La hora de los laicos

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El catolicismo de Estados Unidos en tiempos de crisis
Ante la crisis provocada en el catolicismo norteamericano por los abusos de menores entre el clero, algunos demandan que se ceda poder a los laicos. Mary Ann Glendon, en cambio, sostiene que eso es errar el tiro, pues la misión propia de los laicos no es mandar en la Iglesia, sino llevar el fermento cristiano a todos los ambientes de la sociedad. Lo que hace falta, afirma en este artículo -síntesis de un original más amplio (1)-, es que los laicos estén bien formados, de modo que puedan cumplir su cometido. Glendon es catedrática de Derecho de la Universidad de Harvard, especialista en derechos humanos y Derecho constitucional comparado, y presidenta de la Asociación Internacional de Ciencias Legales. Fue representante del Vaticano en la Conferencia Internacional sobre la Mujer (Pekín, 1995) (2).

El reciente resurgir del interés por las organizaciones laicales sugiere la oportunidad de indagar qué han entendido exactamente los católicos americanos sobre la vocación laical, después de unos años en los que han logrado avances económicos y sociales sin precedentes. ¿Están los aproximadamente 63 millones de católicos (más de un quinto de la población americana) evangelizando la cultura, tal y como corresponde a todo cristiano, o es la cultura la que les está evangelizando a ellos?

Desde el principio, los católicos que llegaron a Norteamérica eran extranjeros en tierra protestante. En el momento de la Fundación, varios Estados eran confesionales protestantes. El congregacionalismo fue, por ejemplo, la religión oficial en Massachusetts hasta 1833, y en muchas ciudades de Nueva Inglaterra la casa de reunión congregacional era la sede del gobierno municipal, así como el lugar donde se rezaba los domingos. Sin embargo, cuando en 1831 Alexis de Tocqueville realiza un estudio sobre el panorama social americano, predice que los católicos florecerían allí. Según Tocqueville, la creciente presencia católica sería beneficiosa para el experimento de autogobierno de la joven nación porque su religión les convertía en «la clase más democrática de Estados Unidos», al imponer a todos, ricos y pobres, las mismas exigencias, permitiendo a sus seguidores libertad de actuación en la esfera política.

Lo que Tocqueville no vio

El visitante francés, pese a su clarividencia, no sospechaba que estaba formándose una tormenta en el mismo momento en que escribía esas palabras. No supo detectar el anticatolicismo que se fundiría con el nativismo e irrumpiría con mayor violencia a medida que los inmigrantes católicos llegaban de Europa en número creciente. En 1834, en Boston -la ciudad que pasaba por ser la más civilizada de Norteamérica-, una multitud airada quemó un convento de ursulinas. El edificio se consumió hasta los cimientos mientras la policía y los bomberos permanecían como espectadores pasivos. Tres años más tarde, un grupo de pirómanos destruyó la mayor parte de la zona irlandesa de Boston. Atrocidades similares se repitieron por todo el país. Pero el desarrollo económico demandaba mano de obra barata, y los inmigrantes no cesaban de llegar desde Irlanda, Italia, Alemania, el Canadá francófono y Europa oriental. En el cambio de siglo, la Iglesia católica, con doce millones de fieles, era la comunidad religiosa más grande y la que crecía con mayor rapidez.

Para sobrevivir en un ambiente hostil, los inmigrantes católicos construyeron sus propios colegios, hospitales y universidades. Aprovechando la tendencia natural de los americanos a asociarse, formaron innumerables organizaciones fraternas, sociales, de caridad y profesionales. Los protestantes tenían a los masones y a la Estrella del Este, y los católicos tenían a los Caballeros de Colón y a las Hijas de Isabel. Con gran esfuerzo y sacrificio construyeron, en palabras del historiador Charles Morris, «un Estado virtual dentro de otro Estado para que los católicos pudieran vivir la mayor parte de sus vidas bajo el calor y la protección de instituciones católicas». Desde sus lugares de asentamiento, en las ciudades del norte, los recién llegados se implicaron en los procedimientos democráticos para ganar poder político a escala estatal y local. Pero cuando Al Smith, el gobernador católico de Nueva York, se presentó a las elecciones presidenciales de 1928, resurgió el anticatolicismo virulento. La aparatosa derrota de Al Smith vino a reforzar, durante los años 30, 40 y 50, la sensación de falta de integración de los católicos. Curiosamente, el periodo en que los católicos americanos fueron más marginados fue aquel en que estuvieron más activos -como católicos- en el mundo.

