Lo menos ejemplar de un modelo

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La enseñanza en Japón (y II)
Ashiya. El culto a la educación y la búsqueda permanente del éxito han logrado que el sistema educativo japonés obtenga un alto nivel académico (cfr. servicio 66/95). Pero el sistema tiene efectos secundarios dañinos, como la excesiva uniformidad, la escasa atención al desarrollo de la personalidad del alumno o los brotes de violencia, que preocupan cada vez más. Surgen así las propuestas de reforma, si bien tropiezan con grandes resistencias.

El sistema educativo japonés es considerado hoy en día como uno de los mejores, si no el mejor, del mundo. Esto se debe en parte al alto nivel de éxito que los estudiantes japoneses obtienen en tests internacionales de matemáticas y ciencias, así como a la relación que existe entre el sistema educativo y el desarrollo económico del país.

La enseñanza tipo «test»

Algunos críticos piensan, no sin razón, que estos buenos resultados en exámenes tipo test no son sorprendentes, si se tiene en cuenta que los niños japoneses están bien entrenados desde la escuela elemental para este cometido. Otra cosa sería -dicen- si los exámenes se propusieran evaluar la capacidad de sacar conclusiones, de abstraer, de organizar el pensamiento en una redacción, de expresarse en una lengua extranjera, etc. Entonces, probablemente, esos tests revelarían una realidad bien distinta.

Es verdad que buena parte de la enseñanza japonesa se basa en impartir información y que se insiste más en la memorización mecánica que en la deducción lógica. De modo que los buenos estudiantes son capaces de meter verdaderas enciclopedias en sus cabezas justo antes de los exámenes, pero sólo algunos -por esfuerzo propio- logran sacar fruto duradero de esa información.

Hay quienes piensan también que este éxito educativo es producto de un régimen inhumano de estudio forzado, y que la infancia, tal como es conocida en Occidente, no existe en Japón: que los patios de recreo están vacíos, que las madres son unas tiranas de los deberes, que los fines de semana y las vacaciones se dedican al estudio organizado, etc.

Aunque existen de hecho motivos externos para pensar así, hay que tener en cuenta, sin embargo, las realidades psicológicas y culturales en las que está enraizada la educación japonesa. La forma de proceder de los padres con respecto a la educación de los hijos y el sistema de enseñanza mantienen una profunda cohesión social. Los padres, los maestros y la sociedad creen firmemente en la instrucción y el aprendizaje. Por consiguiente, ayudan al niño a empeñarse con todas sus fuerzas -y al mismo tiempo, a gusto- en su trabajo, cualquiera que sea su futuro en la sociedad.

Entrar en la buena universidad

De todos modos, es bien sabido que la posición que alcanzarán en la vida va a estar determinada por la universidad donde hayan estudiado. Por eso, los que están en la high school estudian lo indecible para poder entrar en universidades de prestigio que les abrirán las puertas de los mejores puestos de trabajo. En principio, esto no es una gran ventaja desde el punto de vista económico, pues los sueldos no se diferencian mucho; pero sí les sitúa en un nivel social y profesional diferente.

El pináculo de la excelencia es Todai (acrónimo por el que se conoce a la Universidad de Tokio), que en Japón tiene el prestigio de Harvard, Oxford y algunas otras universidades famosas juntas. Se comprende, por lo tanto, que los padres japoneses hagan todo lo posible para que sus hijos ingresen en Todai. O, si este sueño es imposible, que puedan al menos ingresar en alguna otra de las universidades de elite, como la de Kyoto. El problema está en que las 95 universidades estatales pueden acoger solamente al 20% de los estudiantes. El otro 80% es relegado a las numerosas universidades privadas, y sus perspectivas de carrera son sustancialmente menos brillantes.

Aunque algunas instituciones privadas, como Keio y Wasada, tienen buena reputación -y, en algunos campos, el prestigio de las estatales-, las demás se consideran como de segunda o tercera clase. Esto se debe principalmente a que la ayuda del gobierno a las diversas instituciones académicas varía enormemente. Las estatales reciben anualmente sumas enormes, mientras que las privadas no están tan bien dotadas y necesitan cobrar elevados derechos de matrícula: en algunos casos, cinco veces más que las estatales. Esto hace que a las privadas acuda un número desproporcionado de jóvenes procedentes de familias con ingresos altos.

