La objeción de conciencia, entre la norma y el deber moral

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Las leyes positivas no pueden anular las libertades básicas
La protección jurídica de la conciencia, un gran avance de la revolución liberal, se ve amenazada a finales del siglo XX ante la presión de proyectos legales, que conceden más valor a prestaciones personales públicas, o al derecho a la salud, que a la libertad ideológica y religiosa. Una radical libertad de conciencia tenía que chocar antes o después con los ordenamientos jurídicos y con la coactividad -rasgo esencial del derecho- en el cumplimiento de los deberes legales.

La confrontación entre conciencia y ley se ha agudizado cuando termina el segundo milenio. No es sólo la creciente inflación jurídica, a la que se refería ya en los años cincuenta Federico de Castro, con una irónica regla de derecho: la abundancia de las leyes se mitiga con su incumplimiento. Los Estados legislan cada vez más sobre cuestiones profundamente implicadas en la conciencia individual de cada ciudadano.

Resulta lógico que el ciudadano se rebele mediante la objeción de conciencia: su actitud no es fanática o extremista, opuesta a una ética civil -en cuanto distinta de una ética filosófica o religiosa-, sino exponente del rechazo de un estatalismo ético, cuando ordena cumplir obligaciones contrarias al mandato íntimo de la conciencia.

La apelación a la conciencia

El ciudadano invoca entonces los preceptos constitucionales que garantizan la libertad ideológica y religiosa, como el artículo 16 de la Constitución española (CE), sin más limitación que el mantenimiento del orden público protegido por la ley. Desde luego, la libertad religiosa enlaza directamente con la dignidad de la persona, que suele valorarse también como uno de los fundamentos del orden político y de la paz social (así, el artículo décimo de la CE). Está en juego mucho más que la defensa de intereses o perspectivas individuales: la dignidad de cada ciudadano, elemento indispensable del bien común, del justo orden colectivo. Desde esta óptica, no se concibe que una persona se vea obligada a realizar comportamientos que contradicen los designios de su conciencia.

La objeción se justifica así como exención de un deber legal, como derecho -si se quiere, negativo- a no verse obligado a realizar ciertas actividades contrarias a las propias convicciones. No encierra una oposición total al sistema, un rechazo global del ordenamiento. Como, en otro orden de cosas, se acepta la aplicación de las leyes del mercado, pero se admite la «excepción cultural» (así, a propósito del cine europeo, en las discusiones del GATT), porque en el fondo hay ámbitos de la existencia que se resisten al puro comercio.

Pero es evidente que la simple apelación a la propia conciencia no basta para eximir de los deberes ciudadanos: haría imposible la vida social. El recurso habitual a la propia conciencia sin suficiente contraste jurídico -derechos humanos, orden público- pondría en peligro la necesaria sumisión al orden social también exigida por el bien común y la solidaridad. Sería tanto como someter a la colectividad a la tiranía de cada conciencia o al veto de las minorías. Celaría tal vez propósitos despóticos de imponer la propia voluntad.

Se impone, pues, definir un equilibrio armónico entre la exigencia global de la norma objetiva y la conciencia individual. Como ha escrito Alain Touraine, «la mayoría no puede imponer su ley a una minoría más que cuando habla en nombre de un principio universalista». Se evita de este modo el riesgo de acabar en el totalitarismo, o en intolerancias dogmáticas, que impiden el diálogo y la concordia social.

Es necesario llegar a un consenso -en función de lo que se considera básico para la persona y la convivencia pacífica y justa-, que limite las argumentaciones ad infinitum o las polisemias verbales en defensa de los propios intereses: así sucede cuando se considera integrista a quien objeta algunas leyes (p. ej., en materia de aborto, eugenesia o eutanasia) y, en cambio, progresista al insumiso (objetor al servicio militar y a la prestación sustitutoria).

El ordenamiento jurídico, cuando se adentra en materias que pueden afectar razonablemente a las convicciones de todos los ciudadanos -o de muchos-, ha de aceptar que algunos presenten legítimamente su objeción (1).

Requisitos de la objeción

En buena parte de los países occidentales, la doctrina jurídica sobre la objeción de conciencia se ha construido, básicamente, a partir del servicio militar obligatorio. Muchas Constituciones habían establecido el deber y el derecho de los ciudadanos a defender al propio país. Más recientemente (así, el artículo 30 CE), admitieron la objeción de conciencia con las debidas garantías, así como la posibilidad de imponer una prestación social sustitutoria. El legislador obliga al servicio militar, pero considera razonable la decisión de conciencia que rechaza la guerra y las armas, por su incongruencia con la dignidad de la persona.

