¡No me invada con su intimidad!

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Minette Marrin reflexiona, a propósito de casos como la reciente biografía del Príncipe de Gales, sobre la moda de hacer revelaciones públicas de la propia intimidad (The Daily Telegraph, Londres, 18-X-94).

La «generación del yo» parece que se ha convertido en la generación del mea culpa. Ya no basta estar simplemente obsesionado con uno mismo. Uno tiene que compartir sus problemas con los demás, y cuanto más íntimos sean, mejor. De ahí la reciente cacofonía ensordecedora de confesiones.

(…) De alguna manera hemos llegado a acostumbrarnos a todo esto. Necesitamos confesiones públicas tan asombrosas como las del Príncipe y la Princesa de Gales para caer en la cuenta de que esto no es normal. La actual confesión compulsiva equivale a una traición, a los demás y a la intimidad, por el exclusivo interés de la propia imagen, y resulta muy extraño que hayamos de vivir en medio de una cultura que la considera aceptable, incluso en personalidades tan altas como el Príncipe y la Princesa de Gales. Pero así es.

Tal vez la confesión tenga un resto de respetabilidad que le viene de la religión. Tradicionalmente, decir la dolorosa verdad formaba parte del arrepentimiento y de la redención. Es difícil pasar junto a un pequeño y oscuro confesonario de una iglesia católica sin sentir deseos de librarse de alguna culpa secreta. Pero en la Iglesia, la culpa queda en secreto, para que sea expiada en secreto.

Cuando los psiquiatras adoptaron las técnicas de Freud, ya no tenían particular interés por el secreto ni, realmente, por la verdad. El paciente simplemente iba a decir las cosas como eran, o como podrían ser, o como las había soñado, y no se concedía valor a la discreción ni a la culpa. No tanto mea culpa como tua culpa: tuya o de algún otro, en cualquier caso. Y por discreción -pensaban aquellos mercaderes del diván- hay que entender represión: en realidad, usar de discreción es como no reconocer los traumas y, por tanto, antiterapéutico. Decir la verdad nos hará libres: esa era la promesa, cuasi-religiosa, de la psiquiatría, ¡y sin necesidad de expiación!

Y así llegamos rápidamente a los tópicos de los sesenta: hay que sacar a la luz pública todo, nuestros propios trapos sucios y los de todo el mundo. Así aparecieron los consejeros matrimoniales, que incitan a los maridos a confesar sus secretos rencores contra sus mujeres. Y la terapia de grupo, donde se azuza a cada uno a confesar su oculta hostilidad hacia los demás. (…) Y mientras tanto, hizo aparición la gran literatura de confesiones de este siglo, en la que los novelistas, de Thomas Mann a Philip Roth, revolvían sus vidas privadas en busca de argumentos que apenas se disfrazaban de ficción.

No es extraño que todos estos cambios culturales hayan ido avanzando poco a poco hasta penetrar en la Familia Real. Pero tal vez la catástrofe de la Familia Real nos recuerde, por fin, el valor que tiene guardar honroso silencio.

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