Los menos preocupados por sus derechos

También fue un tiempo en que al «pueblo de los convocados» [según el significado etimológico de Iglesia: «convocación»] le cabía la fortuna de tener multitud de «habladores» [en alusión al protagonista de la novela El hablador, de Mario Vargas Llosa]. A los católicos se les recordaba constantemente quiénes eran, de dónde venían y cuál era su misión en el mundo, en todos los lugares y continuamente: en los colegios parroquiales, en Misa, en las prácticas de piedad, en las conversaciones de familia alrededor la mesa de la cocina…

En los años turbulentos que siguieron al Concilio Vaticano II, arreciaron las presiones para que los católicos consideraran su religión como un asunto absolutamente privado y adoptaran una actitud de «pase y tome lo que le interese» en materia doctrinal. Muchos de los habladores -teólogos, educadores religiosos y el clero- sucumbieron a esta tentación. En este contexto, no sólo era difícil que fueran escuchadas las exigentes demandas del Concilio Vaticano II; si los mensajes llegaban, en multitud de ocasiones llegaban distorsionados. Así resultó que las cuestiones más controvertidas de los años posconciliares fueron las que trataban de hasta dónde podían ir los católicos en su adaptación a la cultura dominante y seguir siendo católicos.

En los años 70, Andrew Greeley señaló que «de todos los grupos minoritarios de este país, los católicos son los menos preocupados por sus derechos y los que menos conciencia tienen de la discriminación persistente y sistemática que sufren en las altas esferas del mundo empresarial e intelectual». En esta observación, como en su temprana advertencia sobre los abusos de menores y el crecimiento de la subcultura homosexual entre el clero, el padre Greeley acertó. Tengo que confesar que yo funcionaba con esos esquemas hasta que mi conciencia fue zarandeada por mi marido judío. En los años 70, cuando yo daba clase en la Facultad de Derecho de Boston College, durante las vacaciones de verano alguien quitó los crucifijos de las paredes. Aunque entonces la mayoría de los profesores eran católicos y el decano era un sacerdote jesuita, ninguno de nosotros protestó. Cuando se lo conté a mi marido, no lo podía creer. Me dijo: «¿Qué os pasa a los católicos? Si alguien hubiera hecho algo parecido con símbolos judíos, habría habido un escándalo. ¿Por qué los católicos aceptáis estas cosas?». Ese fue el momento de mi cambio de actitud. Comencé a preguntarme: ¿Por qué los católicos consentimos estas cosas? ¿Por qué valoramos tan poco la fe por la que nuestros antepasados hicieron tantos sacrificios?

El verdadero «poder» de los laicos

¿Cuántos católicos laicos han leído alguna de las cartas que los papas les han enviado a lo largo de los años? ¿Cuántos católicos saben dar una explicación lógica sobre cuestiones elementales relativas a las enseñanzas de la Iglesia en materias cercanas a ellos como la Eucaristía, la sexualidad o el apostolado del fiel laico? Si son pocos los que pueden hacerlo, no será por falta de doctrina procedente de Roma. Apoyándose en las encíclicas Rerum novarum y Quadragesimo anno, los padres del Concilio Vaticano II recordaron a los fieles laicos que tienen la responsabilidad de «evangelizar los ámbitos familiares, sociales, profesionales, culturales y de la vida política».

[Más tarde, señala la autora, Juan Pablo II, con la encíclica Sollicitudo rei socialis, dio un nuevo impulso al compromiso de los católicos.] Ahora que el «gigante dormido» está empezando a dar signos de recobrar su conciencia católica, la Iglesia va a tener que aceptar que el laicado más instruido que nunca ha tenido ha olvidado gran parte de su historia. Entre tanto, como pasa con todo movimiento emergente de masas, los activistas que tienen claro adónde quieren ir, intentan secuestrar la fuerza del gigante para sus propios fines. En los últimos meses, los católicos americanos han oído llamadas muy genéricas, pero estridentes, a favor de «reformas estructurales», de dar «poder a los laicos», y de que los laicos participen más en los «poderes de decisión» internos de la Iglesia. El Dr. Scott Appleby, por ejemplo, dijo a los obispos americanos reunidos en Dallas el pasado mes de junio que «no exagero al decir que el futuro de la Iglesia en este país depende de que compartáis vuestra autoridad con los laicos».

