En el quinto aniversario de la encíclica Evangelium vitae, Juan Pablo II pronunció un discurso ante la Academia Pontificia para la Vida (14 febrero 2000) en el que pide a las personas de buena voluntad que no acepten la idea de que las leyes que atentan contra la vida son inevitables.
(…) La experiencia vivida en la sociedad, a la que la Iglesia ha llevado con renovado impulso su mensaje durante estos cinco años, permite comprobar dos hechos: por una parte, la persistente dificultad que el mensaje encuentra en un mundo que presenta graves síntomas de violencia y decadencia; por otra, la inmutable validez de ese mismo mensaje y la posibilidad de su aceptación social en los ambientes donde la comunidad de los creyentes, implicando también la sensibilidad de los hombres de buena voluntad, expresa con valentía y unión su compromiso.
Existen hechos que demuestran cada vez con mayor claridad cómo las políticas y las legislaciones contrarias a la vida están llevando a las sociedades hacia la decadencia moral, demográfica y económica. Por tanto, el mensaje de la encíclica Evangelium vitae no solo puede presentarse como verdadera y auténtica indicación para la renovación moral, sino también como punto de referencia para la salvación civil.
Así pues, no tiene razón de ser esa mentalidad abandonista que lleva a considerar que las leyes contrarias al derecho a la vida -las leyes que legalizan el aborto, la eutanasia, la esterilización y la planificación de los nacimientos con métodos contrarios a la vida y a la dignidad del matrimonio- son inevitables y ya casi una necesidad social. Por el contrario, constituyen un germen de corrupción de la sociedad y de sus fundamentos.
La conciencia civil y moral no puede aceptar esta falsa inevitabilidad, del mismo modo que no acepta la idea de la inevitabilidad de las guerras o de los exterminios interétnicos.
Gran atención merecen los capítulos de la encíclica que tratan sobre la relación entre la ley civil y la ley moral, por la importancia creciente que están destinados a tener en la renovación de la vida social. En ellos se pide a los pastores, a los fieles y a los hombres de buena voluntad, especialmente a los legisladores, un compromiso renovado y concorde para modificar las leyes injustas que legitiman o toleran dichas violencias.
Es preciso usar todos los medios posibles para eliminar el delito legalizado, o al menos para limitar el daño de esas leyes, manteniendo viva la conciencia del deber radical de respetar el derecho a la vida desde la concepción hasta la muerte natural de todo ser humano, aunque sea el último y el menos dotado. (…)
Una auténtica pastoral de la vida no se puede delegar simplemente a movimientos específicos, por más meritorios que sean, comprometidos en el campo sociopolítico. Siempre debe formar parte integrante de la pastoral eclesial, a la que compete el deber de anunciar el «evangelio de la vida». Para que esto suceda de modo eficaz, es importante la realización tanto de planes educativos adecuados como de servicios e instituciones concretas de acogida. (…)
A través de una acción educativa concorde en las familias y en las escuelas, hay que lograr que los servicios adquieran el valor de «signo» y mensaje. Del mismo modo que la comunidad requiere lugares de culto, debe sentir la necesidad de organizar, sobre todo en el ámbito diocesano, servicios educativos y operativos para sostener la vida humana, servicios que sean fruto de la caridad y signo de vitalidad.
La modificación de las leyes tiene que ir precedida y acompañada por la modificación de la mentalidad y las costumbres a gran escala, de modo capilar y visible. En este ámbito, la Iglesia ha de hacer todo lo posible, sin aceptar negligencias o silencios culpables. (…