La paz de Colombia, en el espejo de otros

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Cuando ya casi repican las campanas por la paz en Colombia y el pueblo de ese país se apresta a hacerse escuchar en el plebiscito del 2 de octubre, día en que se someterá a consulta el acuerdo entre el gobierno y las insurgentes FARC, vienen a la mente los procesos de paz más recientes en otros sitios en conflicto.

De lo más cercano en el tiempo, la memoria trae el conflicto en Irlanda del Norte y su resolución mediante los Acuerdos de Viernes Santo, de 1998 (por cierto, también sometidos a referendo popular). Pero más parecidas al caso colombiano en cuanto al objetivo de la insurgencia –derrocar el sistema político-económico–, fueron las guerras civiles que sacudieron a varios países de Centroamérica durante las décadas de los 70 y los 80.

En comparación con las FARC, que llegó a imponer su dominio en una considerable extensión de la geografía colombiana (en torno al 40%), en el istmo hubo organizaciones rebeldes de éxito más modesto, como la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG). Esta, tal como esperan hacer ahora los guerrilleros colombianos, se incorporó a la vida política tras el acuerdo de paz de 1996, pero logró apenas 9 escaños en un Congreso de 113 y hoy cuenta apenas con uno en un hemiciclo de 158, con lo que su huella “transformadora” es más bien tenue.

Las sanciones por crímenes contra civiles durante el conflicto colombiano, no serán todo lo severas que merecerían los delitos

En Nicaragua, entretanto, donde gobernaba un partido de ideología pro-soviética –el Frente Sandinista–, los insurgentes pertenecían a otra orilla ideológica: eran la Contra, rebeldes sufragados y entrenados por EE.UU. para derrocar al sandinismo. Los contras se hundieron mucho más rápido que la UNRG al llegar la posguerra, toda vez que constituían únicamente, a diferencia de aquella, un grupo armado sin programa político concreto, del que sí disponía la oposición civil nicaragüense. 

El paralelo salvadoreño

Un caso con el que algunos trazan mayores paralelismos es de El Salvador. Allí, el izquierdista Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), que combatía al ejército salvadoreño en el campo y en la ciudad, llegó a articularse como un movimiento político de gran influencia tras la firma de la paz en 1992. De hecho, el actual presidente del país, Salvador Sánchez Cerén, había sido guerrillero, y su predecesor en el cargo, Mauricio Funes, también militaba en la mencionada fuerza política.

El bagaje político-militar de las FARC sería, en tal sentido, homologable al del FMLN en su momento: ambos eran grupos con una ideología predominantemente de izquierdas –al menos en sus orígenes–, con un proyecto de país formulado según esa ideología, y con la suficiente fuerza militar para evitar ser derrotados por los ejércitos regulares, si bien no con la necesaria para doblegarlos.

De igual forma, tanto las FARC como el FMLN acordaron hacer entrega de sus medios de combate a una entidad internacional supervisora; aceptaron tomar el camino de la política –en realidad, cerrado para ellos en el contexto histórico en el que nacieron: una América Latina punzada por dictaduras de ultraderecha y recelosa de cualquier interferencia soviética–; firmaron con sus contrapartes acuerdos para el postconflicto, que incluían erradicar las causas que motivaron la guerra, como las pésimas condiciones de vida y trabajo de la población rural, y facilitar que se hiciera justicia a las víctimas de violaciones de los derechos humanos, numerosísimas en ambos casos (75.000 muertos en El Salvador; 220.000 en Colombia ), así como que los culpables de crímenes graves fueran castigados y resarcieran el daño ocasionado.

Las intenciones, en tinta y sobre fondo blanco, son perfectamente entendibles. En tratar de concretarlas es donde los ejecutores pueden patinar. Y aquí sí que El Salvador puede servir de ejemplo… para evitar sus errores.

El viejo e irresuelto problema de la tierra

Para ser un país que no está “en guerra”, El Salvador lo disimula bastante bien. En 2015 cerró con una lamentable cifra de 6.650 personas asesinadas, en una población de 6,3 millones de habitantes. Vistos los números en proporción, son 103 homicidios por cada 100.000 habitantes. Aunque el país, teóricamente, vive “en paz” desde 1992…

En un reciente coloquio en Deutsche Welle entre varias personalidades salvadoreñas, incluido un ex negociador de la guerrilla y un general retirado, los ponentes hicieron notar que lo convenido en aquellos días, más que la consecución de la paz, fue únicamente el fin de la guerra. Los problemas que habían motivado el inicio del conflicto –o al menos parte de esos problemas originales– permanecían intactos, cuando no se habían recrudecido.