Si el objetor no es un antimilitarista radical, aceptará la existencia de ejércitos profesionales, pero no la conscripción general y obligatoria. Para evitar abusos, el Estado suele establecer la obligación de declarar formalmente la objeción de conciencia, así como su examen por determinados órganos administrativos.

En síntesis, el legislador admite la objeción de conciencia de un ciudadano para eludir el cumplimiento del servicio militar, impuesto a todos en nombre del interés de todos. Esa decisión es compatible con la organización del ejército y fuerzas de seguridad del Estado, porque el ciudadano y la sociedad tienen derecho a ser protegidos.

En cambio, las leyes no ven razones de conciencia legítimas para exonerar al ciudadano de su deber de cumplir otros servicios personales -por ejemplo, en cada proceso electoral- y de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos de la colectividad, según las normas tributarias (como en el artículo 31 CE). No se admite de ningún modo la objeción de conciencia electoral o fiscal porque, en estos campos, prevalece decididamente el deber global de solidaridad. Ni tampoco parece que pueda un cristiano invocarla, según aquello de San Pablo a los Romanos: «Dad a cada uno lo debido: a quien tributo, tributo; a quien impuestos, impuestos; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor» (Rom 13, 7). En cambio, resulta mucho más discutible no admitir la objeción de conciencia cara a la participación obligatoria en el jurado.

El caso del aborto voluntario

El servicio militar o la fiscalidad -aun distintos entre sí- resultan bien diversos de otras figuras jurídicas, que no surgen desde obligaciones y derechos exigibles cara al interés general, sino de situaciones puramente individuales. Es el caso del aborto voluntario: las Constituciones no establecen ese derecho en favor de la mujer; por tanto, no se puede exigir a nadie cooperar en la realización de un aborto, ni, en rigor, habría que llegar a la objeción de conciencia (2).

Efectivamente, las leyes penalizan con carácter general la comisión de abortos y, sólo por excepción, en supuestos bien determinados, consideran no punible su práctica (así, el artículo 417 bis del Código Penal español). La sanción penal deriva de que el nasciturus es un bien jurídico que debe ser protegido en función del derecho a la vida (cfr. artículo 15 CE). De ahí deriva la obligación de los poderes públicos «de abstenerse de interrumpir o de obstaculizar el proceso natural de gestación, y la de establecer un sistema legal para la defensa de la vida que suponga una protección efectiva de la misma» (sentencia 53/1985 del Tribunal Constitucional español -TC-).

Pero puede surgir el problema cuando, dentro de los supuestos legales, una mujer decide abortar, y reclama su derecho a la protección de la salud (del que deriva el deber de los poderes públicos de organizar y tutelar la salud pública: así, artículo 43 CE). Esa previsión constitucional, ¿implica un derecho subjetivo del ciudadano a las prestaciones establecidas en el marco de la Administración sanitaria? Tal vez, pero, en todo caso, no será un verdadero derecho fundamental, exigible por derivar directamente de la Constitución (esta distinción es capital en caso de eventuales conflictos entre derechos).

La dignidad humana del personal sanitario

La mujer tiene derecho a recibir determinadas prestaciones médicas. Las leyes pueden incluir las necesarias para practicar un aborto. Entonces, el personal sanitario podría verse obligado a colaborar en función de sus deberes profesionales de carácter general: por su condición funcionarial, en hospitales públicos, o por la relación laboral, si se trata de centros privados.

Y aquí reaparece la objeción de conciencia: porque imponer una obligación general de ese tipo a un médico o enfermera atenta a su dignidad personal y al libre desarrollo de la personalidad (cfr. artículo 10.1 CE), pues están comprometidos humana y profesionalmente con la defensa de la vida humana, asimismo protegida como derecho básico de la persona.

Bastan las convicciones mantenidas desde antiguo por la profesión médica -sin necesidad de especiales argumentos filosóficos o creencias religiosas- para admitir que el aborto plantea, cuando menos, serios dilemas morales a un trabajador de la salud. Se justifica invocar in extremis la objeción de conciencia, con mucho menos riesgo de frivolizar o de poner en cuestión los valores que sustentan la convivencia democrática, que en el caso del servicio militar.

Por esto, no es necesaria la regulación de esa cláusula de conciencia, al menos en países como España: «Puesto que la libertad de conciencia es una concreción de la libertad ideológica», la objeción constituye un «derecho reconocido explícita e implícitamente en el ordenamiento constitucional» (sentencia 15/1982 del TC, a propósito del servicio militar). Este derecho puede ser exigido aunque no haya regulación legal expresa, porque «forma parte del contenido del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa reconocido en el artículo 16.1 de la Constitución», directamente aplicable en materia de derechos fundamentales (sentencia 53/1985 del TC, a propósito de la ley sobre despenalización del aborto de 1983).

