Pensar en una era de corrección política

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¿Qué pueden aportar los intelectuales y los comunicadores a una sociedad en la que determinadas ideas están mal vistas? ¿Basta desatar la lengua contra los censores de turno, sin preocuparse de decir nada valioso? Frente al rugido de los indignados de todos los partidos, el regreso a la moderación y a la actitud reflexiva se presenta como un paso necesario para suavizar los conflictos.

En una de sus largas entrevistas a Benedicto XVI (Luz del mundo, 2010), el periodista Peter Seewald le hizo notar la predicción de Aldous Huxley en la novela Un mundo feliz: la ausencia de verdad llegaría a ser el rasgo más destacado de la sociedad moderna. La referencia dio pie al Papa para hablar sobre uno de sus temas favoritos: la “dictadura del relativismo”, una expresión que había usado otras veces.

Pocos años después, la llegada de Donald Trump a la escena política y el triunfo del Brexit despertaron el miedo a la “posverdad”, término que hizo fortuna. Entonces la narrativa dominante era que los “hechos alternativos” que manejaban los votantes de Trump y los Brexiters pretendían crear una realidad paralela, al modo en que los seguidores del Gran Hermano intentaban forjar la suya en la novela 1984, de George Orwell.

Dos novelas distópicas, con la verdad de fondo. Dos narrativas, con resultados muy desiguales. Para sus críticos, Benedicto XVI fue un fundamentalista por pensar que el hombre era “capaz de la verdad”, por mucho que tuviera que ser prudente al reivindicarla. La convicción de que existe una verdad que debe ser buscada y reconocida –explicaba– es un antídoto contra la arbitrariedad de quienes pretenden imponer al resto sus opiniones, sus deseos, su voluntad de poder… La advertencia del Papa, sin embargo, no sentó bien a quienes ven en el relativismo un requisito para la apertura de mente.

La paradoja es que la misma verdad que pretendía ser expulsada del debate público en nombre de la tolerancia, luego fue reivindicada frente a los bárbaros que ni siquiera saben distinguir entre los hechos y las noticias falsas. La salvación de las democracias liberales por la vía del fact-checking, ¿no guarda relación con la insistencia de Benedicto XVI en que la verdad necesita de criterios de verificación externos a la propia subjetividad?

Integristas contra razonables

En cada época, la ortodoxia del momento decide quiénes son los “integristas” a los que se debe temer. Si la opinión pública está poco acostumbrada a exigir que la gente dé razones de sus posturas, resulta fácil parecer razonable por oposición: basta situarse en el lado contrario al de los etiquetados como “ultras” –por ejemplo, mediante la condena enérgica y sin matices a todo lo que dicen y hacen–, para quedar exonerado del deber intelectual de argumentar los propios puntos de vista.

Quienes no están dispuestos a sumarse a la crítica histérica quedan en una posición muy incómoda, pues se ha creado una especie de obligación moral de rechazar en bloque y por principio a los tenidos por fundamentalistas. Hasta el punto de que si alguien intenta matizar o distinguir entre fenómenos que considera diferentes, acaba metido en el saco de los radicales. No hay término medio, no puede haberlo: o condenas sin paliativos o absuelves; o gritas o bendices…

El prestigio de “los míos”

Otra forma de eximirse del deber de dar razones es apuntarse a una corriente de pensamiento que goza de un prestigio mágico, sin que el interesado acredite ningún mérito personal. Aquí la pretensión es ser razonable por contagio: si me identifico con una ideología que ha tomado la diversidad como bandera, asumo que yo y “los míos” tendemos naturalmente a la apertura y la tolerancia; si me declaro heredero de la Ilustración, doy por sentado que me asisten la ciencia y la razón…

Benedicto XVI aludió a este truco en el libro mencionado antes. En él denuncia la cristalización de una nueva ortodoxia, de cuño laicista, que presenta “determinadas formas de comportamiento y de pensamiento como las únicas racionales y, por tanto, como las únicas adecuadas para los hombres. El cristianismo se ve así expuesto a una presión de intolerancia que, primeramente, lo caricaturiza –como perteneciente a un pensar equivocado, erróneo–, y después, en nombre de una aparente racionalidad, quiere quitarle el espacio que necesita para respirar”.

