La transición en Sudáfrica

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Tras la liberación política, se emprende la lucha contra la pobreza
El 27 de abril de 1994 tuvieron lugar en Sudáfrica las primeras elecciones libres, que dieron la victoria al Congreso Nacional Africano (CNA). Nelson Mandela, líder del CNA, se convirtió en presidente, al frente de un gobierno de unidad nacional en el que participan también el Partido Nacional (PN), del ex primer ministro Frederik de Klerk, y el partido zulú Inkatha, de Mangosuthu Buthelezi. Un año después de la histórica votación, Sudáfrica afronta con grandes dificultades, pero de forma pacífica, la tarea de superar las abismales diferencias sociales que ha dejado en herencia el apartheid.

El desmantelamiento del apartheid fue uno de los grandes acontecimientos de la política mundial ligado indirectamente al fin de la guerra fría. Durante años, el poder blanco había alimentado el temor al CNA, asegurando que éste preparaba la implantación de un Estado de partido único al estilo de los regímenes del África negra admiradores del modelo soviético-cubano. El gobierno racista intentaba así difundir en el exterior una imagen de Sudáfrica como último baluarte de Occidente en el cono sur africano.

Pero, a partir de 1990, el PN, que había instituido en 1948 el sistema del apartheid, comprendió que la situación era insostenible. Por su parte, Nelson Mandela y otros dirigentes del CNA no vacilaron en sustituir sus planteamientos colectivistas por la flexibilidad. Esto permitió llegar a una solución negociada en la que no hay vencedores ni vencidos.

Sin revanchismos

La moderación y el espíritu de concordia son las bases de la pacífica transición sudafricana. Al mismo tiempo, los abusos del apartheid fueron demasiado graves para que Sudáfrica pueda olvidar el pasado de la noche a la mañana. Y limitarse a cerrar los ojos provocaría nuevos resentimientos. Por todo eso, se pretende curar las viejas heridas haciendo justicia sin venganza.

Tal será el mandato de la futura «Comisión para la verdad y la reconciliación», sobre la que el Parlamento empezó a debatir en febrero pasado. El objetivo es esclarecer los crímenes cometidos por motivos políticos durante los años del apartheid, pero no castigarlos. Los culpables obtendrán el perdón a cambio de confesar. Se harán públicos los nombres de los implicados y las responsabilidades que ejercieron, aunque no lo que concretamente hicieron.

El debate sobre la Comisión revela que se trata de un tema muy delicado. Unos sostienen que no habrá verdadera justicia ni reparación sin permitir que se sepa todo. Para otros, la publicidad completa fomentaría actos de venganza, pues todavía viven muchas víctimas o personas próximas a ellas. Este temor está presente no sólo en el entorno de la policía y del PN, sino además en las filas del CNA. Pues también en los campos de entrenamiento que tenía el brazo armado del CNA hubo violaciones de derechos humanos. Por otra parte, se aduce que los más de diez mil miembros del CNA a los que se otorgó amnistía después de 1990 no tuvieron que confesar delitos concretos. De ahí que el CNA haya aceptado la propuesta del PN de mantener en secreto los delitos.

En cualquier caso, la Comisión es una muestra más de que en la Sudáfrica de hoy el revanchismo negro brilla por su ausencia, como Mandela no cesa de subrayar. En declaraciones a The Economist el pasado febrero, el presidente sudafricano dijo, refiriéndose a los blancos: «Este es su país. Deben ser parte de la transformación. Y están respondiendo muy bien. Tenemos escasez de gente con preparación universitaria, y el único modo de remediarlo es convencer a los blancos de que no tienen nada que temer».

Cinco años de plazo

Además de tranquilizar a los blancos, cuya colaboración se necesita para reconstruir el país, Mandela tiene que calmar la impaciencia de la mayoría oprimida bajo el apartheid. Los negros comprueban que, si bien ya no están marginados por ley, en el terreno económico y social un abismo sigue separándoles de los blancos. «El problema de la nueva Sudáfrica es que la vida sigue siendo igual», ha declarado a The Washington Post la directora de un centro cívico de Alexandra, ghetto negro próximo a Johannesburgo.

A los que piden resultados rápidos, Mandela advierte -como dijo claramente en la campaña electoral- que harán falta cinco años para que los negros empiecen a notar mejoras materiales. Tuvo que recordarlo el año pasado, después de las elecciones, a los sindicatos, que promovieron una serie de huelgas para pedir una subida inmediata del nivel de vida. El presidente insiste en que el país no puede permitirse todavía notables aumentos salariales.

