La mala memoria sobre el comunismo

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Con motivo del 80 aniversario de la revolución rusa y la polémica sobre las víctimas del comunismo, Barbara Spinelli escribe en La Stampa (Turín, 7-XI-97).

A la hora de pensar el comunismo honestamente no se puede prescindir de la montaña de cadáveres, de padecimientos, de inhumanidad, que Octubre de 1917 generó desde 1918, desde que el ideal comunista se empezó a poner en práctica, desde que Lenin estableció no sólo los trabajos forzados sino los campos de concentración para doblegar a los antirevolucionarios. (…)

También esto exige una purificación de la memoria, como dice Juan Pablo II a propósito de los genocidios nazis y de tantos europeos que toleraron lo inhumano, con su indiferencia o su ceguera voluntaria. También aquí urge la catarsis de quien no se limita a hacer un elenco de los culpables evidentes, sino que mira dentro de sí mismo, mira dentro de las propias ilusiones mortíferas, la propia impasibilidad, las propias tendencias naturales a ocultar, a no ver aquello que, sin embargo, es visible, cognoscible, enjuiciable.

Recordar los muertos de la Revolución de Octubre quiere decir también esto: descubrir que había una análoga pulsión de matar en la idea que el nazismo y el comunismo se hacían del Hombre Nuevo y Regenerado, del Bien impuesto con violencia al ser mortal, de la Jerusalén celeste trasplantada a la tierra. Reconocer que había un desprecio análogo, radical, por el hombre tal como nace, como crece, como muere en la imperfección y la falta de plenitud. (…)

Algunos comentaristas señalan que parangonar los dos totalitarismos del siglo es malsano, que esto sería una especie de neurosis comparativa. Pero las descripciones de Kolyma, hechas por ese escritor inmenso que es Varlam Shalamov, evocan irresistiblemente los campos de concentración nazis descritos por Tadeusz Borowski o Eugen Kogon: también aquí el hombre fue reducido a número, a jirones de carne devorados por el hielo, el hambre, el odio, el miedo. (…)

Recordar todo esto implica cuestionarse a uno mismo, interrogarse a uno mismo con dureza. (…) No es agradable, decía ya Ignazio Silone, admitir que el marxismo «fue usado como un opio del pueblo», como una «droga destinada a destruir la sensibilidad y a hacer soportar el dolor» (Uscita di sicurezza, 1965). No es agradable ni tan siquiera hoy para quien quiere salvar el ideal, las convicciones fuertes de la juventud, y por lo tanto las separa de los hechos reales del comunismo. Por esto se alarma cuando el Papa incita a la purificación de la memoria y al arrepentimiento. Por esto se rechaza de entrada la autoflagelación comunista, fingiendo que tal autocrítica está realizándose ya. (…)

Recordar el propio pasado y las propias histerias es doloroso, pero ayuda a edificar el futuro. Lo enseña ya Tucídides que escribe La guerra del Peloponeso para «corregir mejor el presente». (…) Olvidar la esencia del comunismo significa no saber ya quiénes somos en Occidente; significa no saber para qué se han gastado tantas energías, palabras, esfuerzos militares, dineros, en los largos años de la guerra fría contra el totalitarismo marxista. Significa no querer la verdad, renunciar a buscarla. No la verdad de un fantástico Mundo Nuevo, no la verdad que menosprecia la democracia imperfecta en que vivimos, sino la verdad clásica, que en griego se llama aletheia. La verdad que no es otra cosa que esta obligación de que hablan los dramaturgos y los historiadores de la Grecia antigua: la obligación de huir de las aguas del Lete, la obligación de conjurar el olvido y de recordar siempre.

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