«No es tiempo de avergonzarse del Evangelio. Es tiempo de predicarlo desde las azoteas»

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Juan Pablo II en la VIII Jornada Mundial de la Juventud
Del 12 al 15 de agosto Juan Pablo II presidió la celebración de la VIII Jornada Mundial de la Juventud en Denver (Colorado), convocada bajo el lema: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). El Papa tuvo varios actos con los jóvenes que habían llegado a Denver procedentes de 105 países. Reproducimos a continuación algunos párrafos de la homilía que pronunció en la Misa del día 15, con asistencia de más de 500.000 jóvenes, y en la que Juan Pablo II glosó los principales puntos de su predicación durante esos días: el amor a la vida y la necesidad de proclamar el Evangelio.

(…) La octava Jornada Mundial de la Juventud es una celebración de vida. Este encuentro nos ha permitido hacer una seria reflexión sobre las palabras de Jesucristo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Jóvenes de todos los rincones del mundo, con oración ardiente habéis abierto vuestro corazón a la verdad de la promesa de vida nueva de Cristo. Mediante los sacramentos, especialmente la Penitencia y la Eucaristía, y mediante la unidad y la amistad nacida entre muchos de vosotros, habéis hecho una experiencia real y transformadora de la vida nueva que sólo Cristo puede dar. Vosotros, jóvenes peregrinos, también habéis mostrado que comprendéis que el don de la vida de Cristo no es únicamente para vosotros. Habéis llegado a ser más conscientes de vuestra vocación y misión en la Iglesia y en el mundo. (…)

Ésas no son palabras de elogio vano. Confío en que hayáis comprendido el alcance del desafío que se os plantea, y que tendréis la sabiduría y la valentía de afrontarlo. Es mucho lo que depende de vosotros.

Este mundo maravilloso -tan amado por el Padre que envió a su Hijo único para su salvación (cfr. Jn 3, 17)- es el teatro de una batalla interminable que está librándose por nuestra dignidad e identidad como seres libres y espirituales. (…) La muerte lucha contra la vida: una «cultura de la muerte» intenta imponerse a nuestro deseo de vivir, y vivir plenamente. Hay quienes rechazan la luz de la vida, prefiriendo «las obras infructuosas de las tinieblas» (Ef 5, 11). Cosechan injusticia, discriminación, explotación, engaño y violencia. En todas las épocas, su éxito aparente se puede medir por la matanza de los inocentes. En nuestro siglo, más que en cualquier otra época de la historia, la cultura de la muerte ha adquirido una forma social e institucionalizada de legalidad para justificar los más horribles crímenes contra la humanidad: el genocidio, las soluciones finales, las limpiezas étnicas y el masivo «quitar la vida a los seres humanos aun antes de su nacimiento, o también antes de que lleguen a la meta natural de la muerte» (Dominum et vivificantem, 57).

Derechos sin fundamento

(…) Queridos amigos, este encuentro en Denver sobre el tema de la vida debería conducirnos a una conciencia más profunda de la contradicción interna que existe en una parte de la cultura de la metrópoli moderna.

Cuando los padres fundadores de esta gran nación recogieron ciertos derechos inalienables en la Constitución -algo similar existe en muchos países y en muchas Declaraciones internacionales-, lo hicieron porque reconocían la existencia de una ley -una serie de derechos y deberes- esculpida por el Creador en el corazón y la conciencia de cada persona.

En gran parte del pensamiento contemporáneo no se hace ninguna referencia a esa ley garantizada por el Creador. Sólo queda a cada persona la posibilidad de elegir este o aquel objetivo como conveniente o útil en un determinado conjunto de circunstancias. Ya no existe nada que se considere intrínsecamente bueno y universalmente vinculante. Se afirman los derechos, pero, al no tener ninguna referencia a una verdad objetiva, carecen de cualquier base sólida. Existe una gran confusión en amplios sectores de la sociedad acerca de lo que está bien y lo que está mal, y están a merced de quienes tienen el poder de crear opinión e imponerla a los demás.

La familia se halla especialmente atacada. Y se niega el carácter sagrado de la vida humana. Naturalmente, los miembros más débiles de la sociedad son los que corren mayor riesgo: los no nacidos, los niños, los enfermos, los minusválidos, los ancianos, los pobres y los desocupados, los inmigrantes, los refugiados y el Sur del mundo.

Proclamar sin miedo el Evangelio

Jóvenes peregrinos, Cristo os necesita a vosotros para iluminar el mundo y mostrarle el «sendero de la vida» (Sal 16, 11). El desafío consiste en hacer que el «sí» de la Iglesia a la vida sea concreto y efectivo. La batalla será larga, y necesita de cada uno de vosotros. Poned vuestra inteligencia, vuestros talentos, vuestro entusiasmo, vuestra compasión y vuestra fortaleza al servicio de la vida.

No tengáis miedo. El resultado de la batalla por la vida ya está decidido, aunque prosigue la lucha en circunstancias adversas y con muchos sufrimientos. Esa certeza nos la ofrece la segunda lectura: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que durmieron (…). Así también todos revivirán en Cristo» (1 Co 15, 20-22). Ésta es la paradoja del mensaje cristiano: Cristo -la Cabeza- ya venció el pecado y la muerte. Cristo en su Cuerpo -el pueblo peregrino de Dios- sigue sufriendo el ataque del maligno y de todo el mal de que es capaz la humanidad pecadora.