En efecto, la libertad política no puede acabar de un plumazo con la escandalosa miseria en que vive gran parte de la población negra, cuya tasa de paro es el 33% o el 50%, según diversos cálculos. No basta hacer un reparto justo: es preciso que aumente la tarta. Pero aunque se mantenga el actual crecimiento económico (3% anual), el más alto del último decenio, Sudáfrica no podrá crear suficientes empleos para el gran número de jóvenes negros sin cualificación que entran en el mercado de trabajo. Aunque se hayan levantado las barreras raciales, el bajo nivel educativo sigue frenando el ascenso de los negros.

La batalla educativa

No es muy aventurado, por tanto, afirmar que la enseñanza es el problema más básico de Sudáfrica. También porque constituye una pieza clave del proceso de integración racial.

Desde el pasado enero existe un único Ministerio de Educación para todo el país, que sustituye a los dieciocho que había bajo el apartheid para las diversas razas y bantustanes. Las diferencias son sangrantes. El Estado gasta en cada alumno negro un tercio del gasto por alumno blanco. Tan sólo el 48,5% de los alumnos negros terminan la enseñanza media, frente al 98% de los blancos.

A principios de la década actual se dio un primer paso hacia la integración con las subvenciones concedidas por el gobierno de De Klerk a escuelas privadas blancas que admitieran alumnos negros. Así, en 1994 había unos cien mil estudiantes negros en centros acogidos a ese programa.

Ahora, aunque ha desaparecido el apartheid legal, subsiste otro más sutil, generado por las desigualdades sociales y por los reglamentos de los colegios blancos de élite. La gran mayoría de los alumnos negros no pueden pagar las matrículas o son incapaces de superar las pruebas de admisión en las escuelas de buena calidad. El rechazo, justificado o no, de candidatos negros en algunos de tales centros ha provocado tensiones.

Volver a los libros

No se oculta al CNA la importancia de reconstruir el sistema educativo. Así lo reconocía, por ejemplo, Tokyo Sextwale, primer ministro de Gauteng (nuevo nombre de la región de Johannesburgo), con motivo de la apertura de curso, en enero pasado, en una escuela de Alexandra. «Estamos aquí -dijo Sextwale- para entablar una nueva lucha con el fin de restablecer la confianza. Queremos más médicos, más abogados. Soñad con ser pilotos de avión, en vez de conductores de camión. No decepcionemos a Mandela, a nuestros padres, a nuestra comunidad».

Son necesarias estas llamadas a los jóvenes. Ciertamente, las escuelas de las zonas negras, marginadas durante años, están superpobladas y escasas de libros, y hasta de pupitres y pizarras. Pero más allá de las carencias materiales, la amarga realidad es que esas escuelas han sido moralmente devastadas por casi veinte años de agitación y represión, y ahora no resulta fácil transformar en centros de estudio los que han sido focos de subversión y protesta. Todavía hay muchas escuelas donde el director no tiene más que una autoridad teórica y se niega la entrada a los inspectores.

El CNA intenta arreglar la situación por medio de su organización estudiantil, el Congreso de Alumnos Sudafricanos (COSAS), que se ha propuesto como objetivo principal «restablecer la cultura del esfuerzo y del estudio». Con este fin, el COSAS ha elaborado un código de conducta cuyo preámbulo alude directamente a la índole del problema: «Nuestra comunidad debe comprender que el contexto y la naturaleza de nuestra lucha no va dirigida a la destrucción de los centros». Diversos artículos del código prohíben causar daños al material o las instalaciones. Asimismo, se insta a profesores y alumnos a la puntualidad y a la asistencia a clase, a la vez que se excluyen las manifestaciones en el interior de las escuelas. Se considera motivo de expulsión consumir drogas o alcohol y llevar armas.

Poco margen para redistribuir

En los otros terrenos sociales, el gobierno de unidad nacional ha preparado un «Plan de reconstrucción y desarrollo» dirigido más a sentar las bases para el futuro crecimiento que a dar compensaciones inmediatas. Por otra parte, la economía no deja mucho margen para redistribuir, pues aún no se ha recuperado del todo de la crisis de los 80, provocada en parte por el embargo internacional al régimen racista y sobre todo por la caída del precio del oro.

Un presupuesto expansivo se podría financiar más fácilmente con créditos del exterior, pues Sudáfrica tiene una deuda externa relativamente pequeña. Pero el gobierno no desea que se dispare la inflación, por lo que de momento actúa con cautela. De hecho, el primer presupuesto nacional tras el apartheid dedica menos del 3% del gasto a programas nuevos para combatir la pobreza. El gasto en educación ha bajado un poco, en términos reales.