En teoría, la admisión en la universidad depende del éxito en los exámenes de ingreso. Pero, en realidad, existe una especie de puerta trasera en algunas universidades privadas, que puede facilitar la entrada. Así ocurre cuando estas universidades tienen sus propias escuelas primarias y secundarias. Un joven moderadamente inteligente, cuyos padres tienen suficiente dinero para poder hacer que empiece su carrera en el jardín de infancia de Keio, por ejemplo, tiene bastante probabilidad de entrar en la Universidad de Keio, incluso más que un alumno brillante de una high school pública.

En cambio, las universidades estatales son meritocracias en el más puro sentido. Allí, en principio, no valen relaciones familiares, cartas de recomendación, o buenas notas en la high school. Pero son un verdadero pasaporte para el éxito en sociedad, si se utiliza bien la carta de haber estudiado allí.

Con este tipo de riesgos, en los que está en juego un porvenir brillante o mediocre -que se resolverá de un solo golpe con el examen de ingreso-, no puede sorprender que el niño japonés se encuentre en una especie de caldera a presión en el mismo momento en que empieza el parvulario. Y esta presión suscita muchas críticas.

La crítica del sistema educativo japonés está muy extendida sobre todo entre los intelectuales, pero también entre el público en general, que censura el «infierno de los exámenes». El relativamente alto índice de suicidios entre los jóvenes se puede atribuir en buena parte al fracaso en esta dura competencia. Y tanto las actitudes de rebeldía como de apatía de muchos universitarios, una vez alcanzada la seguridad del ingreso en la universidad, son una reacción frente a las presiones a que han sido sometidos antes.

Pero, si bien casi todos los japoneses están de acuerdo en que el sistema de exámenes es cruel y debería ser abolido, la mayoría piensa que este método de selección permanecerá aunque cambie en parte el sistema.

Muchos se quejan también de la pronunciada tendencia hacia las ciencias aplicadas, con el menosprecio de los estudios humanísticos. Este énfasis en las ciencias prácticas ha ayudado ciertamente al rápido crecimiento económico del país; pero también explica la falta de originalidad y de visión universal que se aprecia en la sociedad.

La homogeneización como sistema

«Un sistema educativo que se dirige casi exclusivamente a la producción de expertos en pasar exámenes de selectividad, no forma pensadores originales», dice Karel van Wolferen, autor del best seller The Enigma of the Japanese Power. «Es más, dado que la curiosidad intelectual puede ser un peligro para la praxis establecida, es activamente desaconsejada».

También hay quien dice que el actual sistema educativo «sólo parece capaz de producir robots»; y la queja básica de muchos intelectuales es -en palabras de Michio Nagai, ex ministro de Educación- que «la educación se centra en las necesidades prácticas de la sociedad, en vez de ser una contribución a largo plazo a la formación de cultura, a través de una búsqueda desinteresada de la verdad».

La homogeneización del sistema perjudica tanto la creatividad como la individualidad, pero va muy bien para conseguir un nivel común de saber y de capacidad. Como dice el profesor Takamitsu Sawa, director del Economic Research Center de la Universidad de Kioto: «La educación ha puesto un fuerte acento en porcentajes y en las posibilidades de éxito para superar exámenes, pero no capacita a los estudiantes para formar sus propias opiniones y explicar claramente sus puntos de vista. El método japonés de uniformidad en la educación es realmente efectivo si se considera como fin último de la educación favorecer la eficacia de la industria electrónica y del automóvil. Es evidente, sin embargo, que éste no debe ser el objetivo principal de la educación».

El sistema de exámenes y tests se basa en preguntas objetivas y requiere también respuestas que revelen un conocimiento práctico de la materia de estudio. «Los profesores imparten conocimientos sin estimularnos a pensar -se queja un universitario-. A nadie le interesan tus opiniones personales. Lo único que quieren es comprobar que conoces los hechos relevantes y que los entiendes correctamente».