En esta etapa de la historia, el mensaje liberador del evangelio de la vida ha sido puesto en vuestras manos. Y la misión de proclamarlo hasta los confines de la tierra pasa ahora a vuestra generación. Como el gran apóstol Pablo, también vosotros debéis sentir toda la urgencia de esa tarea: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9, 16). ¡Ay de vosotros si no lográis defender la vida! La Iglesia necesita vuestras energías, vuestro entusiasmo y vuestros ideales juveniles para hacer que el evangelio de la vida penetre el entramado de la sociedad, transformando el corazón de la gente y las estructuras de la sociedad, para crear una civilización de justicia y amor verdaderos. Hoy, en un mundo que carece a menudo de la luz y la valentía de ideales nobles, la gente necesita más que nunca la espiritualidad lozana y vital del Evangelio.

En el candelero

No tengáis miedo a salir a las calles y a los lugares públicos, como los primeros Apóstoles que predicaban a Cristo y la buena nueva de la salvación en las plazas de las ciudades, de los pueblos y de las aldeas. No es tiempo de avergonzarse del Evangelio (cfr. Rm 1, 16). Es tiempo de predicarlo desde las azoteas (cfr. Mt 10, 27). No tengáis miedo de romper con los estilos de vida confortables y rutinarios, para aceptar el reto de dar a conocer a Cristo en la metrópoli moderna. Debéis ir a «los cruces de los caminos» (Mt 22, 9) e invitar a todos los que encontréis al banquete que Dios ha preparado para su pueblo. No hay que esconder el Evangelio por miedo o indiferencia. No fue pensado para tenerlo escondido. Hay que ponerlo en el candelero para que la gente pueda ver su luz y alabe a nuestro Padre celestial (cfr. Mt 5, 15-16).

Jesús vino a buscar a los hombres y mujeres de su tiempo. Los comprometió en un diálogo abierto y sincero, independientemente de su condición. Como buen samaritano de la familia humana, se acercó a la gente para sanarla de sus pecados y de las heridas que la vida inflige, y llevarla a la casa del Padre. Jóvenes de la Jornada Mundial de la Juventud, la Iglesia os pide que vayáis, con la fuerza del Espíritu Santo, a los que están cerca y a los que están lejos. Compartid con ellos la libertad que habéis hallado en Cristo. La gente tiene sed de auténtica libertad interior. Anhela la vida que Cristo vino a dar en abundancia. Ahora que se avecina un nuevo milenio, para el que toda la Iglesia está preparándose, el mundo es como un campo ya pronto para la cosecha. Cristo necesita obreros dispuestos a trabajar en su viña. Vosotros, jóvenes católicos del mundo, no lo defraudéis. En vuestras manos llevad la cruz de Cristo. En vuestros labios, las palabras de vida. En vuestro corazón, la gracia salvífica del Señor. (…)

La verdad moral es objetiva

Durante la vigilia de oración celebrada el 14 de agosto, Juan Pablo II subrayó la urgencia de difundir una cultura de la vida: «Asistimos a la difusión de una mentalidad de lucha contra la vida, una actitud de hostilidad hacia la vida en el seno materno y hacia la vida en sus últimas fases. Precisamente en este tiempo, en que la ciencia y la medicina han logrado una mayor capacidad de velar por la salud y la vida, las amenazas contra la vida se hacen más insidiosas. El aborto y la eutanasia -asesinato real de un ser humano verdadero- son reivindicados como derechos y soluciones a problemas: problemas individuales o problemas de la sociedad.

La matanza de los inocentes no deja de ser un acto pecaminoso o destructivo por el mero hecho de realizarse de modo legal y científico. En las metrópolis modernas, la vida -primer don de Dios, y derecho fundamental de todo individuo, base de todos los demás derechos- es tratada a menudo nada más que como una mercancía que se puede organizar, comercializar y manipular a gusto personal».

Tras describir el ambiente contrario a la vida y a la dignidad humanas, el Papa se refirió a la necesidad de formar la conciencia moral: «Jóvenes, no cedáis a esa falsa moralidad tan difundida. No asfixiéis vuestra conciencia. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios «En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer» (Gaudium et spes, 16). Esa ley no es una ley humana externa, sino la voz de Dios, que nos llama a liberarnos de la cadena de los malos deseos y nos impulsa a buscar el bien y la verdad. Sólo escuchando la voz de Dios en vuestro interior y actuando de acuerdo con sus directrices, alcanzaréis la libertad que anheláis. Como dijo Jesús, sólo la verdad os hará libres (cfr. Jn 8, 32). Y la verdad no es el fruto de la imaginación de cada uno. Dios os ha dado la inteligencia para conocer la verdad, y la voluntad para realizar el bien moral. Os ha dado la luz de la conciencia para guiar vuestras decisiones morales, para amar el bien y evitar el mal. La verdad moral es objetiva, y una conciencia bien formada puede percibirla.

»(…) Un renacimiento de la conciencia debe brotar de dos fuentes: en primer lugar, el esfuerzo por conocer con certeza la verdad objetiva, incluida la verdad sobre Dios; y, en segundo lugar, la luz de la fe en Jesucristo, el único que tiene palabras de vida».

El día 14, durante una Misa con los delegados del Foro Internacional de la Juventud, el Papa habló a los jóvenes de la vocación al apostolado según los diversos caminos abiertos en la Iglesia: «Sabemos que Cristo no abandona nunca a su Iglesia. En una época como ésta, en que muchos está confundidos acerca de las verdades y los valores fundamentales sobre los cuales deben construir su vida y buscar la salvación eterna; en que muchos católicos corren peligro de perder su fe, la perla de gran valor; en que no hay bastantes sacerdotes, religiosas y religiosos para apoyar y guiar, y tampoco bastantes religiosos de vida contemplativa para presentar a la gente el sentido de la supremacía absoluta de Dios, debemos estar convencidos de que Cristo llama a la puerta de muchos corazones y busca jóvenes como vosotros para enviarlos a la viña, donde les espera una mies abundante».

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