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«La Iglesia no puede ser un grupo cerrado»

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Cuando Benedicto XVI era el teólogo Joseph Ratzinger
Además de su trabajo al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Joseph Ratzinger no tuvo inconveniente en expresar sus opiniones en libros y declaraciones periodísticas, con rigor intelectual y sin cortinas de humo. Entresacamos algunos textos, que pueden dar pistas sobre el pensamiento de Benedicto XVI y los problemas que le preocupan.La obediencia del Papa

Quienes se preguntan qué cambios va a introducir Benedicto XVI en la Iglesia, deben tener en cuenta cómo ve el cardenal Ratzinger el papel del Papa: una tarea de servicio, no de poder.

«El Papa no es el mandatario supremo -desde Gregorio Magno se llama ‘siervo de los siervos de Dios’-, sino que debería ser el garante de la obediencia, de que la Iglesia no haga lo que quiera. Ni siquiera el propio Pontífice puede decir: ‘La Iglesia soy yo’, o ‘La tradición soy yo’, sino al contrario: él está obligado a obedecer, encarna ese compromiso de la Iglesia. Si en la Iglesia surgen tentaciones de hacer las cosas de una manera diferente, más cómoda, él tiene que preguntar: ‘¿Podemos hacerlo?’». Y menciona como ejemplo la declaración de Juan Pablo II de que el Papa no podía cambiar la indisolubilidad del matrimonio. («Dios y el mundo», pg. 358).

Los verdaderos problemas

Algunos diagnósticos sobre la tarea que espera a Benedicto XVI insisten en problemas que a menudo ocupan el primer plano en la información sobre la Iglesia (sacerdocio femenino, celibato, divorciados vueltos a casar…). Ratzinger no cree que esos sean los auténticos problemas. «Estoy convencido de que en el momento en que se verifique un giro espiritual, estos problemas perderán importancia de un modo tan imprevisto como han aparecido. Porque, a fin de cuentas, no son los verdaderos problemas del hombre».

Al mismo tiempo, mantiene que intentar solucionar esos problemas por la vía de las concesiones no es el camino adecuado. Y es que, junto a las razones estrictamente doctrinales, se tiene también una experiencia empírica: la de las Iglesias protestantes, donde esos temas han recibido una respuesta distinta a la católica. «Sin embargo, es del todo evidente que las Iglesias protestantes no han resuelto el problema de cómo ser cristianos en el mundo de hoy. Se demuestra que el ser cristiano no está en crisis por estos problemas y que su solución no hace más atractivo el Evangelio o más fácil el ser cristianos». («La sal de la tierra», pg. 230-231).

Unidad de los cristianos

Para llegar al objetivo de la unidad de los cristianos, Ratzinger piensa que hay que recorrer con paciencia un largo camino, teniendo en cuenta que no se trata de un compromiso humano, sino fruto de la acción de Dios. «Como católicos estamos convencidos de que esa Iglesia única ha sido fundamentalmente la Iglesia católica, pero también de que ella sigue caminando hacia el futuro y deja que el Señor la eduque y la guíe. A este respecto, no nos imaginamos un modelo de anexión, sino simplemente un avance creyente dirigido por el Señor, que conoce el camino. Y al que nosotros nos confiamos».

La unidad de los cristianos no llegará mediante «una fórmula de compromiso fruto de manipulaciones políticas» ni como una espada que corte el nudo gordiano. «Ni el Papa ni el Consejo Mundial de las Iglesias pueden decir sin más: ‘¡Queridos amigos, lo haremos así!’. La fe es algo vivo y profundamente arraigado en cada individuo y está justificada en Dios». («Dios y el mundo», pg. 428).

Advierte que si, por una parte, hay un acercamiento de los cristianos separados, por otra dentro de las Iglesias se están produciendo nuevas fracturas. Por eso, dice, «no creo que se pueda llegar pronto a grandes ‘uniones confesionales’. Pero me parece importante que sintamos respeto mutuo, que nos amemos mutuamente, que nos reconozcamos cristianos e intentemos dar al mundo un testimonio conjunto en lo esencial, tanto para una recta conformación del orden secular, como en respuesta a las grandes cuestiones acerca de Dios y del hombre, de dónde viene y a dónde va» («La sal de la tierra», pg. 263).

