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La fe según Paul Johnson

publicado
DURACIÓN LECTURA: 5min.

El historiador británico Paul Johnson escribe en The Spectator (Londres, 10-II-96):

Uno de los aspectos más fascinantes de la historia está no tanto en las cosas que suceden, cuanto en las que obstinadamente rehúsan suceder. Fuerzas aparentemente irresistibles de pronto cesan inesperadamente. Se evaporan tendencias poderosas. Sobreviven reliquias que se desmoronaban. Hombres de ayer siguen y siguen y siguen.

El gran no-acontecimiento del siglo XX fue la muerte de Dios. Los intelectuales de fines del XIX no coincidían del todo con Nietzsche en que Dios estaba ya muerto, pero tenían bastante confianza en que lo estaría en el año 2000. Durante el siglo XX dieron por sentado que la creencia en Dios desaparecería en Occidente y que sólo las sociedades atrasadas conservarían la «superstición» religiosa.

Pero henos aquí al final del que se suponía iba a ser el primer siglo ateo, y Dios sigue vivo y con buena salud, y reina en los corazones de miles de millones de personas en todo el mundo. Ahora hay más creyentes que en 1900, en parte, desde luego, por el aumento de población. No dudo que también hay más agnósticos. De lo que no hay más es de ateos. El número de los dispuestos a declarar terminantemente que Dios no existe ha bajado desde el apogeo del ateísmo organizado, hacia 1880. (…)

De hecho, a fines del siglo XX, Dios tiene excelentes perspectivas. El próximo siglo podría ser el suyo. En el siglo XIX dimos culto al Progreso, que era real, visible, veloz y beneficioso en conjunto. Pero sufrió una estremecedora detención en la catástrofe de la primera guerra mundial. La raza humana pensó que el Progreso le había fallado, y se volvió a la Ideología: el comunismo, el fascismo, el freudismo y otros sistemas de creencias aún más oscuros. El siglo XX ha sido la Era de la Ideología, así como el siglo XIX fue la Era del Progreso. Pero también la Ideología falló a sus seguidores y finalmente se derrumbó a principios de los 90.

La historia enseña que no creer en algo no es del gusto de los seres humanos. Aborrecen el vacío de creencias. Es muy posible que Dios, después de tener que luchar por sobrevivir en el siglo XX, llene el vacío en el XXI y se convierta así en el legatario residual de esos dos colosos muertos, el Progreso y la Ideología.

He estado pensando en esta posibilidad porque estoy a punto de publicar un pequeño libro sobre Dios. (…) Escribirlo resultó más difícil de lo que había imaginado, porque descubrí dentro de mí cofres de ignorancia y abismos sin fondo de incertidumbre. Creía tener la mayoría de las respuestas y descubrí que tenía muy pocas, así que hube de repensar todo desde el principio y documentarme mucho. Pero me alegra haber hecho el esfuerzo, porque ahora tengo las ideas más claras que antes. También estoy fortalecido en la fe y, sobre todo, me complace comprobar que, a lo largo de las vicisitudes de seis decenios, de alguna forma he logrado conservar, prácticamente intactas, las creencias que me enseñaron mis padres.

La fe en un Dios justo y todopoderoso es el mayor de los dones. Quizá desearíamos haber nacido bien parecidos, ricos, inteligentes o cautivadores; pero la fe es una herencia mucho más valiosa que todas esas cualidades. Cuando estoy en Londres durante el fin de semana, voy a la misa de 11 en el convento de los padres carmelitas de la calle Kensington Church. Es una misa cantada en latín, con una sencilla homilía, y todos los asistentes comulgan: catolicismo en su mejor y más atractiva forma. Después suelo ir a tomar café con mi antigua amiga y colega Antonia Fraser. Muchas veces comentamos: «¡Qué suerte tenemos de ser católicos y disponer de este inigualable sustento espiritual!». Suena a complacencia pero no lo es: es humilde gratitud.

Nuestra fe es una armadura que -lo merezcamos o no- nos protege maravillosamente de las hondas y dardos del mundo. Con ella nos sentimos seguros, abrigados, privilegiados.

En otro artículo, escrito con ocasión del día de San Valentín, Johnson cuenta cómo su mujer y él han hecho durar su matrimonio (The Daily Telegraph, Londres, 14-II-96).

(…) Todo el empuje de nuestro ambiente cultural insiste en que el amor es fácil y natural, e incita a los millones de jóvenes que hoy se envían felicitaciones por San Valentín a creer que también el matrimonio debe de ser fácil y natural. Nada más lejos de la realidad. (…)

El amor y el matrimonio son cosas muy diferentes. El amor es un sentimiento. El matrimonio es una profesión, la única para la que no existe preparación ni se exigen más aptitudes que la edad y estar soltero. Eso significa que requiere más esfuerzo.

(…) Altercados, diferencias de opinión, discusiones, riñas, ataques de ira, enfados y silencios forman parte de la realidad diaria del matrimonio.

Es normal que dos personas que viven juntas tengan a menudo puntos de vista diferentes; saber resolver esas diferencias cediendo y con sencillez es parte de la dinámica vital y del proceso de maduración de una persona. Divorciarse significa interrumpir ese proceso de crecimiento, arrancar de raíz la planta viva y arrojarla, sin necesidad, al fuego.

Mi esposa Marigold y yo llevamos casados casi cuatro décadas. Los dos tenemos un carácter fuerte y somos de opiniones firmes, y hemos tenido nuestras diferencias, algunas serias. De hecho, si hubiéramos decidido dejar de trabajar en nuestro matrimonio, podríamos habernos divorciado más de una docena de veces. Pero hace mucho que se ha difuminado el recuerdo de los motivos, las circunstancias y los detalles de nuestras discusiones. «Cariño, ¿por qué estuvimos a punto de divorciarnos en 1972?». «No me acuerdo. Pero no fue en 1972, sino en 1974». «¿Estás segura?».

(…) Los matrimonios duraderos se edifican sobre los estratos arqueológicos de riñas olvidadas. Sobre toda pareja que se acerca a sus bodas de oro flota el saludable espíritu del olvido.

Como es lógico, las felicitaciones por San Valentín hablan sobre todo de amor ardiente, y los sacerdotes y párrocos, de fidelidad; pero los esposos viejos saben que los secretos de un matrimonio bien trabajado son paciencia y perseverancia, tolerancia y dominio de sí, estoicismo, tenacidad, resistencia, disposición a perdonar y, a falta de todo eso, mala memoria.

También ayuda, por supuesto, que el marido esté siempre dispuesto a cargar con la culpa. Como debe ser.

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