Emigrantes por la educación

En los últimos años ha comenzado a producirse en algunos sectores un fenómeno que el sociólogo Yoshio Sugimoto califica de «emigrantes por la educación». Son familias que buscan en el extranjero una alternativa a la tensión y a la uniformidad típica de las aulas japonesas.

Un ejemplo lo constituyen el matrimonio Toshiaki y Cathy Suzuki. Ella es originaria de Yorkshire (Gran Bretaña). Cathy, que lleva 19 años en Japón y ha enseñado inglés en varios colegios, dice: «No tengo nada en contra del funcionamiento de la escuela primaria. Pienso que a ese nivel la educación es excelente». Sin embargo, la rivalidad y falta de imaginación en la enseñanza secundaria, tanto en los colegios de sus hijos como en los colegios que ella ha enseñado, le alarmaron. «En las escuelas japonesas los alumnos nunca preguntan nada. Son como esponjas. No hay debate o discusión razonada». Pero lo que más preocupaba a los Suzuki es la extraordinaria insistencia en la uniformidad. «Ese proceso -añade Toshiaki- anulaba la personalidad de mis hijos». Entonces, pusieron su casa en venta y marcharon a Yorkshire. Pocas son, sin embargo, las familias que puedan fácilmente tomar una decisión parecida. Sugimoto dice que hay familias que se ven obligadas a emigrar porque en Japón no hay alternativas. «El sistema es cada vez más monolítico, y la necesidad de buscar nuevas alternativas es más acuciante si tienes un hijo que no encaja en el sistema».

El Ministerio de Educación reconoce que las escuelas japonesas no ofrecen un abanico de alternativas suficientemente amplio. De todos modos, Kaoru Okamoto, director delegado del departamento de asuntos internacionales del Ministerio, descarta la crítica al sistema japonés diciendo, medio en serio medio en broma, que «es ya tradición entre los intelectuales hablar mal del gobierno y del Japón». Le preocupa que tanto los periodistas como los comentaristas no entiendan bien las diferencias entre el sistema japonés de enseñanza y el de otros países. A este respecto añade: «Muchos creen que la educación en otros países es mejor. Puede que tengan razón, pero nuestro sistema está basado en los valores culturales de Japón, por lo que otros sistemas pueden no ser convenientes para los niños japoneses».

Violencia en la escuela

A principios de la década de los 80 se produjo una explosión de artículos de prensa acerca de los defectos del sistema educativo japonés. El motivo de alarma era la violencia en las escuelas: maestros atacados por sus alumnos, emboscadas de estudiantes vengativos contra sus profesores, etc. El fenómeno se interpretaba como un desfogue contra la rigidez de los reglamentos escolares, que regulan desde el modo de vestir hasta la longitud del cabello, y detallan qué pueden o no pueden hacer los estudiantes fuera de la escuela, a qué cafeterías pueden ir…

Aquel brote fue suprimido a base de un control más estricto del reglamento por parte de las autoridades académicas, que no dudan en recurrir al castigo físico cuando lo creen necesario.

Poco después -más o menos a partir de 1985- salió a la superficie un problema más delicado: la ijime o intimidación organizada por parte de unos estudiantes contra otros, que desde entonces se viene dando a gran escala en las escuelas primarias y secundarias. Son actos de violencia generalmente dirigidos no tanto contra los más débiles, como contra los que por alguna razón son (o aparentan ser) diferentes de los demás: los mejores estudiantes o incluso los mejores deportistas. La ijime, además de violencia física, incluye actos forzados de degradación (robar en tiendas, por ejemplo) y también la extorsión, que a veces puede suponer cantidades respetables de dinero. Los matones pueden ser chicos o chicas. En algunos casos -muy aireados por la prensa-, las consecuencias de la ijime han sido trágicas, al recurrir las víctimas al suicidio para librarse de sus atormentadores.

