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Orígenes históricos del celibato sacerdotal

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Como ha ocurrido en otras ocasiones semejantes, la semana pasada, la dimisión de un obispo católico escocés que tenía relaciones con una mujer ha dado lugar a cierta polémica sobre la conveniencia de mantener el celibato sacerdotal. Para justificar su supresión muchas veces se afirma que se trata de una mera institución eclesiástica tardía, instaurada en el II Concilio de Letrán (1139), o en todo caso no antes del siglo IV. Pero esas opiniones denotan una notable inexactitud sobre los orígenes del celibato sacerdotal, según expone el cardenal Alfons Stickler, durante muchos años Archivero del Vaticano, en un artículo publicado en Scripta Theologica (enero-abril 1994). Resumimos la parte que trata del celibato en la Iglesia latina.
La primera y más importante premisa para conocer el desarrollo histórico de cualquier institución es la identificación del sentido genuino de los conceptos sobre los que se basa. En el caso del celibato eclesiástico, el decretista Uguccio de Pisa señaló, en torno al 1190: la «continencia de los clérigos es la que deben observar no contrayendo matrimonio y no usando del matrimonio si lo hubieran contraído».

Estas palabras expresan con claridad una doble obligación: la de no casarse y la de no usar de un matrimonio previamente contraído (recordemos que en aquella época, a finales del siglo XII, todavía existían presbíteros que estaban casados cuando recibieron el Orden sagrado). Por tanto, el sentido del celibato consiste en la absoluta continencia en la generación de hijos.

Para completar este primer esbozo sobre el significado del celibato eclesiástico, que desde los comienzos se denominaba con propiedad «continencia», no es superfluo aclarar que los casados podían acceder a las órdenes sagradas y renunciar al uso del matrimonio solamente con el consentimiento de la esposa, ya que ella poseía un derecho inalienable al uso del matrimonio contraído y consumado, que es indisoluble.

La transmisión oral del derecho

A lo largo de la historia, los ordenamientos jurídicos se van formando a partir de la transmisión oral de normas consuetudinarias, que sólo lentamente son fijadas por escrito. Así, por ejemplo, los romanos, expresión del genio jurídico más perfecto, solamente después de siglos tuvieron la ley escrita de las Doce Tablas. Nadie se atrevería a afirmar, sin embargo, que por ese motivo tal ius no fuera obligatorio y que su observancia estuviese dejada a la libre voluntad de cada individuo.

Como todo ordenamiento jurídico propio de comunidades amplias, el de la joven Iglesia consistía, en buena medida, en disposiciones y obligaciones transmitidas sólo oralmente; y tanto más cuanto que, durante los tres siglos de las persecuciones -aunque fueran intermitentes- difícilmente podrían haber sido fijadas las leyes por escrito.

El primer testimonio escrito

El primer testimonio escrito acerca del celibato sacerdotal es el del Concilio de Elvira, lugar cercano a Granada en el que se reunieron obispos y sacerdotes de distintas partes de España en el primer decenio del siglo IV. En el periodo anterior, durante las persecuciones, se habían constatado abusos en más de un sector de la vida cristiana, que había sufrido daños serios en la observancia de la disciplina eclesiástica. El Concilio salía al paso de esos errores, y en los 81 cánones conciliares dictó algunas disposiciones referidas a los campos de la vida eclesiástica necesitados de clarificación y renovación, con el fin de reafirmar la antigua disciplina.

El canon 33 del Concilio contiene la ya conocida primera ley del celibato. Bajo la rúbrica: «Sobre los obispos y ministros [del altar], que deben ser continentes con sus esposas», se encuentra el siguiente texto dispositivo: «Se está de acuerdo en la completa prohibición, válida para obispos, sacerdotes y diáconos, o sea, para todos los clérigos dedicados al servicio del altar, que deben abstenerse de sus mujeres y no engendrar hijos; quien haya hecho esto debe ser excluido del estado clerical». Ya el canon 27 había insistido en la prohibición de que habitasen con los obispos y otros eclesiásticos mujeres no pertenecientes a su familia. Sólo podían tener junto a sí a una hermana o una hija consagrada virgen, pero de ningún modo a una extraña.

No es posible ver en el canon 33 una ley nueva. Se manifiesta claramente, por el contrario, como una reacción contra la inobservancia, muy extendida, de una obligación tradicional y bien conocida a la que en ese momento se añade también una sanción: o se acepta el cumplimiento de la obligación asumida, o bien se renuncia al estado clerical.

No es una innovación

De forma análoga se expresa el segundo Concilio africano del año 390, repetida en los posteriores: «Conviene que los sagrados obispos, los sacerdotes de Dios y los levitas sean continentes por completo para que puedan obtener sin dificultad lo que piden al Señor; a fin de que nosotros también custodiemos lo que han enseñado los Apóstoles y ha conservado una antigua usanza».

De estos textos se deduce la clara conciencia de una tradición basada no sólo en una persuasión general, que nadie ponía en duda, sino también en documentos bien conservados. En aquellos años se encontraban todavía en el archivo de la Iglesia africana las actas originales que los Padres habían traído del Concilio de Nicea.