Un millón de viviendas

El capítulo central del plan de desarrollo es el proyecto de construir un millón de viviendas hasta 1999, una de las promesas electorales del CNA. El 14% de los hogares sudafricanos son chabolas, lo que muestra las penosas condiciones de vida que padecen muchos y las abismales diferencias sociales existentes en el país. El CNA entiende que la lucha contra la pobreza pasa por crear una nueva clase de propietarios de viviendas.

Para lograrlo, no serviría ofrecer créditos en las condiciones habituales, pues en Sudáfrica más de tres millones de familias tienen ingresos inferiores a 800 rands (unos 240 dólares) mensuales. Así que se establecerá un sistema de subvenciones proporcionales a la renta familiar. Mas para cumplir los ambiciosos objetivos del plan haría falta construir unas 300.000 viviendas por año. Y siendo insuficiente el presupuesto público, la mayor parte de la financiación provendrá de una sociedad estatal, la National Housing Finance Corporation, que recibirá fondos del extranjero. Japón, Estados Unidos, el Banco Mundial y la Unión Europea han prometido créditos y ayudas oficiales; también se esperan aportaciones privadas de Alemania, Suecia y Gran Bretaña.

El plan no se limita a las viviendas: en muchos casos hace falta invertir también en infraestructuras (vías públicas, saneamientos, conducciones de agua y electricidad…) para urbanizar los poblados de ladrillos, plástico y hojalata que rodean las grandes ciudades como Johannesburgo o Pretoria. Además, habrá que desterrar los hábitos del pasado. A este respecto, el propio Mandela ha criticado a los habitantes de Soweto por no pagar alquileres ni electricidad desde hace diez años.

El indispensable Mandela

Las distancias en materia de educación y de vivienda son muestras de que la transición en Sudáfrica ha de ir más allá de las reformas políticas. La instauración de la igualdad legal es sólo el comienzo del camino para dejar atrás el pasado. En este proceso, que inevitablemente será lento, es necesario que se mantenga el espíritu de concordia que ha distinguido la pacífica transformación política. Para ello sigue siendo indispensable Mandela, cuya gigantesca autoridad moral logra contener la impaciencia de la mayoría negra y disipar los temores de los blancos. Pero, si falta aún mucho, también es cierto que se ha llegado a un punto que hace años parecía impensable. Así lo muestran hechos significativos como el ocurrido hace algunas semanas en un encuentro internacional de hockey. En esa ocasión, un público multirracial aplaudió la izada de la nueva bandera de Sudáfrica. Un pequeño detalle que permite abrigar grandes esperanzas en la transición sudafricana.

Maniobras zulúes

El jefe zulú Mangosuthu Buthelezi y su partido Inkatha alcanzaron en las elecciones el 10,5% de los sufragios. Pero este resultado supone más del 50% de los votos en Kwazulu-Natal, el país de los zulúes.

Durante muchos años, Buthelezi fue el símbolo de la identidad zulú. Incluso aceptó la erección de la provincia como uno de los bantustanes independientes -no reconocidos por la comunidad internacional- promovidos por el régimen racista a partir de finales de los setenta. Inkatha llegó a ser un instrumento del poder en su lucha contra el CNA. El régimen racista aprovechaba y fomentaba la división entre los zulúes, por un lado, y por otro los xhosas y demás grupos étnicos negros, que son mayoría en las filas del CNA.

Mas hoy sería poco realista pensar en una secesión de Kwazulu-Natal, posibilidad con la que Inkatha amenaza para obtener ventajas de los socios principales del gobierno de unidad nacional, el CNA y el PN. Buthelezi no dispone de ejército ni de apoyos exteriores, y su provincia depende del gobierno central para sobrevivir económicamente. A esto hay que añadir que las filas zulúes están divididas. El rey zulú Goodwill Zwelithini está enfrentado con Buthelezi, y en esta lucha por el poder, el monarca cuenta con el apoyo de Pretoria, que después de todo alimenta el presupuesto de la casa real. Por su parte, Buthelezi cuenta con el favor de la mayoría de los trescientos jefes tribales y defiende la autodeterminación de Kwazulu-Natal, así como la restauración del antiguo reino de los zulúes.

Para hacer presión, Buthelezi el año pasado llegó a amenazar con boicotear las elecciones y más recientemente con retirar a Inkatha del Parlamento si sus aspiraciones no eran sometidas a un proceso de mediación internacional. Ello choca con la constitución provisional, en la que el gobierno central es el árbitro supremo. Y Buthelezi es vulnerable porque un día no muy lejano el gobierno de Pretoria puede sustituir al regional como financiador de las comunidades tribales.

Antonio R. Rubio

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