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Ruta con escala en la autoestima

publicado
DURACIÓN LECTURA: 12min.

Un concepto de autoestima basado en el valor de la persona
El Dr. Aquilino Polaino-Lorente, catedrático de Psicopatología de la Universidad Complutense (Madrid), acaba de publicar En busca de la autoestima perdida (1). El autor revisa el concepto -demasiado pragmático en la actualidad- de autoestima, explica cómo puede perderse y qué hay que hacer para recuperarla. El libro es fruto de unos cursos sobre autoestima impartidos a finales de los noventa en varias universidades americanas y, sobre todo, de la experiencia clínica del autor. Ofrecemos una selección de párrafos de diferentes capítulos.

William James en su libro The Principles of Psychology, publicado por primera vez en 1890, [afirma que] la autoestima es un sentimiento que depende por completo de lo que nos propongamos ser y hacer. Cuanto mayor sea el éxito esperado y no alcanzado, más baja será la autoestima. Por el contrario, cuanto menores sean las aspiraciones de las personas o mayores sean los éxitos lucrados, tanto mayor será la autoestima conseguida.

Este modo de entender la autoestima la hace depender de los logros, metas y éxitos alcanzados, con independencia de las cualidades, peculiaridades y características que posee cada persona. En definitiva, muy poco o nada tiene que ver con la bondad o maldad de lo que uno hace y que sólo depende, al parecer, de lo acertado o desacertado de las acciones emprendidas por la persona conforme a unos determinados criterios relativos a una especial productividad.

En este contexto, es forzoso admitir que la autoestima está hoy agigantada y que, a su vez, tal magnificación no parece hacer del todo justicia a la naturaleza de la persona.

Balance con números rojos

Es muy frecuente entre las personas que hacen balance de sus vidas -a los cincuenta años o más- que al echar la vista atrás para evaluar lo que han sido y hecho de sus vidas, se encuentren profundamente insatisfechas.

Si miran hacia atrás se sorprenden con que no están satisfechos con casi nada de lo que han hecho hasta entonces (por sostener un persistente y elevado nivel de aspiraciones en desacuerdo con sus posibilidades; por tener demasiadas pretensiones; por infraestimar el más que suficiente éxito obtenido, etc.).

Cuando miran hacia delante y contemplan el futuro que les espera creen que ya no tienen suficiente tiempo para rectificar y mejorar su cuenta de resultados. Se han quedado sin ilusiones, sin proyectos y sin futuro, al mismo tiempo que se hunden ante el propio pasado, que suelen percibir como un lastre demasiado pesado e insatisfactorio.

Entonces se instalan en una situación particularmente crispada, como consecuencia de que no les gustan sus propias vidas ni el balance con el que aquellas se concluye. He aquí el problema fundamental de esa persona que se ha vuelto rara y con la que es muy difícil dialogar, que tiene conflictos conyugales, que genera dificultades en el trabajo con sus compañeros, que no dispone de amigos, que se esconde en un rincón, en definitiva que está en una crisis muy parecida -salvando las distancias- a la que es común entre los adolescentes.

Errores de juventud

De ordinario, el desconocimiento de sí mismo en la adolescencia es muy grande. De aquí que el adolescente tienda a sobrestimar algunas de sus cualidades, mientras que, al mismo tiempo, infraestime otras.

Como balance del deficitario y erróneo conocimiento personal que suele acontecer a estas edades, el adolescente resulta injusta y estúpidamente empobrecido.

De otra parte, la sociedad actual no parece contribuir a mejorar la autoestima del adolescente. La trivialización de la vida, a través de modas y modelos más bien desafortunados, contribuye a ello.

Observemos un ejemplo cualquiera. Hay chicas de quince años que han elevado a categoría trascendental lo que es casi anecdótico y provisional en su geografía corporal, todavía en formación (el rostro, el tipo, la estatura, etc.), y por eso se infraestiman. Cuando se contemplan ante el espejo, la conclusión a la que llegan es que no se gustan. Y como, tras compararse con sus amigas -a las que erróneamente sobrevaloran, pensando que son más guapas, más delgadas o más inteligentes que ellas-, no se gustan, el hecho es que acaban por odiarse. Esto puede suscitar en ellas la emergencia de graves fracturas psíquicas y la aparición de ciertos complejos.

En otras ocasiones sucede lo contrario. Una adolescente tal vez se sobrestime en una cualidad positiva que realmente tiene, aunque no con la intensidad que corresponde. Basta con que se considere, por ejemplo, la más guapa de su clase, aunque no sea verdad. Tal error de sobrestimación le hará sufrir, porque las expectativas que ha formado -de acuerdo con ese conocimiento erróneo de sí misma- no se satisfarán, lo que dificultará su adaptación a la realidad. En efecto, esa adolescente espera que sus compañeros la traten de acuerdo a la opinión que ella se ha formado de lo que los otros habrían de pensar acerca de sí misma. Pero eso es exactamente lo que no sucederá.