La misma enseñanza se encuentra en los Papas Siricio (386) e Inocencio I (401-417), León Magno (456) y Gregorio Magno (590-604); y en los Padres S. Ambrosio, S. Agustín, S. Jerónimo y el propio Gregorio Magno.

Es importante destacar que todos esos testimonios hablan del celibato no como de una obligación sobrevenida, sino como de una costumbre que se remonta a los tiempos apostólicos. En ningún caso los textos de los concilios suponen la creación de una ley nueva, sino el recordatorio de lo que se venía haciendo ya «desde siempre», sin ninguna intención de innovar, sino todo lo contrario.

En los siglos siguientes se acentúa cada vez más la preocupación de la Iglesia por disponer de candidatos a las órdenes mayores que sean célibes, y en ir reduciendo el número de los candidatos casados, ya que la experiencia mostraba los peligros permanentes de la debilidad humana ante las obligaciones asumidas por esos candidatos.

Es significativo que estas obligaciones tan gravosas siguiesen siendo exigidas y observadas sustancialmente también en la Iglesia insular (Irlanda y Gran Bretaña), en la cual estaban vigentes rudas costumbres entre sus habitantes, de las que los Libros Penitenciales nos dan una viva prueba. Tenemos así una óptima demostración de que el celibato era también posible allí, aunque, probablemente, sólo por una noble tradición que ninguno ponía en duda.

Crisis y reforma gregoriana

Una de las crisis más graves que afectó a la continencia de los eclesiásticos fue la que se dio en todas las regiones de la Iglesia católica occidental, afectadas por los desórdenes que dieron lugar a la reforma gregoriana. Los bienes patrimoniales del beneficio eclesiástico, que estaban ligados a todos los oficios de la Iglesia, fueran altos o bajos, conferían al poseedor del beneficio, y por tanto también del oficio, una gran independencia económica. La concesión del beneficio, que venía realizada con frecuencia a través de laicos que poseían ese derecho, situaba a candidatos a menudo poco preparados o aun indignos en los oficios eclesiásticos de obispos, abades e incluso párrocos. La concesión y asignación de los oficios por parte de laicos poderosos, que en este asunto atendían más a los intereses seculares y profanos que a los espirituales y religiosos de la Iglesia, conducía a los otros dos males fundamentales de la vida eclesiástica de entonces: la simonía -compra de los oficios- y el nicolaísmo -la extendida violación del celibato eclesiástico-.

Los Papas, sobre todo Gregorio VII, afrontaron este grave peligro que había afectado a la jerarquía eclesiástica en todos sus grados. En consecuencia, el segundo Concilio Lateranense (1139) dispone que los matrimonios contraídos por los clérigos mayores, como también los de personas consagradas mediante votos de vida religiosa, fueran no sólo ilícitos sino inválidos. Esto dio lugar a un malentendido muy difundido incluso hoy en día: que el celibato eclesiástico no fue introducido hasta el Concilio Lateranense II. En realidad, allí sólo se declaró inválido lo que siempre había ya estado prohibido.

En la época moderna

Si la fe se enfría, disminuye también la fuerza para perseverar; donde muere la fe, muere también la continencia.

Todos los movimientos heréticos y cismáticos que se han sucedido en la Iglesia son una confirmación siempre renovada de esta verdad. Una de las primeras consecuencias que se verifican entre sus seguidores es la renuncia a la continencia clerical. No puede, por tanto, causar extrañeza el hecho de que en las grandes herejías y defecciones de la Iglesia católica en el siglo XVI, es decir, entre luteranos, calvinistas, seguidores de Zwinglio, o anglicanos, se renunciase rápidamente al celibato eclesiástico.

Los esfuerzos reformadores del Concilio de Trento dirigidos a restablecer la verdadera fe y la buena disciplina en la Iglesia católica debieron, por tanto, ocuparse también de los ataques contra la continencia de los ministros sagrados.

La decisión más radical del Concilio de Trento para la salvaguarda del celibato eclesiástico fue la fundación de seminarios para la educación de los sacerdotes, que fue establecida por el famoso canon 18 de la sesión XXIII e impuesta a todas las diócesis.

Esta prescripción providencial, que se hizo realidad progresivamente en todas partes, permitió a la Iglesia contar con tantos candidatos célibes para los grados superiores del ministerio sagrado que, a partir de entonces, se pudo ir prescindiendo de ordenar a hombres casados, lo cual había sido un deseo explícito de muchos Padres conciliares.

Un testimonio necesario en una sociedad obsesionada con el sexo

Unas declaraciones del Card. Basil Hume, primado católico de Inglaterra, a propósito del caso del obispo escocés, alimentaron la polémica sobre el celibato. Entre otras consideraciones, el cardenal recordó el 17 de septiembre ante los micrófonos de la BBC que la ley del celibato no es divina, sino eclesiástica y, por tanto, reformable. También dijo que las vocaciones sacerdotales aumentaban, aunque la Iglesia está perdiendo personas muy capaces porque no quieren ser sacerdotes célibes. Pero, añadió, el celibato conserva su valor precisamente en la sociedad actual, «obsesionada por el sexo»: «No es malo tener gente que puede dar testimonio del amor sin el sexo». De todo esto, algunos titulares de prensa concluyeron que el cardenal proponía revisar la ley del celibato.