En la práctica, los proyectos encaminados a regular la objeción del personal sanitario indican más bien la voluntad de suprimirla o reducirla, aunque inicialmente prevean sólo una posible excepción: el peligro de muerte para la madre. Pero en este caso la cuestión no es ya facilitar un aborto, sino procurar el derecho a la vida de la madre. Los médicos tienen una experiencia antiquísima en cómo resolver en conciencia este tipo de situaciones límites, que se plantean tan de tarde en tarde como para ser irrelevantes a la hora de dictar leyes de carácter general.

Sin discriminaciones

Desde luego, el ejercicio de la objeción de conciencia no puede originar desigualdades. Parece evidente en el caso del servicio militar, un deber cara a la comunidad social. Más aún, por tanto, en el caso límite del aborto, en que no entra en juego el bien general. Aquí el peligro está más bien en discriminar negativamente al objetor: ser despedido o sometido a un trato diferente del que se aplica a otros profesionales de su misma categoría. Por eso, no tiene lógica plantear una prestación médica sustitutoria: los objetores tendrán suficiente trabajo -al menos igual que otros compañeros- en las diversas actividades de su especialidad, sin riesgo de que la objeción de conciencia se traduzca en un privilegio (con mayor motivo, si se tiene en cuenta el reducido número de abortos respecto de las demás asistencias médicas y quirúrgicas).

Por razones semejantes, la declaración formal de la objeción de conciencia parece justa en el caso del servicio militar, pero resultaría discriminatoria exigirla con carácter previo en las profesiones médicas, porque -repito- no está en juego un interés general: por principio, las preferencias de quienes integran cada equipo médico son cuando menos tan atendibles jurídicamente como las de las mujeres embarazadas.

Tampoco sería justo que instituciones médicas privadas, opuestas a la práctica de abortos, sufrieran discriminaciones a efectos de conciertos o subvenciones por parte de la Administración Pública: así se admite en la legislación de la gran mayoría de los Estados de Norteamérica.

La confusión de lo público y lo privado

En países como España, la amplitud de la objeción al servicio militar se ha convertido en una razón importante para replantear a fondo la política de defensa. Ha comenzado un amplio debate político, y es previsible que se concrete en reformas legales dentro de no mucho tiempo.

También en España, la conciencia de los profesionales de la salud ha hecho difícil la práctica de abortos en los hospitales públicos de algunas regiones. Se comprende que políticos poco respetuosos de la libertad de las conciencias se hayan opuesto a la objeción. Pero no parece razonable que esos derechos democráticos cedan ante criterios económicos o de mera organización hospitalaria. Como ha señalado José Antonio Marina en otro contexto, «atentar contra derechos humanos para defender derechos sectoriales es cortarse las piernas para andar más ligeros».

En cambio, la realidad social justifica -es un ejemplo más de la tolerancia jurídica- la existencia de clínicas privadas con personal dispuesto a practicar abortos, incluso como negocio. Aun siendo un mal moral, el orden jurídico lo tolera, como, en épocas pretéritas, la prostitución o los ejércitos privados, o más recientemente, los paraísos fiscales.

Algunos autores consideran, además, que esas clínicas más o menos especializadas facilitarían el control de legalidad de los abortos. En cualquier caso, no deja de parecer una hipocresía social rasgarse las vestiduras porque algunos ganan dinero con prácticas abortivas -en virtud de su libre decisión-, mientras tratan de obligar a todos a que violenten su conciencia, presentando como deberes públicos ineludibles lo que son meros intereses privados. Recuerda la incongruencia, señalada por Jean-François Kahn, del hombre público que aparece en carteles electorales con su mujer y sus hijos, pero luego exige que se respete su vida privada.

Salvador Bernal_________________________(1) Sobre esto, se puede consultar: Rafael Navarro-Valls, «Las objeciones de conciencia», en AA. VV., Derecho Eclesiástico del Estado Español, EUNSA, Pamplona (1993); Rafael Palomino, Las objeciones de conciencia: conflictos entre conciencia y ley en el Derecho norteamericano, Montecorvo, Madrid (1994), 459 págs. Hay un elenco bibliográfico muy amplio en: Guillermo Escobar Roca, La objeción de conciencia en la Constitución española, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid (1993), pp. 491-524.(2) Un buen análisis de este problema se encuentra en Gonzalo Herranz, La objeción de conciencia de las profesiones sanitarias, «Scripta Theologica», Pamplona (mayo-agosto 1995), pp. 545-563 (resumido en nuestro servicio 125/95).

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