Los errores de infraestimación en los adolescentes constituyen un problema muy generalizado. A los ojos de un adulto, tal vez esos conflictos puedan parecer demasiado pequeños y casi triviales, por lo que -en opinión de algunos padres y profesores- apenas si hay que darles importancia. Sin embargo, en modo alguno es así, pues, en la medida que no se resuelvan pueden condicionar el desarrollo neurótico de la personalidad del adolescente.

Educar los sentimientos

Para encontrar la autoestima perdida -una vez que se ha extraviado, como consecuencia de haberla erigido en la dirección del propio comportamiento-, lo que hay que hacer es conocer mejor los propios sentimientos. Es ésta una tarea personal que cada cual debe hacer como le plazca, pero que, sin duda alguna, puede ser también ayudada por otros. Este es, sencillamente, el propósito al que debe tender la educación de los sentimientos.

Se conocen mejor los propios sentimientos cuando se está avisado de que la acción valorativa de la realidad, que a través de los sentimientos se nos entrega, no es siempre justa ni verdadera; que muchas realidades, personales o no, merecen un aprecio o valor distinto al que nos procuran los propios sentimientos; que ninguna otra persona debiera ser despreciada, ignorada o condenada a la indiferencia, sólo porque en eso concluyan los sentimientos que suscita; que en cada persona, también en sí misma, hay muchos más valores positivos que negativos aunque, por los sentimientos, la persona alcance a sólo percibir, en ocasiones, los negativos; que la realidad percibida es siempre positiva, aunque los sentimientos suscitados por esa percepción concluyan lo contrario; que por muy vital que sea la experiencia a que determinados sentimientos conducen a la persona, los propios sentimientos son siempre engañosos y deben ser corregidos, rectificados y enderezados, de acuerdo con la verdad de la realidad.

Conviene no olvidar que los sentimientos también hunden sus raíces en el sustrato biológico, que es nuestro propio cuerpo. Es decir, los sentimientos tienen que ver con algunas funciones corporales, especialmente con el sistema nervioso y el sistema endocrino. Ambos tienen muy poco que ver con las circunstancias que nos rodean, hasta el punto de que pueden funcionar con casi total autonomía e independencia de ellas y suscitar los correspondientes afectos, emociones y sentimientos.

Encontrar la autoestima perdida

La autoestima se encuentra y recupera cuando se rectifica el error que causó su pérdida o cuando se educan los sentimientos erróneos que causaron tal extravío. Corresponde a la razón establecer el fin y los medios proporcionados y necesarios para alcanzar la meta que da sentido a la entera vida personal. La consecución del fin es lo que nos hace felices. Pero sólo se podrá alcanzar ese fin, pleno de sentido, si la razón y el corazón, la voluntad y la imaginación, la memoria y los apetitos, en una palabra la entera persona y sus funciones se coordinan e integran, sin exclusión de ninguna de ellas.

La justicia y el amor al otro, junto con el deseo de conocer la verdad, constituyen -o sería conveniente que constituyeran- las tres principales fuentes motivadoras para llegar a ser quien se debe ser. El amor concreto a personas concretas es al fin la fuente motivadora por antonomasia, que pone en marcha la decisión de llegar a ser la mejor persona posible.

Con fundamento en la realidad

Algunos programas educativos actuales han causado a los alumnos más dificultades que beneficios, precisamente por estimular excesivamente la autoestima, sin fundamento alguno en la realidad.

No es conveniente que los profesores alaben a sus alumnos en algunas de las características de que adolecen o en algunos de los resultados académicos que no obtienen. No basta con afirmar que un alumno es muy inteligente, simpático y deportista y que todo lo hace bien, para que aumente su autoestima, especialmente si nada de esto es completamente cierto. Antes o después, tendrá que conducir él mismo su vida en la compleja y multicultural sociedad en que vivimos.

Si aquellas alabanzas, por irreales, estaban mal fundadas, de nada le habrán servido. Incluso es probable -sobre todo si no son verdaderas-, que contribuyan a aumentar su frustración y agresividad.

Una persona que ha sido así deformada no dispondrá de la necesaria capacidad para tolerar la verdad que otros le manifiesten. Es lógico que se comporte de forma agresiva, porque no dispone del entrenamiento inmunológico para enfrentarse a la realidad, entrenamiento al que, por otra parte, tenía derecho. La conclusión que de aquí se obtiene es que la autoestima tiene que estar fundamentada en la verdad. De no ser así, es probable que haga mucho daño.