El escritor Nobuo Hosaka, especialista en temas de educación, señala que «en la vida escolar, ser diferente ha llegado a convertirse en un crimen». A pesar de su gravedad, es importante, sin embargo, ver estos hechos con la debida perspectiva. Comparado con los niveles de violencia juvenil en otras naciones desarrolladas, la proporción de fechorías cometidas por jóvenes es casi increíblemente baja. Pero, precisamente porque Japón es una sociedad muy ordenada, incluso un incremento marginal de conducta antisocial constituye un motivo serio de alarma.

Las causas de esta violencia de los adolescentes suelen ser complejas. Pero parece razonable pensar que en Japón uno de los factores que la provocan es la pesada carga emocional que el sistema educativo impone a la juventud. La rigidez y proliferación casi maniática de reglas, los castigos por parte de los profesores si se viola alguna de ellas, junto con la brutalidad admitida por la escuela en los clubs de deporte, lleva a fomentar y a perpetuar esa situación. Refiriéndose a estas posibles causas de la ijime, la periodista Miriam Eguchi pregunta: «¿Cabe esperar que los niños de hoy, que no reciben ninguna educación ética efectiva, se abstengan de imitar el comportamiento exhibido tan a menudo por aquellos a quienes se supone que deben respetar?».

Estos y otros reproches al sistema demuestran que la pasión de los japoneses por la educación no es acrítica. Pero el afán de asegurar a los hijos un buen puesto dentro de un sistema tan selectivo predomina aún sobre el deseo de reformarlo.

Una civilización escolarizada

Como explica Edwin O. Reischauer en su libro The Japanese, el énfasis en la educación es algo «natural» en Japón y proviene del mismo origen de la civilización del Este asiático.

Fueron los chinos quienes desde el principio insistieron en la importancia de la alfabetización y del saber aprendido en libros. Atribuían la autoridad de los gobernantes a su mayor conocimiento y, en consecuencia, también a su superior capacidad de discernimiento moral.

Con el tiempo estos conceptos fueron institucionalizados con un sistema de selección a través de un exigente proceso de exámenes. Los coreanos adoptaron el sistema chino tal cual. Los japoneses embebieron su espíritu de estas ideas y ya hacia el final del periodo de Tokugawa (familia de generales, o shogun, que rigió Japón desde 1603 a 1867) habían desarrollado la alfabetización y las instituciones educativas mucho más que los chinos y los coreanos. Hacia la mitad del siglo XIX la mayor parte de los feudos tenían escuelas oficiales para los hijos de samurai. También había más de mil academias frecuentadas tanto por hijos de plebeyos como de samurai. Además, existían millares de instituciones en aldeas y poblados conocidas con el nombre de terakoya (escuela del templo) porque normalmente estaban ubicadas en templos budistas (tera), en las que había también niñas. En esa época alrededor del 45% de los hombres y del 15% de las mujeres estaban alfabetizados, cifras que estaban a la altura de los países más avanzados de entonces.

Más tarde, en la época de Meiji, se creó en 1871 el primer Ministerio de Educación y se llevó a cabo, con los años, un ambicioso plan de alfabetización universal, con una educación igualitaria. En 1907 se logró que prácticamente todos los niños fueran a la escuela. Se hizo obligatoria y gratuita la asistencia a los seis grados de enseñanza primaria coeducacional, de acuerdo con un sistema uniforme y centralizado, basado en el modelo francés.

Después se fueron creando escuelas medias para chicos y chicas (de 5 años de duración), la high school (de 3 años) sólo para chicos y, por fin, el nivel universitario de 3 ó 4 años. En el vértice de la pirámide, la Universidad de Tokio, que en 1886 recibió el nombre de Universidad Imperial de Tokio. Al principio se ingresaba sin exámenes, pero, al aumentar los candidatos, se formaron otras universidades y se estableció un sistema uniforme de exámenes de ingreso. En 1918 varias escuelas privadas fueron elevadas al rango de universidad. De ellas la más antigua y prestigiosa es la Universidad de Keio.

Tras la segunda guerra mundial, el sistema educativo japonés fue reestructurado por las autoridades de ocupación. El objetivo fue ajustarlo al sistema americano, y hacer que fuera menos elitista y más adaptado al tipo de sociedad de masa en que Japón se iba trasformando.

Antonio Mélich

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