La libertad de pensamiento de Georges Lemaître

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El “big bang” como origen del universo es una de esas teorías que ya forman parte de la cultura de la época. Pero es mucho menos conocido que fue formulada por Georges Lemaître (1894-1966), físico y sacerdote católico belga, que participó en las investigaciones que interesaban a los grandes físicos de su tiempo. Aunque el modelo cosmológico actual haya cambiado mucho desde entonces, su ejemplo de honradez intelectual sigue vigente.

Las grandes revoluciones científicas han sido posibles gracias a hombres audaces y desprovistos de prejuicios. Todos recordamos cómo se pasó del geocentrismo -teoría defendida por los antiguos griegos y reunida por Ptolomeo en el siglo II d. C., que situaba a la Tierra en el centro del cosmos-, al heliocentrismo. Copérnico, al proponer al Sol como centro de los demás astros consiguió explicar más sencillamente el movimiento de los planetas, sin necesidad de recurrir a las complicadas trayectorias de los epiciclos. Esta idea fue fuente de inspiración para hombres de la talla de Kepler, Galileo o Newton; pero tardó en ser aceptada por falta de pruebas experimentales, y también por la obstinación de los que hacían una interpretación errónea de las Sagradas Escrituras. Cualquier cambio de paradigma se ha abierto camino no sin dificultades.

Esta negativa del profesor de Cambridge despertó en Lemaître un vivo interés por la cuestión del origen del cosmos. Desde hacía años se había planteado la posibilidad de comprender la infinitud. Como percibía la dificultad que la mente humana tiene para concebir por completo un espacio y un tiempo infinitos, y tenía una profunda confianza en la racionalidad del mundo y en la capacidad de la inteligencia humana para alcanzar la verdad, se preguntó si era compatible con la física el hecho de que el Universo hubiera tenido un comienzo. Al no encontrar contradicción, se lanzó a reformular su modelo cosmológico, conocido como la hipótesis del átomo primitivo.

Todo comenzaba en un punto

Para conseguirlo, añadió una fase inicial a las dos propuestas anteriormente para dar al universo una edad finita. Todo comenzaba en un punto, donde las leyes físicas perdían todo su sentido, en el que el universo entraba en expansión y el espacio se “llenaba” con los productos de la desintegración del átomo primitivo, desintegraciones semejantes a las de las sustancias radiactivas, que dieron lugar a la materia, al espacio y al tiempo, tal como hoy los conocemos. La atracción gravitatoria fue frenando poco a poco esa expansión hasta llegar a una etapa prácticamente de equilibrio. En ese momento surgían las galaxias y sus cúmulos, a partir de acumulaciones locales de materia. Cuando finalizó la formación de estas estructuras, se reanudó la expansión apresuradamente.

Si la expansión del universo fue mal acogida, peor reacción provocó la idea de que el mundo podía tener un comienzo. No se discutía si la hipótesis del átomo primitivo era una intuición física o más bien una teoría rigurosamente elaborada, sino que se rechazaba frontalmente. Los científicos, especialmente Einstein, la encontraron demasiado audaz, incluso tendenciosa. Se produjo una situación inversa a la que sufrió Galileo: así como Galileo Galilei fue acusado de entrometerse en los asuntos teológicos por parte de algunos eclesiásticos al defender que el heliocentrismo no era contrario a las Sagradas Escrituras, Lemaître se convirtió en sospechoso para los científicos, pues pensaban que intentaba introducir en la ciencia la creación divina.

Dios no es una hipótesis científica

Él no pretendía explotar la ciencia en beneficio de la religión, ya que “estaba firmemente convencido de que ambas tienen caminos diferentes para llegar a la verdad”. La autonomía de la ciencia con respecto a la fe quedó probada en la hipótesis del átomo primitivo cuando declaró que, “desde un punto de vista físico, todo sucedía como si el cero teórico fuera realmente un comienzo; saber si era verdaderamente un comienzo o más bien una creación, algo que empieza a partir de la nada, es una cuestión filosófica que no puede ser resuelta por consideraciones físicas o astronómicas”.

Este testimonio deja claro que la narración de la creación hecha en el Génesis no puede interpretarse literalmente. Sabemos que es un relato poético, que utiliza un lenguaje mitológico para mostrar una realidad. Pero aquí el término mitológico no es sinónimo de mentira o falsedad, sino más bien un modo en que ciertas verdades trascendentes pueden ser expresadas de modo inteligible; en ocasiones, el único modo de “explicar” lo inefable.

Por otro lado, tampoco basaba su fe en los resultados científicos: “No se puede reducir a Dios a una hipótesis científica […] Si Dios permanece escondido no es porque no exista, sino porque no se identifica con el mundo y porque respeta nuestra libertad”.

Intentó explicarles que “el científico debe mantenerse a igual distancia de dos actitudes extremas. La una, que le haría considerar los dos aspectos de su vida como dos compartimentos cuidadosamente aislados de donde sacaría, según las circunstancias, su ciencia o su fe. La otra, que le llevaría a mezclar y confundir inconsiderada e irreverentemente lo que debe permanecer separado”.

La actitud del científico cristiano

Además, era consciente de que su condición de creyente no suponía una traba para sus investigaciones científicas: “El científico cristiano […] tiene los mismos medios que su colega no creyente. También tiene la misma libertad de espíritu […] Sabe que todo ha sido hecho por Dios, pero sabe también que Dios no sustituye a sus criaturas […] La revelación divina no nos ha enseñado lo que éramos capaces de descubrir por nosotros mismos, al menos cuando esas verdades naturales no son indispensables para comprender la verdad sobrenatural. Por tanto, el científico cristiano va hacia adelante libremente, con la seguridad de que su investigación no puede entrar en conflicto con su fe.“

“Incluso quizá tiene una cierta ventaja sobre su colega no creyente; en efecto, ambos se esfuerzan por descifrar la múltiple complejidad de la naturaleza en la que se encuentran superpuestas y confundidas las diversas etapas de la larga evolución del mundo, pero el creyente tiene la ventaja de saber que el enigma tiene solución, que la escritura subyacente es al fin y al cabo la obra de un Ser inteligente y que, por tanto, el problema que plantea la naturaleza puede ser resuelto y su dificultad está sin duda proporcionada a la capacidad presente y futura de la humanidad. Probablemente esto no le proporcionará nuevos recursos para su investigación, pero contribuirá a fomentar en él ese sano optimismo sin el cual no se puede mantener durante largo tiempo un esfuerzo sostenido. En cierto sentido, el científico prescinde de su fe en su trabajo, no porque esa fe pudiera entorpecer su investigación, sino porque no se relaciona directamente con su actividad científica”.

El modelo cosmológico actual ha cambiado mucho desde que Georges Lemaître murió en 1966, pero nos ha abierto el camino para comprender un poco mejor el mundo en el que vivimos: un universo inmensamente grande al que accedemos por el conocimiento de lo extremadamente pequeño, que nos lleva a superar la paradoja de la existencia de un instante físico inicial, rompiendo con la visión estática del cosmos que se tenía hasta ese momento. Sin embargo, lo más destacable es el ejemplo de honradez intelectual que nos ha dejado. Y todo esto fue posible gracias a su sano optimismo; optimismo que tenía su origen en el Dios misterioso y a la vez real en quien depositó su fe y al que tendían sus investigaciones científicas.

Eduardo Riaza es autor de La historia del comienzo. Georges Lemaître, padre del big bang (Ediciones Encuentro). Para acceder a más información sobre Lemaître véase su blog: http://georgeslemaitre.blogspot.com/

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