Matrimonio de homosexuales

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Análisis

Por 159 votos a favor, 98 en contra y 18 abstenciones, el Parlamento Europeo aprobó el pasado 8 de febrero una resolución sobre igualdad de derechos de homosexuales en la Unión Europea, que ha creado polémica. Desde la vertiente jurídica, no hay nada que objetar a la «supresión de las disposiciones jurídicas que penalizan la homosexualidad», ni al llamamiento a poner fin a otras injustas discriminaciones.

Sin embargo, otros aspectos de la resolución -de ahí el elevado número de votos en contra que ha recibido y la legítima intervención de Juan Pablo II- plantean problemas jurídicos de mayor cuantía. Entre ellos destaca la recomendación de poner fin «a la prohibición de contraer matrimonio o de acceder a regímenes jurídicos equivalentes a las parejas de homosexuales», garantizándoles «los plenos derechos y beneficios del matrimonio». La dificultad de este intento ya la captó el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en dos recientes sentencias: Rees (1986) y Cossey (1990).

En la primera, un transexual (mujer convertida en hombre) demandó al gobierno británico por negarle el derecho a casarse con una mujer. El Tribunal -por unanimidad- estimó que el impedimento existente en el Reino Unido de no permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo no implicaba violación del artículo 12 del Convenio de Roma, que -garantizando el derecho a casarse- «se está refiriendo al matrimonio tradicional entre dos personas de sexo biológico diferente».

En la segunda sentencia, se contempla el caso de una ceremonia matrimonial celebrada entre una transexual y un ciudadano italiano en una sinagoga de Londres. Meses más tarde el experimento acabó en borrasca y la transexual exigió compensación financiera ante el abandono de su pareja. La sentencia de la High Court inglesa declaró nulo el matrimonio por entender que «las partes no eran de sexo opuesto». El Tribunal de Derechos Humanos -recurrida la sentencia británica- volvió a confirmar el criterio mantenido en el caso Rees. Según los jueces de Estrasburgo, la persistencia del concepto tradicional de matrimonio «es razón suficiente para continuar aplicando el criterio biológico en orden a la determinación del sexo de una persona a efectos matrimoniales. Es ésta una materia que se encuentra dentro del ámbito del poder de los Estados Contratantes, en cuanto que son competentes para regular el ejercicio del derecho al matrimonio».

Por lo demás, y hasta ahora, la totalidad de los derechos europeos -a excepción de Noruega y Dinamarca- mantienen el principio de heterosexualidad como calificador de una relación jurídica a efectos matrimoniales. Así, hace unos meses (30-V-93), el Tribunal Superior de Justicia de Madrid confirmó la denegación de la pensión de viudedad a un homosexual que convivió con un travestido, al considerar que su relación no es equiparable a la matrimonial. Para el Tribunal, «la prohibición legal de que dos homosexuales se puedan casar no supone ni discriminación ni violación del principio de igualdad ante la ley, ya que el matrimonio es una institución limitada al hombre y a la mujer». Idéntico criterio ha seguido el Tribunal de casación francés al denegar la pretensión de un auxiliar de vuelo de Air France de que su compañero homosexual pudiera beneficiarse de la tarifa reducida para los cónyuges o asimilados del personal de la compañía aérea.

Esta reticencia de fondo se observa incluso en las dos legislaciones (la noruega y la danesa) que han equiparado la unión homosexual al matrimonio. Veamos lo ocurrido en Dinamarca, similar al régimen noruego. La comisión jurídica de estudio votó mayoritariamente en contra del régimen matrimonial entre homosexuales. Sin embargo, la Cámara de los Diputados aprobó la ley (octubre de 1989). No obstante, la ley prohíbe la adopción de niños por la pareja homosexual así como la atribución de la titularidad de un derecho de guarda conjunta. De modo que ya está reconociendo una imposibilidad de principio de equiparación con el matrimonio: poner esta unión al servicio de la vida humana de acuerdo con el ritmo de las generaciones y del tiempo. Por otra parte, excluye a la unión de homosexuales de la libertad de elección -vigente en Dinamarca para el matrimonio- entre una ceremonia religiosa o civil. En todo caso, ha de celebrarse civilmente. Con lo cual la propia ley reconoce una especie de cláusula de conciencia en favor de los pastores luteranos (o ministros de otros cultos) para no intervenir.

La recomendación del Parlamento Europeo supone transformar las relaciones familiares en meras relaciones socio-asistenciales. En este irresistible deseo mimético con respecto a la familia «tradicional», se olvida que tanto la naturaleza como el derecho tienen sus propias reglas de juego. La ficción de que una pareja homosexual constituye un matrimonio es, como se ha dicho, «tan contradictoria como sostener que forman un ‘holding’ o una fundación». Son relaciones que se mueven en órbitas distintas. El modelo matrimonial de Occidente no pretende la protección de simples relaciones asistenciales o sexuales; lo que protege es un estilo de vida que asegura la estabilidad social y el recambio y educación de las generaciones. De ahí, me parece, que si dos homosexuales quieren cautelarse en sus relaciones no es camino correcto el de equipararlas al matrimonio, sino recurrir a otras vías, como diseñar una convención privada de concubinato en la que se prevea el funcionamiento material de la unión y las reglas económicas en caso de ruptura; recurrir a la figura de la sociedad de hecho o, en caso de indefensión, al enriquecimiento sin causa. Es decir, el camino que vienen siguiendo los notarios holandeses o la jurisprudencia francesa. La equiparación con el matrimonio sería un error.

Rafael Navarro-VallsRafael Navarro-Valls es Catedrático de la Universidad Complutense y Académico electo de la Real Academia de Jurisprudencia.

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