Es evidente que Benedicto XVI, entusiasmado con la idea de hacer avanzar juntas la fe y la razón, no tiene nada en contra de la convicción racional. Su llamada de atención es frente “a un tipo determinado de racionalidad”, que exige a todos usar la razón como dicta la nueva ortodoxia. Esta “aduce tener una vigencia universal porque es racional, más aún, porque es la razón en sí misma, que lo sabe todo y que, por eso mismo, señala también el ámbito que a partir de ahora debe hacerse normativo para todos”.

Y yo ¿qué?

Situarse en el bando de los razonables por principio –sin examinar si de verdad lo estamos siendo– lleva a la superioridad moral, lo que bloquea de raíz el debate público: “Si uno se siente esencialmente mejor, no cree que le deba razones a quienes no juzga a su altura”, dice Félix Ovejero.

En un contexto donde la corrección política desautoriza automáticamente a unos, mientras hace la vista gorda con las faltas de diligencia de otros, una de las principales aportaciones que pueden hacer los intelectuales y los comunicadores es alentar a que cada cual examine la calidad de su propio modo de pensar.

A esto se refiere Ovejero cuando habla de “un afán de integridad intelectual” que, “ante todo, reclama satisfacer ciertas autoexigencias epistémicas: permanecer alerta ante las complicidades de la tribu; buscar fiables fuentes; discutir la mejor versión de las ideas contrarias; disposición a atender toda la información, especialmente la que no se ajusta al propio guion”.

Estos y otros hábitos intelectuales –desde la búsqueda de la verdad al cuidado de las palabras, la lectura o la dieta digital– van forjando el buen gusto en el pensar. Poco a poco, el intelecto se acostumbra a preferir los matices, la calma y el rigor a los tópicos de brocha gorda.

“Lo que quiero es comprender”

Un modo de avivar esta actitud reflexiva es cuestionar las explicaciones manidas, con nuevos enfoques. Es lo que hizo la veterana periodista del Wall Street Journal Peggy Noonan, galardonada en 2017 con el Premio Pulitzer a comentaristas por una serie de artículos sobre el ascenso de Trump. Al igual que otros colegas, Noonan subrayó las carencias del candidato cuando le pareció oportuno, “pero siempre mostró un gran respeto hacia la inteligencia de los votantes y explicó las tendencias de la vida y la política estadounidense que catapultaron a Trump a la Casa Blanca”, afirma su periódico en una página que reúne estos artículos.

La convicción de que existe una verdad que debe ser buscada y reconocida es un antídoto contra la arbitrariedad

También es muy interesante el viaje “al corazón de la derecha” que emprendió la socióloga Arlie Hochschild, profesora durante 30 años en la progresista Universidad de California en Berkeley. Experta en sociología de las emociones, Hochschild se propuso comprender cuál era la “historia profunda” –es decir, la percepción de cómo son las cosas– que vienen repitiendo desde hace años los militantes del Tea Party y ahora votantes de Trump. Dejó un entorno en el que todos compartían su visión del mundo y se fue a vivir unos años a Luisiana, de mayoría republicana, para conocer a quienes no pensaban como ella.

La empatía de Hochschild es un ejemplo del uso inteligente que se puede hacer de las emociones en el debate público, más allá del “yo lo veo así” o del “me siento ofendido”. Y revela otra de las funciones sociales que pueden desempeñar los intelectuales y los comunicadores de hoy: aportar la serenidad que ayude a entender el mundo. Es el mismo programa que se propuso Hannah Arendt en su desgarrador viaje al corazón de Adolf Eichmann: “Lo que quiero es comprender”.

La indignación ¿un valor político?