Sin embargo, el propio Card. Hume negó esa interpretación en declaraciones posteriores al Daily Telegraph (18-IX-96): «No propongo cambiar la ley. Creo que el celibato es la solución adecuada para la Iglesia. (…) Es un valor que debemos preservar».

El cardenal se refirió a la opinión de que el celibato es una exigencia excesiva. Ciertamente, dijo, es costoso mantener el celibato; «pero sería ingenuo creer que la vida matrimonial es más fácil. Hoy se rompen el 40% de los matrimonios, una proporción mucho más alta que la de defecciones de sacerdotes célibes. Tanto los hombres casados como los célibes tienen que esforzarse para ser fieles a los compromisos que han adquirido». De todas formas, el Card. Hume señaló que la corriente que pone en duda el celibato no es universal en la Iglesia: está confinada en Europa y Norteamérica.

El sexo no es todo

Un editorial del mismo periódico abunda en las mismas ideas. Cuando hoy no se entiende, dice, que la Iglesia católica exija el celibato, en el fondo se presupone que «ningún hombre o mujer puede realizarse a menos que sea sexualmente activo». Lo cual no es evidente. «Este presupuesto nos parece natural, pero seguramente habría resultado muy chocante para anteriores generaciones». En otras épocas, lo común era relacionar la sexualidad con los hijos, más que con la realización personal.

Ahora, prosigue el editorial, «la contracepción ha separado el sexo de la procreación». De ahí que «mucha gente, inconscientemente tal vez, subraya la importancia del sexo en sí mismo».

Pero «la doctrina de la realización sexual es, sin duda, cruel: ¿cómo podría no serlo, si los ancianos y los feos, los poco atractivos y los tímidos no pueden, por lo general, alcanzarla? Además, es una doctrina profundamente antiliberal, pues lleva necesariamente a considerar a quienes escogen el celibato no con tolerancia, sino como gente anormal.

«El legado de treinta años de revolución sexual es la proliferación de divorcios y separaciones, y una generación de niños sin padre y en muchos casos descarriados. Durante este tiempo, no todos los sacerdotes célibes, ni mucho menos, han abandonado el ministerio para casarse o son culpables de abusos contra menores, y muchos no parecen ser ni más ni menos felices que el resto de nosotros.

«Pese a ello, todavía seguimos buscando ansiosamente la realización sexual, como enfermos que esperan que un medicamento que no logra curarles les haga efecto tomándolo en dosis cada vez mayores».

Opina la mujer de un sacerdote

En fin, si se trata de examinar las posibles ventajas de suprimir la ley del celibato, oigamos a alguien que conoce de cerca el asunto. El Telegraph del mismo día publica una carta de una mujer llamada Pamela Nightingale, casada con un sacerdote católico que antes fue ministro anglicano. Hoy también ella es católica.

«Aunque 33 años de convivencia matrimonial -explica- me han hecho comprender bien el heroísmo que pedimos a nuestros sacerdotes para que vivan, a menudo solos, sin nadie con quien compartir íntimamente las necesidades físicas, mentales y espirituales que todo ser humano tiene, también reconozco lo fácil que es olvidar la lealtad y la dedicación de tiempo que el matrimonio exige a un hombre.

«Cualquier padre o madre sabe de los cuidados y preocupaciones que suponen los hijos, del esfuerzo económico que requiere educarlos, y de la creciente carga de cuidar de los propios padres y suegros cuando envejecen.

«(…) ¿Cómo podría un obispo católico atender las numerosas parroquias de su diócesis, en muchos casos difíciles, si los sacerdotes tuvieran que poner en primer lugar las necesidades de sus familias?

«Por otro lado, tras mi experiencia como mujer de un clérigo antes de nuestra conversión, en 1970, agradezco que en la Iglesia católica no se espere de mis hijos ni de mí que participemos en el ministerio de mi marido.

«(…) El celibato sacerdotal es una joya de la Iglesia católica que sólo se ha puesto en cuestión desde que empezamos a obsesionarnos con la realización sexual, en vez de pensar en la otra clase de realización que ofrece el sacerdocio.

«No tenemos más que mirar al Papa Juan Pablo II para ver a una persona completamente íntegra en quien los dones intelectuales y las dotes físicas se combinan con una profunda piedad y simpatía. El celibato le ha permitido usar esos talentos en beneficio de la humanidad entera.

«Pero si vamos a pedir a los sacerdotes que continúen siguiendo el ejemplo sacerdotal de Cristo, los laicos hemos de apoyarles y alentarles, y mostrarles el aprecio y la amistad humana que también ellos necesitan para continuar sirviéndonos».

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