Uno de los participantes, el general Mauricio Vargas, reconoció que no conviene confundir el proceso de pacificación con la construcción de la paz, que es bienestar económico y social de los ciudadanos, en un clima de amplia libertad y de respeto a las leyes. No ha sido, en su criterio, el caso salvadoreño, por ello aseguró: “El Salvador no puede ser un referente” para Colombia.

La redistribución de las tierras excedentarias, plasmada en el acuerdo de paz salvadoreño, no llegó a implementarse, según las organizaciones campesinas

El Acuerdo de Paz de 1992 incluía unas tímidas medidas económicas que servirían de base a la subsecuente mejora de las condiciones sociales. Se creaba, por ejemplo, el Foro de Concertación Económica y Social, donde todos los actores –gobierno, empresarios y trabajadores– tendrían voz para coordinar los rumbos del país. El entusiasmo inicial por la firma de la paz solo alcanzó para llevarlos a reunirse cuatro veces. En adelante, todo como siempre. O sea, mal…

Asimismo, se previó una distribución de tierras a los campesinos, en un país donde la concentración de la propiedad había sido un problema histórico. Pues bien, no ha dejado de serlo: en su artículo “Situación agraria en El Salvador”, de 2014, el investigador Remberto Nolasco refiere que el 75% de la tierra está controlada por apenas el 7.6% de los productores, y que una de las principales quejas del campesinado es que las tierras excedentarias de 245 hectáreas, que en el Acuerdo de 1992 se acordó redistribuir, fueron puestas por los propietarios a nombre de sus familiares. Además, los nombres de más de 300 de estos terratenientes se “evaporaron” de los archivos del registro de la propiedad.

La injusticia sigue a sus anchas, como paja seca en un corral. Solo el acomodamiento institucional del FMLN, que ya no se acuerda de cómo limpiar un fusil AK-47, hace imposible que salte la chispa.

Sanciones atenuadas, sí, pero no impunidad

Tal desapego de las intenciones plasmadas en el documento final del conflicto es perfectamente posible también con las FARC, habida cuenta de que, a pesar de sus resonancias éticas marxistas-leninistas y antimperialistas, corrió bastante deprisa a echarse en brazos del narcotráfico, con lo que su “fortaleza” ideológica ha quedado bastante cuestionada.

Los colombianos pueden tomar nota de los errores y de los problemas irresueltos en la posguerra salvadoreña

Habrá que ver, pues, qué tan sostenido puede ser el compromiso de la nueva fuerza política con la aplicación de lo pactado. Como el mencionado tema agrario, recogido en el punto 1 del Acuerdo de La Habana, que dispone la creación de un Fondo de Tierras de 3 millones de hectáreas (en parte, extensiones recuperadas por el Estado tras la extinción de su dominio privado, además de tierras expropiadas, donadas, etc.), para ser entregadas gratuitamente al campesinado. Lo deseable es que los mullidos sillones del Congreso colombiano y la propia pérdida de identidad ideológica no empujen a las FARC a olvidar, como le sucedió al ya burocratizado FMLN, esta urgencia y otras del mismo corte.

Otra de estas, tal como fue en El Salvador, es la reparación a las víctimas y la consecución de la justicia. La Comisión de la Verdad creada por el acuerdo salvadoreño enumeró con detalle los crímenes cometidos por el ejército, los escuadrones de la muerte y el FMLN contra la población civil, y recomendó sancionar a los responsables –sin dejar de reconocer la dificultad de hacerlo en ese momento, dado el lamentable estado de las instituciones del país tras la guerra–.

En cuanto a objetivos de la insurgencia, las guerras civiles que sacudieron a varios países de Centroamérica guardan algunos paralelismos con el caso colombiano

Las autoridades, sin embargo, pasaron por alto la recomendación, y en 1993 el partido Arena, en el poder, aprobó una amnistía que ahora, pasados 24 años, el Tribunal Constitucional ha anulado por ser “contraria al derecho de acceso a la justicia”. La herida había cerrado en falso, por eso el tema regresa como un fantasma errante.

El Acuerdo de La Habana, en su punto 5, persigue evitar que suceda lo mismo en Colombia, y ha previsto que se juzgue a los autores de crímenes graves y que de alguna manera se les penalice –también que se les premie con reducciones de condena si reconocen su responsabilidad personal–. Las sanciones, se ve, no serán todo lo severas que sus delitos merecerían. Pero para hacer que las armas callen de una vez no es humanamente posible que la justicia sea todo lo radical que se puede pedir en caso de crímenes aislados en una sociedad en paz. A unas concesiones, otras, sabiendo que la impunidad total a la salvadoreña no es una opción.

Si los errores cometidos en Centroamérica sirven de algo a las FARC y al gobierno, dentro de dos décadas no habrá fantasmas que conjurar en Colombia. Pero si no, peligro: la selva siempre estará ahí.

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