La separación entre la política y la ética

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¿Cómo llegar a un consenso en la concepción política de la justicia en una sociedad caracterizada por una pluralidad de doctrinas filosóficas, morales y religiosas? ¿Qué hay que aceptar y qué hay que excluir del marco político de la convivencia para que reine la tolerancia? Desde su famosa obra Una teoría de la justicia (1971), John Rawls, profesor de Filosofía Política en la Universidad Harvard, ha ido clarificando su propuesta. La ha desarrollado en su nueva obra El liberalismo político, aparecida en 1993 y traducida recientemente en España (1).

En El liberalismo político, John Rawls reúne sus artículos publicados en los últimos 25 años, dándoles unidad y coherencia, rehaciéndolos en algún caso. No ha cambiado la fundamentación de su sistema, pero la ha enriquecido en sus discusiones con el comunitarismo y otras corrientes críticas. Por otra parte, los cambios sociopolíticos mundiales exigen la construcción de nuevos modelos políticos.

Mientras que su primera obra presuponía una sociedad culturalmente homogénea, en esta segunda aportación Rawls tiene en cuenta una sociedad pluralista. Ya desde los primeros artículos, en la década de los 70, Rawls intentó demostrar cómo personas con distintas concepciones éticas, religiosas y culturales podrían compartir la teoría política de la justicia que él propone.

El mismo modelo, renovado

Su Teoría de la justicia fue una construcción intelectual original, rigurosa y en principio dialogante. Acuñó términos que pasarán a la historia, como sucedió con el imperativo categórico kantiano, la dialéctica hegeliana o la lucha de clases marxista. Así Rawls, tomando elementos de la filosofía política clásica, crea una nueva teoría contractualista, un modelo teórico de la justicia como equidad, aplicable a los sistemas constitucionales democráticos.

La pregunta que formula es: ¿cómo construiríamos una sociedad idealmente justa de personas libres e iguales? Debemos partir de cero, sin ningún presupuesto (posición original), y, sin saber qué lugar ocuparemos en esa sociedad (velo de la ignorancia), crear una sociedad bien ordenada, respetando dos principios de justicia: el principio de libertad, prioritario, por el que cada uno tiene el mismo derecho a las libertades básicas; y el principio de diferencia, que justifica ciertas desigualdades con tal que estén abiertas a todos en igualdad de oportunidades y promuevan el mayor beneficio para los menos aventajados.

Una de las rectificaciones de Rawls en su nueva obra ha sido introducir dentro de los elementos constitucionales esenciales la obligación del Estado de proporcionar a todos los ciudadanos un mínimo de subsistencia para cubrir sus necesidades básicas. En cambio, otras ayudas sociales no formarían parte de los derechos constitucionales que un ciudadano puede exigir al Estado, sino que pertenecerían a las cuestiones que deben decidirse por la voluntad política.

Esto equivaldría a la distinción que hacen algunas Constituciones entre derechos primarios (las libertades básicas), que son directamente exigibles ante los tribunales, y los derechos secundarios, llamados a veces derechos sociales (derecho al trabajo, a la educación, a la vivienda, etc.). Estos suelen ser principios rectores del ordenamiento jurídico, y no son reclamables ante los órganos de justicia, a no ser que estén concretados en la pertinente legislación.

Aun con estas y otras matizaciones, Rawls mantiene la tesis general y los dos grandes principios de justicia. La principal innovación consiste en el campo de aplicación de la teoría.

El consenso entrecruzado

El punto de arranque de Liberalismo político lo constituye la pregunta: «¿Cómo es posible que pueda persistir en el tiempo una sociedad estable y justa de ciudadanos libres e iguales que andan divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables pero incompatibles?» (p. 13). El liberalismo político no critica, ni mucho menos rechaza, ninguna teoría particular acerca de la verdad de los juicios morales. «El problema del liberalismo político consiste en elaborar una concepción de la justicia política para un régimen constitucional democrático que pueda ser aceptado por la pluralidad de doctrinas razonables» (p. 14).

Rawls ya no insiste tanto en la idea de un Estado neutral. Ahora nos pide compartir unos mismos valores políticos, al margen de nuestras divergencias en lo que llama doctrinas comprehensivas, en el sentido de que abarcan una visión global del mundo, y orientan de un modo esencial la vida de muchos individuos.

Rawls no discute que pueda existir una ética con unos valores objetivos. Simplemente no considera necesario entrar en debates éticos, ni filosóficos, para establecer la justicia política. Lo que se plantea es qué concepción política puede obtener un consenso entrecruzado o por solapamiento (overlapping consensus) en una sociedad con distintas doctrinas comprehensivas.

