La imparable caída de Brecht

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El novelista Antonio Muñoz Molina escribe sus impresiones después de ver la representación de una obra de Bertolt Brecht, que en los tiempos del predominio intelectual marxista parecía el culmen del teatro (El País, Madrid, 27-IX-95).

(…) La otra noche, en el teatro donde se estrenaba La resistible ascensión de Arturo Ui, no me costaba nada identificar entre el público a personas aproximadamente de mi misma generación y de un perfil ideológico parecido al mío, y estaba seguro de que para casi todas ellas Bertolt Brecht había sido hace veinte años una figura obligatoria de culto, una especie de santo con todos los atributos visuales de las estampas católicas de la santidad, la vida ejemplar y las gafas redondas y la chaqueta negra, austera y proletaria. (…) Intento acordarme ahora de la jerga de entonces y lo que más me asombra no es la probable arbitrariedad de aquellas convicciones tan universalmente acatadas, sino el dogmatismo inflexible con que se ejercían. No era sólo que las obras y las ideas teatrales de Brecht fuesen mejores que las de cualquier otro autor, vivo o muerto: era que cancelaban y abolían toda otra forma de expresión teatral, convertida en infamante quincalla burguesa o modificada hasta el extremo de la desfiguración para ajustarla a los mandamientos de didactismo y frialdad del teatro épico. (…)

Vista ahora sobre un escenario, la resistible o evitable ascensión de Arturo Ui se ha convertido en un tebeo plano, pero su didactismo no ofende ya por lo burdo o lo simple, sino por lo falso. De pronto me di cuenta, mientras remontaba como podía el aburrimiento, que lo que me desgarraba sobre todo era una mentira, una trampa ideológica.

Brecht cuenta el ascenso del nazismo como el simple resultado de un acuerdo entre los gánsteres y los ricos, como una consecuencia natural de la venalidad del Estado, de la hipocresía de la democracia: escribía contra los nazis en 1941, cuando ya se había roto el pacto entre Hitler y Stalin, y al presentar esa entrega incondicional de los multimillonarios, los tenderos y los gobernantes a la dictadura de los pistoleros, ocultaba interesadamente los hechos sin los cuales la historia se vuelve mentira. El primero, que la República de Weimar no era el Estado bárbaro y corrupto de la oligarquía, sino un régimen democrático que en circunstancias imposibles estableció un modelo de legalidad y llevó a cabo una serie de valiosas reformas sociales; el segundo, que los nazis no estaban solos en su agresión contra las libertades, ni tuvieron siempre como únicos aliados a los plutócratas: el partido comunista alemán, en el que militaba Brecht, no tuvo escrúpulos en unir sus fuerzas sindicales y parlamentarias a las de Hitler cuando le vino bien a su estrategia política, y el precio atroz que pagó luego no lo disculpa de su irresponsabilidad, de su sectarismo desastroso, pues al perder la democracia formal que despreciaban tanto, muchos comunistas perdieron la vida.

Se dice siempre que esta obra es una advertencia sobre la escalada del totalitarismo, pero cualquier libro de historia resulta más aleccionador y más útil. Yo encontré, si acaso, la noche del estreno, una advertencia retrospectiva sobre la facilidad con que puedan abrazarse ciertos dogmas singularmente tóxicos, sobre la rapidez y hasta la crueldad con que el paso del tiempo convierte en antigualla lo que hace nada pareció más nuevo.

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