Una Iglesia en minoría

En diversos momentos ha comentado que en algunos ámbitos culturales, por ejemplo Europa, la Iglesia del futuro será una Iglesia en minoría dentro de una sociedad descristianizada. Y que a partir de ahí volverá a ser un fermento. Para que la Iglesia se mantenga en esa sociedad descristianizada, tienen que surgir nuevas comunidades en las que los cristianos se apoyen mutuamente.

«Esto explica la existencia de tantas formas nuevas, la aparición de tantos ‘movimientos’ de distinta especie, que ofrecen precisamente eso que se está buscando: un camino común. Ahora hay una inagotable renovación de catecumenados que, sobre todo, ofrecen la posibilidad de que los cristianos puedan encontrarse y conocerse. Dicho en otras palabras, si en el conjunto de la sociedad no se encuentra un entorno cristiano -como tampoco lo hubo en los cuatro o cinco primeros siglos de la historia-, la Iglesia entonces deberá crear sus propias células donde los cristianos puedan ampararse, ayudarse y acompañarse, es decir, el gran espacio de la Iglesia en la vida se tendrá que convertir en espacios más pequeños». («La sal de la tierra», pg. 288).

Pero una Iglesia pequeña no quiere decir una Iglesia cerrada. «La Iglesia popular puede ser algo muy hermoso, pero no necesario. La Iglesia de los tres primeros siglos era una comunidad pequeña, pero no sectaria. Al contrario, no estaba aislada, sino que se sentía responsable de los pobres, de los enfermos, de todos. En ella encontraron acomodo todos los que buscaban la fe en un Dios, todos los que buscaban una promesa».

Ratzinger recordaba el papel del catecumenado en la Iglesia antigua: «Las personas que no se sentían capaces de una identificación total podían sumarse a la Iglesia para comprobar si lograrían dar el paso de entrar en ella. Esta conciencia de no ser un club cerrado, sino mantenerse siempre abierta al conjunto, es un compromiso inseparable de la Iglesia».

Ratzinger no rechaza en absoluto a los que solo acuden a la iglesia en ocasiones especiales, pues es un modo de no perder el contacto: «Ha de haber distintos tipos de adhesión y participación, tiene que existir una apertura interna de la Iglesia».

La Iglesia puede ser más pequeña, pero manteniéndose como una Iglesia abierta, con la responsabilidad de evangelizar el mundo. «La Iglesia no puede ser un grupo cerrado y autosuficiente. Sobre todo necesitamos ser misioneros y enseñar a la sociedad esos valores que deberían constituir su conciencia, unos valores que son el fundamento de su existencia estatal y de una comunidad social verdaderamente humana».

De ahí la necesidad de la nueva evangelización a la que llamaba Juan Pablo II. «No debemos cruzarnos de brazos y dejar que todo lo demás caiga en el paganismo, sino que hemos de encontrar vías para difundir de nuevo el evangelio entre los no creyentes (…) La Iglesia tiene que desplegar grandes dosis de fantasía para que el evangelio siga siendo una fuerza pública. Para que también forme y penetre en el pueblo y actúe en él como levadura». («Dios y el mundo», pg. 418-419).

Pluralismo de la espiritualidad católica

El cardenal Ratzinger aboga por mantener dentro de la Iglesia una actitud abierta a las distintas espiritualidades que suscita el Espíritu Santo. «El catolicismo no puede ser nunca solo institucional, ni diseñado y administrado académicamente, sino que es siempre un don, una vitalidad espiritual. Al mismo tiempo tiene el don de la diversidad».

Por eso advierte contra la pretensión de uniformidad que a veces se da entre los que se creen los más modernos representantes del catolicismo. «Lo que es vivo y nuevo, lo que no se orienta según el diseño académico fundamental o según los acuerdos de comisiones o sínodos, se cubre de sospecha y se elimina por reaccionario».