Al dejar fuera de cuadro la evangelización y el apostolado social, muchos laicos de prestigio están promoviendo algunos errores bastante elementales: que el mejor camino para activar al laicado es hacerlo participar en el gobierno de la Iglesia; que la Iglesia y sus estructuras son equivalentes a organismos del gobierno o empresas privadas; que la Iglesia y sus ministros han de ser mirados con desconfianza, y que necesitan la supervisión de reformadores seglares. Si esas actitudes toman cuerpo, dificultarán mucho que la Iglesia salga de esta crisis y progrese sin comprometer sus enseñanzas o su libertad, constitucionalmente garantizada, para ejercer su misión.

Última oportunidad

Huelga decir que la Iglesia habrá de realizar reformas estructurales para superar la presente crisis, y muchas de las llamadas a la reforma vienen de hombres y mujeres bien intencionados. La gran mayoría de los católicos está justa y profundamente preocupada por las recientes revelaciones de abusos sexuales por parte del clero; quieren hacer algo para solucionar la tragedia que han causado algunos sacerdotes infieles; y se aferran a los eslóganes que pululan en el ambiente. Pero los eslóganes sobre «reforma estructural» y «reparto de poder» han tenido que venir de algún sitio. Veteranos de una generación de teorías fallidas -políticas, económicas y sexuales- se han aferrado a la presente crisis como a su última oportunidad para transformar el catolicismo americano en algo más compatible con el espíritu de la época de su juventud. Es, como apunta Michael Novak, su última oportunidad de asaltar la fortaleza.

Escritores del Sur como Flannery O’Connor o Walker Percy vieron adónde llevarían aquellas ideas al cristianismo americano mucho antes de que nos diéramos cuenta la mayoría de nosotros. El antihéroe de Wise Blood, de O’Connor [ver servicio 96/01], se presenta como predicador de la Iglesia de Cristo sin Cristo. Love in the Ruins, novela escrita por Percy en 1971, está situada en un futuro no muy lejano, en que la Iglesia católica norteamericana se divide en tres partes: la Iglesia Patriótica, con oficinas centrales en Cicero (Illinois), donde se toca el himno nacional americano en el momento de la elevación de la Sagrada Forma; la Iglesia Católica Reformada Holandesa, fundada por varios sacerdotes y monjas que abandonaron la Iglesia para casarse; y lo que queda de la Iglesia católica, un pequeño grupo de fieles dispersos sin lugar claro adonde ir. Aunque, por fortuna, las cosas no han llegado a tal punto, es bastante llamativo que los principales temas de los autonombrados portavoces del laicado durante la crisis de 2002 han ido en esas direcciones: aspiración a una Iglesia americana libre de autoridad jerárquica y a un magisterio de supermercado, libre de enseñanzas exigentes en materia de sexualidad y matrimonio.

La hora de la formación

El abandono de sus obligaciones por parte de demasiados habladores ha dejado a demasiados padres de familia mal equipados para luchar por las almas de sus hijos frente a poderosos competidores: el agresivo secularismo de la escuela pública y una industria del espectáculo que disfruta denigrando todo lo que suene a católico. No pretendo insinuar que los fallos de teólogos, educadores religiosos, obispos y sacerdotes excusen los fallos de los laicos. Lo que quiero decir es que estamos en medio de una monumental crisis de formación.

El padre Richard John Neuhaus ha dicho que la crisis de la Iglesia católica en el año 2002 tiene tres facetas: fidelidad, fidelidad y fidelidad. Tiene razón al subrayar que la falta de fidelidad ha llevado a la Iglesia en Estados Unidos a una situación lamentable. Pero también hay que decir que estamos pagando otro desastre tridimensional: formación, formación y formación (falta de formación de nuestros teólogos, de nuestros educadores religiosos y, por tanto, de padres y madres de familia).