Es preciso hablar con ellos, en el modo más claro posible, acerca de lo que de negativo y positivo hay en sus comportamientos. Es cierto que al proceder de esta manera y hablar de lo negativo que hay en sus conductas suscitaremos en ellos sentimientos negativos. Por eso, es preciso que al mismo tiempo se hable con ellos también de lo que tienen de positivo y les caracteriza, lo que les suscitará sentimientos positivos acerca de sí mismos. En cualquier caso, el balance resultante ha de ser siempre positivo, entre otras cosas porque también es siempre positiva la realidad personal.

Dónde se miran los adolescentes

La autoestima no es independiente de los criterios con los que cada persona se evalúa a sí misma. Pero acontece que en la actual sociedad hay ciertas diferencias en el arco valorativo que se atribuyen a las personas, según sean hombres o mujeres.

¿Cuál es el inventario de valores que la mayoría de los chicos tiene hoy en sus mentes? Los chicos adolescentes [tienen] afán por destacar en la práctica de algún deporte, de tener la posibilidad de ganar enseguida una cierta cantidad de dinero, de obtener buenas calificaciones y, desde luego, de caer bien a las chicas y disponer de cierta capacidad para enrollarse con ellas, es decir, de tener un buen rollo y saber montárselo bien.

¿Cuáles son los valores que más les importan a las chicas? Sin duda alguna, el primero valor que les interesa es la belleza. Las chicas han de ser guapas o por lo menos parecerlo. Y la que no es tan guapa como le gustaría, al menos ha de ser simpática. En el caso de no ser ni guapa ni simpática, lo que se supone que la sociedad solicita de ella es que sea inteligente.

Según parece, lo que más le importa hoy a una adolescente es el tipo, y a continuación el rostro, el modo de vestir, la adecuación de la pintura de guerra empleada respecto de su tipo, la forma de impresionar y llamar la atención de los chicos, la pose, el coqueteo. En definitiva, el orden de los propios valores por los que se interesa la mujer (el body y la imagen) sustituye a la personalidad. Al mismo tiempo, la inteligencia, en cambio, se percibe como un rasgo menor, de segundo o tercer orden, aunque esto afortunadamente está cambiando.

Qué no ven

Una investigación reciente ha puesto de manifiesto la evolución del deseo entre mujeres y hombres de edades comprendidas entre los 17 y los 60 años (Buss, 1997). Al jerarquizar los rasgos prioritarios que las mujeres buscan en los hombres se configura el siguiente inventario: personalidad, sentido del humor, sensibilidad, inteligencia y buen cuerpo. Este inventario es muy opuesto a los cinco rasgos que las mujeres piensan que los hombres buscan en ellas: buena apariencia, buen cuerpo, pechos, trasero y personalidad.

Algo parecido ocurre en el caso del varón. Los rasgos de las mujeres a los que los hombres dan una mayor prioridad, en lo que se refiere a sus deseos, son los siguientes: personalidad, buena apariencia, inteligencia, sentido del humor y buen cuerpo. Por el contrario, lo que los hombres suponen que las mujeres buscan en ellos como rasgos prioritarios son los siguientes: personalidad, buen cuerpo, sentido del humor, sensibilidad y apariencia atractiva.

Ya se ve que tampoco aquí hay demasiadas coincidencias. En cualquier caso, la estimación del varón respecto de su deseabilidad es más acorde y emblemática con valores de mayor alcance o más puestos en razón, como son la personalidad y la inteligencia. En cambio, cuando la mujer trata de evaluar lo que supone que el varón busca en ellas, la personalidad aparece en último lugar y la inteligencia ni comparece.

Es obvio que el modo en que cada persona se estima a sí misma ha de condicionar también el modo en que estima o manifiesta su estimación a los demás. Por eso cabría suponer que algunos de los sesgos que median las relaciones afectivas entre el hombre y la mujer, tal vez puedan encontrar aquí algún principio de explicación.

Estos errores en el modo de concebir lo femenino y lo masculino pueden condicionar el modo en que conciben la autoestima los adolescentes. En primer lugar, el error de no ponerse en el lugar del otro para desde allí intuir, con cierta verosimilitud, lo que el otro siente y experimenta. En segundo lugar, el error de desconocer en qué aspectos fundamenta el otro su autoestima. Y, en tercer lugar, el error de vincular en exceso e infortunadamente su propio género con un determinado mapa cognitivo acerca de lo que considera que es el propio valor.

____________________(1) Aquilino Polaino-Lorente. En busca de la autoestima perdida. Desclée De Brouwer. Bilbao (2003). 239 págs. 12 €.

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