La autoridad de la Iglesia puede rectificar lo que crea necesario. Pero Ratzinger considera que «es necesaria una enorme tolerancia intraeclesial, comprender que los diversos caminos forman parte de la amplitud del recipiente católico -y que no se pueden eliminar de raíz, ni siquiera cuando no son acordes con mis gustos-«. («Dios y el mundo», pg. 430-431).

La apología del cristianismo

Aunque da mucha importancia a las ideas, considera que la mejor prueba de la verdad del cristianismo no es de carácter intelectual. «Con frecuencia he afirmado mi convicción de que la verdadera apología del cristianismo, la demostración más convincente de su verdad contra todo lo que la niega, la constituyen, por un lado, los santos, y por otro, la belleza que la fe ha generado. Para que hoy la fe se pueda extender, tenemos que ir nosotros mismos y guiar a las personas con las que tratamos al encuentro con los santos y a entrar en contacto con lo bello». («Caminos de Jesucristo», pg. 39).

Reconocer la verdadSi como intelectual Ratzinger ha estado siempre atento a las ideas de otros, ya desde sus años de profesor universitario comprendió la importancia de reconocer la verdad. Por eso confía en la capacidad de la razón frente a la inconsistencia del relativismo.

«A lo largo de mi trayectoria intelectual me fui dando cuenta de lo siguiente: viendo todas nuestras limitaciones, ¿no será una arrogancia por nuestra parte decir que conocemos la verdad? Y, lógicamente, después me planteaba si no sería conveniente suprimir esa categoría. Tratando de resolver esta cuestión, llegué a comprender y a percibir con claridad que renunciar a la verdad no sólo no solucionaba nada, sino que además se corría el peligro de acabar en una dictadura de la voluntad. Porque lo que queda después de suprimir la verdad sólo es simple decisión nuestra y, por tanto, arbitrario. Si el hombre no reconoce la verdad, se degrada; si las cosas sólo son resultado de una decisión, particular o colectiva, el hombre se envilece».

«De este modo comprendí la importancia que tenía que el concepto de verdad -con las obligaciones y exigencias que, indudablemente, conlleva- no desapareciera y fuera para nosotros una de las categorías más importantes. La verdad tiene que ser como un requisito que no nos otorga derechos, sino que -por el contrario- requiere humildad y obediencia, y, además, nos conduce a un camino colectivo». («La sal de la tierra», pg. 73).

Esta búsqueda de la verdad exige también no confundir el papel de la conciencia con el subjetivismo: «No es posible identificar la conciencia humana con la autoconciencia del yo, con la certeza subjetiva del sí y del propio comportamiento moral. Esta conciencia puede ser a veces un mero reflejo del entorno social y de las opiniones difundidas en él. Otras veces puede estar relacionada con una pobreza autocrítica, con no escuchar suficientemente la profundidad del alma. (…) La identificación de la conciencia con el conocimiento superficial y la reducción del hombre a la subjetividad no liberan, sino que esclavizan. Nos hacen completamente dependientes de las opiniones dominantes y reducen día a día el nivel de las mismas opiniones dominantes. (…) La conciencia se degrada a la condición de mecanismo exculpatorio en lugar de representar la transparencia del sujeto para reflejar lo divino, y, como consecuencia, se degrada también la dignidad y la grandeza del hombre. La reducción de la conciencia a seguridad subjetiva significa la supresión de la verdad». («Verdad, valores, poder», pg. 54-55).

El peligro del relativismo

Por la misma razón, piensa que el relativismo hace un flaco favor a la democracia: «El relativismo puede aparecer como algo positivo, en cuanto invita a la tolerancia, facilita la convivencia entre las culturas, reconoce el valor de los demás, relativizándose a uno mismo. Pero si se transforma en un absoluto, se convierte en contradictorio, destruye el actuar humano y acaba mutilando la razón. Se considera razonable solo lo que es calculable o demostrable en el sector de las ciencias, que se convierten así en la única expresión de racionalidad: lo demás es subjetivo. Si se dejan a la esfera de la subjetividad las cuestiones humanas esenciales, las grandes decisiones sobre la vida, la familia, la muerte, sobre la libertad compartida, entonces ya no hay criterios». (Diálogo con Ernesto Galli della Loggia, ver Aceprensa 145/04).