Se trata de lograr este consenso en el campo de lo que Rawls llama la razón pública (la cultura política pública), distinta de las razones no públicas sostenidas por asociaciones de todo tipo (Iglesias, universidades, sociedades científicas, asociaciones profesionales…). Estas pertenecen al trasfondo cultural, y ocupan un espacio intermedio entre lo público y lo privado. Rawls acuña esta distinción para mantener que «al discutir las esencias constitucionales y los asuntos de justicia básica, no podemos apelar a doctrinas religiosas y filosóficas comprehensivas -a lo que, como individuos, o como miembros de asociaciones, creemos que es la verdad global-» (pp. 259-260), sino que debemos acudir a verdades generalmente aceptadas, o disposiciones generales para todos los ciudadanos.

El balance de valores en conflicto

Rawls no discute que exista o no la verdad, o propuestas más verdaderas que otras. Pero, a efectos del pragmatismo político, exige que cuando haya conflicto entre valores, el ciudadano no acuda a argumentos éticos o religiosos, sino que sólo pueda utilizar en la discusión valores políticos. Se trata de «vivir políticamente con otros a la luz de razones de las que puede esperarse razonablemente que todos aceptarán», lo que significa hacer un «balance razonable de valores políticos públicos» (p. 230).

Rawls piensa que la gente se comporta de modo «razonable» cuando considera que ellos y los demás pueden razonar en común, y cuando «tiene en cuenta las consecuencias de su acción sobre el bienestar de los demás», disposición «incompatible con el egoísmo» (p. 79, y cfr. p. 85).

De acuerdo con esta terminología, puede haber doctrinas comprehensivas de la vida que sean razonables en su conjunto, pero que sean irrazonables en algún punto. A modo de ejemplo, Rawls recurre a la espinosa cuestión del aborto. Para él es razonable (luego sería un principio constitucional esencial o de justicia básica) que la madre pueda decidir abortar en los tres primeros meses, y serían irrazonables quienes se opusieran a ello.

Aquí, como en otros momentos, se advierte una paradoja en el pensamiento de Rawls. Por una parte, suprime la posibilidad de una ética racional, que nos llevaría a acuerdos políticos basados en la razón, y no sólo en un mero compromiso político. Por otra parte, nos exige unidad en cuestiones que son opinables, pero que él convierte en dogmas políticos. Así que una alternativa a Rawls supone reivindicar un mayor espacio para una ética racional en la política, y un mayor pluralismo político.

Reivindicar una ética racional común

Hay una premisa de este planteamiento del profesor de Harvard que hoy es asumida por muchos sin discusión, cuando en realidad es un a priori no compartido por quienes no sean liberales à la Rawls.

Se parte de que las visiones comprehensivas de la vida de distintos ciudadanos no van a encontrar puntos en común, y entonces la solución es acudir a la política, que nos traerá la salvación del acuerdocompromiso. Pero, en el fondo, los valores políticos liberales que propone Rawls forman parte del acervo de una ética común, de lo que una persona racional está capacitada para entender. Hay, por tanto, muchos puntos éticos razonables que sí son compatibles, y compartidos por muchas de esas doctrinas, y que pueden estar presentes en la vida política.

Muchos puntos de acuerdo político demuestran que, cuando se razona adecuadamente, todos pueden alcanzar aspectos parciales de la verdad, aunque por supuesto nadie sea dueño de la verdad absoluta. O quizá se demuestra que muchos caminos llevan a Roma, incluso aunque algunos no quieran reconocer que están en esa ciudad, léase, admitiendo una ética con unos contenidos comunes, a la que se quiere disfrazar de cultura política común.

Ciertamente, los comunitaristas han exagerado su presentación de sociedades homogéneas, con una idea del bien aceptada por todos. Pero en su réplica, el liberalismo sigue exagerando la contraposición entre la ética y la política, lo privado y lo público.

Resulta fácil entender la necesidad de la separación entre Iglesia y Estado. Pero no se puede aplicar esa misma distinción a las relaciones entre ética y política, porque hay cuestiones políticas y jurídicas basadas en juicios éticos. Sin embargo, Rawls margina tanto los argumentos religiosos como los éticos. Pero, si bien parece inadecuado recurrir a los primeros en sociedades plurales, no chocaría con la razón pública acudir a argumentos de ética pública, porque hay una ética de lo público.

Es cierto que a su vez hay otras muchas cuestiones políticas no afectadas por la ética. Por tanto, se puede afirmar con Rawls que «la razón pública permite a menudo dar más de una respuesta razonable a cualquier pregunta. Esto es así porque existen muchos valores políticos y muchas maneras en que pueden caracterizarse». Pero ni el propio Rawls es coherente con esta tesis. Por ejemplo, parece que en la cuestión del aborto la única opinión razonable es la de Rawls.

Nadie negará que en política hay muchas cuestiones opinables. Pero también hay muchas verdades parciales, que la razón puede descubrir. Existe una racionalidad política, que está más allá de lo meramente razonable. Otra cosa es que las armas que haya que utilizar sean los argumentos racionales y dentro del espacio político. Quizá la solución esté, al contrario de lo que Rawls propone, en ser más racionales y menos «razonables».

