvar la vida de una persona inocente» («The Age», 17-05-2005). En una entrevista en Radio Netherlands (10-06-2005), Bagaric añadió: «Debemos ampliar nuestros horizontes morales, mirar más allá y ver las consecuencias de no torturar, que pueden ser horribles».

Pendiente resbaladiza

Es alarmante ver cómo se extiende la mentalidad utilitarista, empujándonos por una pendiente resbaladiza hacia acciones cada vez más repugnantes. Søren Holm, profesor en la Cardiff Law School (Gran Bretaña), explica esta propiedad expansiva de la justificación utilitarista de la tortura (Cardiff Centre for Ethics Law & Society, Issue of the Month, julio 2004).

En primer lugar, dice, los utilitaristas operan con probabilidades. Así, tienen que aceptar que torturar a diez sospechosos es admisible si uno de ellos habla. «De modo que probablemente torturaremos un gran número de sospechosos que no conocen ninguna información útil, lo cual es algo muy reprobable desde todos los puntos de vista». En segundo lugar, el utilitarismo lleva a torturar a inocentes. «A veces será más eficaz torturar al inocente: un terrorista puede hablar antes si torturamos a su hijo en vez de a él». Y como no podemos estar totalmente seguros de que el sospechoso sabe lo que queremos averiguar, incluso torturaremos a inocentes en vano, pero con justificación, según el razonamiento utilitarista. Y todavía hay una tercera razón por la que la tortura utilitarista se expande sin cesar: ¿cómo sabe el interrogador cuándo tiene que parar? ¿Cuando el sospechoso ha dejado de proporcionar información útil? Pero ¿cómo sabe el interrogador cuándo la información ya no es útil? En un contexto burocrático, la más pequeña pieza de información puede ser considerada «útil».

Vivimos en una sociedad en la que no se aceptan principios éticos de valor universal. Muchos carecen de criterios claros para distinguir el bien del mal, y en una sociedad mercantilista el utilitarismo parece funcionar: valora la moralidad de una acción por el balance de costos y beneficios. Hacer cuentas es fácil. No hay que pensar mucho. Es el mismo razonamiento según el cual vale más un adulto curado que miles de embriones microscópicos.

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