Entre los nuevos peligros para la fe señala el que una sociedad secularizada solo acepte un cristianismo adaptado, mientras que los pilares de la auténtica fe se tachan de fundamentalistas. «Creo que esto puede desembocar en una situación que exija resistirse, concretamente a una dictadura de aparente tolerancia que frena el estímulo de la fe declarándolo intolerante. Aquí sale a relucir realmente la intolerancia de los ‘tolerantes’. La fe no busca el conflicto, sino el ámbito de la libertad y de la tolerancia mutua. Pero no puede dejarse formular en etiquetas estereotipadas y adecuadas a la modernidad». («Dios y el mundo», pg. 429).

Defensa de la racionalidad

Aunque la fe no es demostrable, Ratzinger defiende que «una fe irracional no es una verdadera fe cristiana». Por eso afirma que la Iglesia debe defender la racionalidad, encontrando aquí un punto de contacto con la Ilustración. «Hay dos cosas que, en mi opinión, debemos defender como gran herencia europea. La primera es la racionalidad, que es un don de Europa al mundo, también querida por el cristianismo. Los Padres de la Iglesia han visto la prehistoria de la Iglesia no en las religiones sino en la filosofía. Estaban convencidos de que ‘semina verbi’ no eran las religiones sino el movimiento de la razón comenzado con Sócrates, que no se conformaba con la tradición».

«Esa necesidad de salir de la cárcel de una tradición que ya no es válida abrió las puertas al cristianismo. Tenemos algo que es comunicable y ante lo cual la razón, que lo estaba esperando, sale al encuentro. Es comunicable porque pertenece a nuestra naturaleza humana común. La racionalidad era, por tanto, postulado y condición del cristianismo y permanece como una herencia europea para confrontarnos, de modo pacífico y positivo, con el islam y con las grandes religiones asiáticas».

«El segundo punto de la herencia europea es que esta racionalidad se convierte en peligrosa y destructiva para la criatura humana si se transforma en positivista, si reduce los grandes valores de nuestro ser a la subjetividad. (…) Europa debe defender la racionalidad, y en este punto también los creyentes debemos agradecer la aportación de los laicos, de la Ilustración, que ha de permanecer como una espina en nuestra carne. Pero también los laicos deben aceptar la espina en su carne: la fuerza fundante de la religión cristiana en Europa». (Diálogo con Ernesto Galli della Loggia, Aceprensa 145/04).

La libertad de los teólogos

Su defensa de la libertad intelectual va unida a una exigencia de coherencia:

«Cada uno, gracias a Dios, es libre para elegir responsablemente, ante Dios y ante la propia conciencia, el unirse o no a la fe católica. En caso afirmativo, eso implica la adhesión a la fe común de la Iglesia. Pablo afirma que el bautismo es ‘obedecer de corazón a aquel modelo de doctrina al que fuisteis confiados’ (Rom 6, 17). Los teólogos que sostienen que cada cristiano debería poder decir y enseñar lo que quiera en materia de fe, quizá tendrían que releer las Escrituras, en particular a Pablo, cosa que parece que no hacen desde hace bastante tiempo».

«Tampoco un juez de un Tribunal constitucional puede construirse una Constitución ideal y formar sus propios juicios sobre la base de esa creación imaginaria. Si uno está dispuesto a ser juez constitucional, debe formular sus juicios de acuerdo con la Constitución real. Si me llamo ‘católico’, con eso acepto determinados contenidos que me introducen en una comunión universal diacrónica y sincrónica. Si llego a la conclusión de no poder asumir ya esos contenidos, es una cuestión de lealtad reconocerlo y sacar las consecuencias». (Coloquio con la revista «Time», 6-12-1993).

Obras citadas— «Dios y el mundo. Una conversación con Peter Seewald». Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona (2002). 441 págs. (Ver Aceprensa 98/02).— «La sal de la tierra. Una conversación con Peter Seewald». Palabra. Madrid (1997). 310 págs. (Ver Aceprensa 69/97).— «Caminos de Jesucristo». Cristiandad. Madrid (2004). 166 págs.— «Verdad, valores, poder». Rialp. Madrid (1995). 108 págs. (Ver Aceprensa 148/95).

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