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La eutanasia no es la respuesta

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William Rees-Mogg escribe en The Times (Londres, 25-I-93) que la eutanasia no es la respuesta a las necesidades del enfermo en fase terminal.

El apoyo popular a la eutanasia se funda casi enteramente en el miedo al dolor incontrolado durante el periodo terminal de la enfermedad, en particular en el cáncer. La semana pasada discutía este problema clave con el doctor Robert Twycross, que es profesor titular de medicina paliativa en la Clínica Macmillan de la Universidad de Oxford, y médico especialista en la Sir Michael Sobell House, clínica de enfermos terminales de Oxford. Es uno de los mayores especialistas británicos en el tratamiento del dolor. El doctor Twycross cree que los médicos necesitan tener presentes cuatro aspectos del sufrimiento al tratar con enfermos terminales.

El primero es el dolor, el segundo la angustia causada por el colapso del cuerpo ante la proximidad de la muerte, el tercero es el estado psicológico del paciente y el cuarto el estado psicológico de los parientes del enfermo, lo que incluye el trauma del duelo. Él considera como más importante el estado psicológico del paciente, lo cual tiene una fuerte influencia en cada uno de los otros tres aspectos.

Sus descubrimientos sobre el dolor coinciden básicamente con los estudios del doctor Takeda (de 1989) basados en 200 casos de enfermos de cáncer de Tokio. El doctor Takeda descubrió que un buen tratamiento podía producir un completo alivio del dolor en el 86% de los casos; un alivio suficiente, en el que hay dolor pero el paciente puede vencerlo, en el 11%; y un escaso alivio en sólo el 3% de los casos. (…)

La angustia causada por el proceso de morirse no tiene por qué ser dolorosa, pero es obviamente irreversible. El paciente se debilita más y más, en ciertas circunstancias llega a tener dificultades para respirar, y así sucesivamente. Estos procesos de deterioro de los sistemas corporales pueden ser aliviados en lo que se refiere al dolor, pero son una parte del proceso físico de morir.

La gran cuestión sobre la eutanasia es su efecto sobre la psicología del moribundo. Los estudios pioneros de la doctora Elisabeth Kübler-Ross sugieren que el moribundo sigue su propio proceso psicológico, con una fase inicial de negación e ira -«rabia contra el final de la luz»- seguida de una fase de aceptación. El paciente abandona el mundo de la acción y el hacer, y entra en un mundo de aceptación y ser. En esta fase los familiares tienen un papel de particular importancia; puede ser un periodo de serenidad, e incluso de alegría. La paradoja es que aquellos que mejor completan con éxito esta transición psicológica mueren con un espíritu esperanzado.

Los cristianos creerán que esta transición sigue tal curso porque es una preparación psicológica para el otro mundo. «Ven y mira cómo puede morir un cristiano», como dijo el ensayista del siglo XVIII Joseph Addison a su hijastro el conde de Warwick. Sin embargo, las personas sin creencias religiosas también atraviesan el mismo proceso psicológico, que es esencialmente beneficioso. La aceptación y serenidad favorecen mucho el tratamiento de la enfermedad terminal, y son la verdadera base del movimiento que se ocupa de la atención de enfermos incurables.

La eutanasia impide esto de dos maneras. Priva a la gente de la experiencia de la transición, e implica que morir es un proceso inaceptable, que matarse es preferible a morir naturalmente. También inculca a los moribundos la idea de que el mundo desea quitárselos de en medio, que, una vez que la vida activa ha pasado, los hombres pierden su valor personal y económico. (…)

La mayoría de los pacientes no quieren que sus médicos les mantengan vivos artificialmente cuando toda vida verdadera haya desaparecido; las clínicas para enfermos terminales están efectivamente más dispuestas que los tecnificados hospitales a dejar que la naturaleza siga su curso. Pero los pacientes quieren creer que su médico busca totalmente su supervivencia, que la mano que les cuida no sostiene a la vez la jeringa letal. La mayoría de los médicos odian la idea de llegar a ser responsables de la muerte de alguno de sus pacientes, y el cambio que esto introduciría en sus relaciones con ellos.

El cuarto punto preocupante es el estado psicológico de los parientes afligidos. No deberían ser involucrados en causar una muerte prematura, aunque sólo fuera con su consentimiento. Si ya es bastante difícil decidirse a eliminar al propio perro, no digamos lo que será en el caso de un padre. Así como el trauma psicológico causado por el aborto ha sido continuamente menospreciado, el trauma causado por la eutanasia sobre los parientes del enfermo es subestimado por aquellos que están a favor de ella. La mejor ayuda para aliviar el inevitable pesar del duelo es la paz que produce la satisfactoria transición psicológica de la persona que ha fallecido.

La conclusión del doctor Twycross es ésta: «He trabajado durante veinte años en la medicina paliativa. Cuando se tienen en cuenta todos los factores -físicos, psíquicos, sociales y espirituales-, la eutanasia no es la respuesta». Si se prepara a los médicos para controlar el dolor, y si se proporciona a los moribundos un adecuado apoyo psicológico, la eutanasia ofrece pocas ventajas, aparte de las puramente económicas. Por el contrario, hace un daño considerable a la práctica de la medicina y al bienestar de los pacientes.

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