Medallero olímpico y desarrollo humano

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Análisis

Acabados los Juegos Olímpicos, el balance más habitual ha sido alegrarse o lamentarse de las medallas obtenidas por «los nuestros». Como combatientes enviados en misión al extranjero a defender los colores nacionales, las hazañas o fracasos de los atletas se convierten en un índice del progreso del país. Así el puesto de cada país en el concierto de las naciones parece definirse por su lugar en el medallero olímpico. La excelencia olímpica individual queda al servicio del prestigio nacional, que se pone en juego en la competición pacífica entre los pueblos.

Por su capacidad movilizadora, su espectacularidad y su fuerte simbolismo (con toda la parafernalia de banderas, himnos y cánticos), el deporte se utiliza cada vez más como aglutinante de la identidad colectiva. Pero ya que el orgullo nacional se somete en los Juegos Olímpicos a pruebas objetivas -victorias, récords, medallas-, no está de más confrontarlo con otros índices objetivos de progreso. Por ejemplo, el Índice de Desarrollo Humano (IDH) que publica cada año la ONU. Este índice mide los logros en aspectos muy básicos: esperanza de vida, educación (alfabetización de adultos y tasa de escolarización en los distintos niveles) e ingresos per capita (ajustados según la paridad de poder adquisitivo).

De la comparación del medallero olímpico y del IDH pueden observarse las coincidencias o desequilibrios entre ambas clasificaciones.

No es extraño que casi todos los miembros del G-8 destaquen también por su poderío deportivo: siete de ellos están entre los diez primeros del medallero olímpico. Pero los ricos también lloran, como Canadá, con un destacado 4º puesto en IDH y un decepcionante 21º en el deporte. Asimismo llama la atención que en el desarrollo humano algunos de estos grandes se queden demasiado atrás, para sus posibilidades: así, Estados Unidos (1º en medallas, y solo 8º en IDH) o Alemania (6º y 19º, respectivamente).

La medalla de oro en la prueba combinada habría que dársela con toda justicia a Australia, 3º en IDH y 4º en medallas, un país de solo 20 millones de habitantes, casi nada en comparación con los gigantes que le precedieron en el podio de Atenas.

España es un ejemplo de país de clase media que aspira a entrar en la alta: 20º tanto en el medallero como en el IDH. Aunque podemos consolarnos pensando que estaría en el 14º si la clasificación se hiciera por el total de medallas, y no por las de oro.

Entre los ricos en IDH que no han podido adornarse con más de 7 medallas -y algunos con bastante menos- están Noruega, Suecia, Suiza, Bélgica, Irlanda y Finlandia. Países de la Europa tirando al norte, de poca población (entre 4 y 10 millones de habitantes) y enriquecidos. Pero ¿sería preferible vivir en Etiopía, que también ha sacado 7 medallas, aunque ocupa el puesto 170 (de 177) en el IDH? Quizá algunos grandes corredores huyen sobre todo de la pobreza.

En el podio de Atenas aparecen bien situados algunos países que se hunden en el IDH. Es el caso de China, Rusia, Cuba, Ucrania, Rumania o Brasil, que aparecen entre los veinte primeros en el medallero olímpico. En este grupo predominan los comunistas o ex comunistas, países donde el deporte ha tenido siempre un signo de afirmación ideológica y de palanca de prestigio internacional, a falta de poder destacar en libertad o bienestar. También influye el contar con una escuela bien asentada en ciertas disciplinas, como es el caso de Rumania en la gimnasia.

Cabe preguntarse si esos recursos dedicados por países atrasados a la alta competición deportiva no estarían mejor empleados en tratar de mejorar la educación o la sanidad. Pero esas sumas serían una gota de agua en un océano de necesidades. Y, quizá más aún en un país pobre, hacen falta héroes deportivos que inflamen los sueños, den alegrías y susciten esperanzas. Lo importante es que los gobiernos comprendan que el prestigio de un país se basa más en la elevación del nivel de prosperidad y de libertad de la población que de la cosecha de medallas de sus atletas. Pues tener un El Guerrouj o un Bekele es menos decisivo que contar con los suficientes médicos o maestros.

Por otra parte, en estos tiempos de globalización y mestizaje, las fronteras nacionalistas del deporte olímpico son también muy porosas. No pocos atletas que representaban en Atenas a países occidentales han nacido en el Tercer Mundo y han adquirido una nueva nacionalidad. Y, a la inversa, atletas que han ganado medallas para países como Zimbabue, son fruto del entrenamiento en EE.UU., aunque luego den la vuelta de honor envueltos en otra bandera.

Y es que cada vez es más difícil saber quiénes son «los nuestros».

Ignacio Aréchaga

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