Durante la última crisis económica mundial, la indignación fue considerada un valor político liberador. Muchos medios que hoy protestan contra la “ira del hombre blanco”, no tuvieron reparos entonces en jalear la furia de los distintos movimientos de “indignados” que fueron surgiendo durante los años de la recesión.

Pronto se vio que no todos los indignados eran bienvenidos: se aplaudió a Ocupa Wall Street por plantar cara a los banqueros de la Gran Manzana, pero no gustó que el Tea Party protestara contra los impuestos de Obama; se festejó la petición de democracia real del 15M, pero escandalizaron las quejas de quienes alegaron que la crisis de representación también tenía un componente cultural; se elogió a quienes apelaron a la raza, el sexo o la orientación sexual para mejorar sus condiciones de vida mediante la discriminación positiva, pero causó rechazo cuando otros grupos pidieron su parte en el reparto del pastel… ¿Cómo explicarles que su indignación no era legítima?

La existencia de estos dobles raseros está llevando a algunos analistas a proponer un reparto de responsabilidades. Hay autores que subrayan los parecidos ideológicos entre la llamada “derecha alternativa” –que nada tiene de conservadora– y el ala más radical de la izquierda identitaria. La alt-right se gestó en los bajos fondos de Internet y extendió la batalla a los campus universitarios, donde los herederos de la contracultura se habían erigido en guardianes de lo que se puede decir y dejar de decir sobre una serie de temas identitarios.

Por culpa de los radicales a la izquierda y a la derecha, hoy cualquier denuncia de la corrección política tiende a verse como una excusa para el discurso del odio

Lo sorprendente es que, después de fustigar la política identitaria de la izquierda, la alt-right respondió con más política identitaria y pasó a ser la punta de lanza más extrema en la defensa de quienes están hartos de oír hablar de la “culpa blanca”. Llevada hasta el extremo, la ideología de ambos se reconcilia en una premisa común: “Ni eres como yo, ni mereces el mismo respeto”.

Recuperar el bien común

La alt-right empezó a ser conocida a raíz del momento anti-corrección política que alimentó Trump en las primarias republicanas. Una y otro cayeron en el error de responder con excesos a un problema real, lo que reforzó en la izquierda la convicción de que los códigos de lenguaje seguían siendo necesarios para proteger a algunos grupos.

El círculo vicioso se realimentó cuando cualquier denuncia de la corrección política –fuera razonable o no– empezó a ser vista como una excusa para el discurso del odio. Esta presunción funciona como un chantaje que impide discrepar de la visión “progresista” del mundo.

¿Cómo salir de esta espiral de confrontación? Damon Linker, columnista en The Week, también aboga por repartir responsabilidades. Pese a ser muy crítico con Trump, sostiene que el estilo político que le ha hecho famoso es “un síntoma de varios cambios culturales de fondo”. Entre otros, menciona los siguientes: la crisis de confianza en los expertos, alimentada por un igualitarismo que trata a todas las ideas por igual; “la amplificación tecnológica de los puntos de vista radicales”; “la completa transformación de la esfera pública en un foro de entretenimiento de masas”, cada vez menos interesado por los relatos que unen; la polarización ideológica, exacerbada por las diferencias de clases…

Con los vínculos cívicos tan agrietados, es más fácil justificar (y hacer respetable) el juego sucio contra los adversarios: “Cualquier daño que se haga al lado contrario en nombre del avance de mi causa es aceptable, e incluso digno de alabanza”.

Y la política pasa a ser “un conflicto de suma cero, en el que los resultados mutuamente beneficiosos son imposibles. Cada parte es ganadora o perdedora, y el compromiso es imposible”. Tampoco hay opción de apelar a “una política de principios”, pues en seguida se juzga como hipocresía, ni a una “noción de bien común”. Importan las facciones en conflicto, no la comunidad política.

Antes o después, Trump pasará. Pero luego, ¿a quién echaremos la culpa?

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