La Santa Sede destaca la necesidad de la reforma agraria para los países en vías de desarrollo

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Roma. En los últimos meses han sido noticia en algunos países las ocupaciones de tierras por parte de campesinos. Dejando al margen algunas instrumentalizaciones políticas, esos hechos ponen de manifiesto una situación de injusticia, que es preciso remover. Para ofrecer algunas reflexiones sobre esa cuestión, y en el contexto de la preparación al Gran Jubileo del año 2000, el Consejo Pontificio Justicia y Paz acaba de publicar un documento sobre la reforma agraria.

Quizá consciente de que este es un tema sobre el que se viene hablando en muchos países desde hace varios siglos, el cardenal Roger Etchegaray, presidente del Consejo, presentó el documento como una «utopía realizable», subrayando su vinculación con el espíritu bíblico del jubileo.

Con el documento titulado Para una mejor distribución de la tierra. El reto de la reforma agraria, este organismo de la Santa Sede quiere «hacerse portavoz» de los problemas con los que la Iglesia tiene que enfrentarse a diario en numerosos lugares. Sin ser una «propuesta política puesto que ésta no es competencia de la Iglesia», el documento incita a los responsables nacionales e internacionales a que «actúen urgentemente».

A lo largo de sus 50 páginas, el texto se centra en dos problemas que son particularmente agudos en los países en vías de desarrollo, y que tienen raíces históricas lejanas: la excesiva concentración de la tierra en grandes propiedades o, por el contrario, el minifundio, que provoca que esos pequeños campesinos queden fuera del mercado. En los países de antigua dominación colonial, la situación se ha agudizado «sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo pasado».

Ante el fracaso de la reforma agraria que se llevó a cabo en muchos lugares, se observa que «el hecho de creer que la reforma agraria consiste fundamentalmente en un simple reparto y asignación de tierras ha sido una de las mayores equivocaciones». Son precisas también otras medidas estructurales. Algunos de los problemas que se deben resolver son: las carencias y los retrasos legislativos sobre el reconocimiento del título de propiedad de la tierra y sobre el mercado del crédito; la falta de interés por la investigación y por la capacitación agrícola; la negligencia en los servicios sociales y en la creación de infraestructuras en áreas rurales. Se debe promover, además, la propiedad familiar y de colectividades.

El documento recuerda que la doctrina social de la Iglesia «condena el latifundio como intrínsecamente ilegítimo». Una nota del texto precisa que por latifundio se entiende «una finca de gran extensión, cuyos recursos normalmente no son plenamente utilizados y que a menudo pertenece a un propietario ausente, que emplea trabajadores asalariados y utiliza tecnologías agrícolas atrasadas».

La valoración ética de algunas situaciones difíciles, como la expulsión de campesinos de las tierras que han cultivado durante años o los casos de ocupación de tierras baldías por parte de campesinos que viven en la indigencia, se pueden juzgar con la doctrina ya establecida por Santo Tomás: quien se encuentra en extrema necesidad tiene derecho a procurarse lo necesario tomándolo de las riquezas de otros.

Sobre la ocupación de las tierras, el texto advierte más adelante que «el clima de emotividad colectiva generado por la ocupación de las tierras, puede con facilidad provocar una serie de acciones y de reacciones tan graves que pueden incluso escapar a cualquier control. Las instrumentalizaciones que se dan, a menudo no tienen nada que ver con el problema de la tierra». En todo caso, la ocupación es una grave señal para que los gobiernos pongan en marcha reformas eficaces.

El documento propone la reforma agraria también en el contexto de la preparación al Jubileo: en la Biblia, el compromiso de dividir proporcionadamente las tierras está precisamente en la base de lo que eran los jubileos. «En Egipto la tierra pertenecía al faraón, y los campesinos eran sus esclavos y de su propiedad. En Babilonia había una estructura feudal: el rey entregaba las tierras a cambio de servicios y de fidelidad. No hay nada parecido en Israel. La tierra es de Dios que la ofrece a todos sus hijos».

Diego Contreras

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