Ya es hora de que los católicos -no sólo en Estados Unidos- reconozcamos que hemos descuidado nuestras obligaciones como custodios del patrimonio intelectual que hemos recibido en depósito para entregarlo a las generaciones futuras. Por qué no hemos logrado mantener esa tradición en sintonía con los mejores avances de las ciencias humanas y naturales de nuestros días -como hizo Santo Tomás en su época- es asunto para otra ocasión. Por ahora, baste decir que, en el siglo XX, ese fue el proyecto de Bernard Lonergan y otros, pero ese esfuerzo ha tenido pocos continuadores. El diagnóstico de Andrew Greeley es duro: «No es que el catolicismo americano acometiera las tareas intelectuales y concluyera que no valían la pena; más bien las halló difíciles y decidió no acometerlas».

Entre tanto, el mundo cambia. El panorama demográfico en Estados Unidos está siendo, una vez más, transformado por la inmigración, esta vez principalmente del Sur. La gran mayoría de estos recién llegados han sido formados en las culturas católicas de América Central, del Sur y del Caribe. Es verdad que muchos han perdido su herencia; pero, aun así, tienen una forma católica de ver la realidad, de mirar a la persona y a la sociedad. Si se mantienen las actuales tasas de natalidad, Estados Unidos será el tercer país del mundo en número de católicos, después de Brasil y México.

En la primavera de 2002, mientras los miembros de «Voice of the Faithful», de Boston, debatían sobre la financiación y el gobierno de la Iglesia, los católicos latinos de Boston hacían vigilias de oración para manifestar la solidaridad de todos los miembros del cuerpo místico de Cristo: hombres y mujeres, ricos y pobres, clérigos y laicos, y también las víctimas y los que cometieron abusos.

Despertar al gigante dormido

¿Es de ilusos pensar que, a pesar de su dispersión, el «pueblo de los convocados» podría redescubrir la novedad dinámica de su fe? Los miembros de las grandes organizaciones laicales de la Iglesia piensan que no. Aunque la movilidad ha debilitado la vitalidad de muchas parroquias, ha habido un gran crecimiento -principalmente fuera de Estados Unidos, por ahora- de asociaciones laicales, programas de formación y movimientos eclesiales. Estos grupos, tan variados en sus carismas, tan ricos en habladores, están facilitando una fórmula para que los católicos estén en contacto unos con otros y con su tradición, bajo condiciones de diáspora. Juan Pablo II ha reconocido los grandes éxitos de estos grupos en el terreno de la formación y ha animado a sus hermanos en el episcopado y a los sacerdotes que aprovechen en su totalidad el potencial que tienen para la renovación personal y eclesial.

Yo, como la mayoría de los católicos norteamericanos, apenas era consciente de la extensión y variedad de estos movimientos. Solo cuando empecé a trabajar en el Consejo Pontificio para los Laicos llegué a conocer grupos como Comunión y Liberación, la Comunidad de San Egidio, los Focolares, el Camino Neocatecumenal, el Opus Dei o Regnum Christi, y a tratar con muchos de sus dirigentes y miembros. ¡Menudo contraste entre estos grupos que trabajan en armonía con la Iglesia y las organizaciones que definen sus objetivos en términos de poder! No es una sorpresa que cuanto más fieles y vibrantes son estas estupendas organizaciones laicales, más atacadas son por disidentes y anticatólicos. Pero los ataques no parecen importarles, pues saben quiénes son y adónde van.

Finalmente, una de las grandes bendiciones que supone tener papado y magisterio es que nos ayudan a estar seguros de que la herencia del «pueblo de los convocados» será preservada, incluso en los tiempos más difíciles. En El hablador, de Vargas Llosa, visita a los machigüengas dispersos un extranjero, un hombre que está tan enamorado de la «gente que anda» y de sus historias, que se convierte en su hablador. Pasa mucho tiempo en la carretera, viajando de familia en familia, llevando noticias de un lugar a otro, «recordando a cada miembro de la tribu que los demás están vivos, que a pesar de las grandes distancias que les separan, aún forman una comunidad, comparten una tradición y unas creencias; antepasados, alegrías y desgracias». Entre muchas razones para alegrarse del largo pontificado de Juan Pablo II, una es que, al igual que los habladores más extraordinarios, ha sabido mantener la herencia de su gente radiantemente viva, llevándola a todos los rincones de la Tierra.

Mary Ann Glendon___________________(1) «The Hour of the Laity», First Things (noviembre 2002), pp. 23-29. Reproducido con autorización de First Things.(2) Sobre Mary Ann Glendon, ver servicios 111/95, 117/95, 94/96, 123/98, 45/99 y 12/03.

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