En el ámbito de la razón pública

Por otra parte, a Rawls no le parece bien acudir a valores no políticos cuando falta acuerdo. Pero esto presupone haber aceptado esa escisión entre ética y política, que para muchos no resulta tan «razonable». En principio, Rawls reconoce que las doctrinas comprehensivas razonables e incluso las propias convicciones religiosas pueden estar presentes al decidir sobre los valores políticos. Sin embargo, cuando chocan con la razón pública, parece que tendrían que retirarse si no quieren ser tachadas de irrazonables. Pero, habría que preguntarse: ¿qué razón pública?; ¿quién decide qué es un equilibrio razonable?

Rawls ha dejado de hablar de la neutralidad del Estado para exigirnos ahora un credo político compartido, una cultura política común, que respetaría todas las diversas visiones comprehensivas de la vida. En cambio, da por supuesta una divergencia irreconciliable entre teorías éticas, como si no pudieran tener nada en común. Sin embargo, sería más lógico argumentar que es posible llegar a acuerdos racionales éticos entre personas que pertenecen a diversas religiones y a diversas culturas.

De lo contrario, se puede terminar haciendo de la política un fin en sí misma, cuando en realidad es un medio.

Parecería lógico exigir que hubiera una continuidad y una influencia de la sociedad civil en las instituciones políticas. Pero en la concepción de Rawls, si bien las doctrinas comprehensivas de todo tipo forman parte del trasfondo cultural de la sociedad civil, no están invitadas al banquete de la razón pública. Nos hallamos ante una nueva política ecológica, no contaminada de impurezas éticas. Una concepción política que no implica compromisos con ninguna otra doctrina, descafeinada, light.

El modelo rawlsiano de tolerancia

El liberalismo político de Rawls tiene un loable propósito conciliador. Ante la diversidad actual quiere buscar puntos de encuentro, que hagan posible la convivencia en las sociedades democráticas. Para ello Rawls propone un concepto de tolerancia. Pero existe el peligro de entenderlo desde cierto tipo de liberalismo relativista, aunque Rawls negaría ser tachado de relativista.

Parece desprenderse del pensamiento rawlsiano que, para ser tolerante en la esfera pública, el ciudadano debe dejar a un lado sus convicciones, no sólo las religiosas, sino también las éticas y filosóficas. Queda flotando la duda de si Rawls es tolerante con quienes no comparten su manera de entender la tolerancia. Así, hasta el mismo Habermas y su teoría de la acción comunicativa (bastante alejada desde luego de cualquier realismo y objetivismo epistemológico) podría ser tachada de fundamentalismo filosófico. Pero el precio de la tolerancia no tiene por qué ser la marginación de la ética de la vida política. Los movimientos políticos más sectarios se han caracterizado por prescindir de todo principio ético, y, en cambio, es perfectamente concebible una idea filosófica de la verdad y del bien que exija la tolerancia.

Rawls parece colocar al mismo nivel de fanatismo fundamentalista las teorías que identifican Estado y religión, y a cualquier pensador actual que, desde una u otra posición, asegure que hay una estrecha relación entre ética y política. Es de justicia hacer bastantes distinciones entre ambas cosas.

Hoy se tacha de «hacer metafísica» a quien sigue manteniendo la posibilidad de la razón humana de llegar a la verdad, o se mira con recelo al creyente que defiende determinadas posiciones morales en la esfera pública, aunque para hacerlo no necesite acudir a su fe. Pero en pro de una sana tolerancia deberían valorarse esas posturas por la solidez de sus argumentos racionales, sin descalificar a nadie por sus convicciones religiosas. De lo contrario, también los filósofos griegos habrían sido creyentes fundamentalistas, y muchos pensadores posteriores hasta nuestros días.

La propia filosofía de Rawls -porque su teoría política es en el fondo eso, filosofía-, el liberalismo político, no puede sustentarse sin el liberalismo ético. Y tampoco se puede prescindir de más de veinte siglos de filosofía occidental para explicar el origen de las democracias occidentales, de las constituciones modernas y de la aparición del Estado de Derecho. Rawls es consciente de ello, pero no se resiste a hacer un intento que recuerda a la Teoría Pura del Derecho de Kelsen, pero aplicada ahora a la política, una Teoría Pura de la Política. Lo que ocurre es que la aparente limpieza ética no es tal. Pero al margen de ello, como ocurrió con la citada obra kelsiana, Rawls establece unos andamios conceptuales, unos presupuestos mínimos que son útiles para construir las bases de la democracia constitucional occidental, aunque su fundamentación filosófica resulte insuficiente.

María Elósegui Itxaso
Profesora Titular de Filosofía del Derecho en la Universidad de Zaragoza

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(1) John Rawls. El liberalismo político. Crítica. Barcelona (1996). 440 págs. 3.990 ptas. Traductor: Antoni Doménech. Las citas corresponden a esta traducción.

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