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La Europa perdida del imperio austrohúngaro

publicado
DURACIÓN LECTURA: 12min.

¿Quién era ese judío melancólico y borracho que en los años treinta paseaba su tristeza por los bulevares de París? Se llamaba Joseph Roth (1894-1939) y venía huyendo de los nazis. Pero, ante otras preguntas, lo más probable es que se inventase un lugar de nacimiento y un padre falsos. Su identidad perdida era un fiel reflejo del desconcierto de los pueblos ante el fin del imperio austrohúngaro que narró en sus novelas. En un momento en que Centroeuropa busca una nueva configuración, es oportuno leer a quien supo dar forma artística al derrumbe de la monarquía de los Habsburgo.

En realidad, el padre de Joseph Roth abandonó a su madre antes de que él naciera en la ciudad fronteriza de Brody, perteneciente al imperio austrohúngaro pero situada en una región que ha sido sucesivamente austriaca, polaca, soviética y ucraniana a lo largo de este siglo. Esa sensación de comprensible desarraigo marcó toda su existencia y todas sus mistificaciones que, por suerte, también se transformaron en literatura.

La desintegración de un imperio

Roth había combatido en la Gran Guerra y vivió la traumática caída del imperio austrohúngaro. De ahí que sus novelas reflejen la dispersión de los pueblos europeos unidos antes bajo una sola corona. Sus personajes poseen las más diferentes nacionalidades: austriacos, húngaros, eslovenos, croatas, alemanes, ucranianos, polacos, rusos… Y resulta fácil percibir en su obra un sentimiento de nostalgia por ese orden político anterior a la modernidad que encarnaba la anacrónica monarquía de los Habsburgo. No era poco lo que ésta representaba para las nacionalidades sometidas. En buena medida, el concepto de Centroeuropa nació gracias a la corona austriaca. Dentro de la inmensa heterogeneidad lingüística y cultural reinante, la capital vienesa se erigió en un centro orgánico de gravedad y en un signo de estabilidad política. Algo que hoy dista mucho de suceder.

Pero, a diferencia de otros escritores contemporáneos, Roth no dejó de advertir con acritud los errores de la potencia austriaca de aquel entonces. Su crítica principal se centraba en la decadente indolencia de la sociedad vienesa por haber abandonado irresponsablemente a los pueblos que tenía a su cargo. Roth, nacido en una provincia remota del imperio, parecía sentir hacia Austria el mismo rechazo y la misma devoción que tuvo hacia el padre que nunca conoció.

Gran parte de su obra ha sido traducida al castellano en los últimos años y alguna ha conocido ya su correspondiente versión cinematográfica. De entre su desigual y abundante producción, algunos títulos, los primeros sobre todo, revelan un escritor en progresión, demasiado influido por el expresionismo (tal es el caso de Hotel Savoy, una novela muy floja). Pero otros, aquellos publicados en la década de los treinta, son espléndidos relatos de gran amenidad y magistrales cuadros de la Europa de entreguerras: La marcha Radetzky (1930), La cripta de los capuchinos (1938), La leyenda del santo bebedor (1939) y, la mejor a mi juicio, Job (1930).

Roth aprovechó su azaroso trabajo de corresponsal para conocer numerosos países europeos. Su independencia de criterio le valió no pocos desencantos políticos, y con su testimonio literario quiso desenmascarar también las contradicciones de las dictaduras nacionalistas (La tela de araña), de la revolución soviética (Fuga sin fin) e incluso de las sociedades democráticas capitalistas (A diestra y siniestra). Un tipo así tenía que acabar huyendo de la Alemania de Hitler para morir exiliado en el París de 1939.

Un estilo seco

Quien guste del fino jerezano o la manzanilla de Sanlúcar lo entenderá muy bien. Los buenos bebedores conocen que esta clase de vinos tienen un aroma y un sabor de matices delicados y sugerentes que no se encuentran en un moscatel o en un cream. Con la literatura pasa algo muy parecido y seguramente a Roth le hubiera complacido esta comparación.

Se ha hablado muchas veces de su estilo seco y preciso y se lo ha parangonado con la prosa de algunos clásicos del siglo XIX como Stendhal. No cabe duda de que la ausencia de oropel es uno de los puntos fuertes de sus novelas más maduras. Es más: la sequedad unida a la ironía produce efectos maravillosamente lúcidos. De cierto banquero se dice, por ejemplo, que «era un anciano plácido, de una bondad de corazón calculadora (la única que no produce desgracias en este mundo)». La frase queda desperdigada en medio de la acción y, sin embargo, su amarga sabiduría aún resuena en el lector.

Comparado con otros novelistas austriacos de mayor fama, como Hermann Broch o Robert Musil, Joseph Roth es un escritor mucho más tradicional, menos original e innovador. Sus obras carecen de la densidad conceptual y de las experimentaciones técnicas de la trilogía de Los sonámbulos, de La muerte de Virgilio, de El hombre sin atributos. No deja de ser cierto que, en ocasiones, sigue tímidamente algunos procedimientos más o menos audaces de la época, como la concepción sinfónica de La cripta de los capuchinos, con esos estribillos que dan a su prosa un tono poético muy conseguido. Pero, ante todo, lo que le caracteriza como narrador es, valga la redundancia, «narrar» en el sentido más puro de la palabra. Nada de largos paréntesis rememorativos ni de sesudas reflexiones germánicas. Muy al contrario, su atención se dirige a contar una historia del mejor modo posible y, de paso, dar testimonio de sus íntimas preocupaciones.

El dominio de la ambientación

Al narrador de «raza» le importa mucho atraer al lector, no aburrirle con escenas tópicas y con acontecimientos previsibles. Por eso las novelas de Joseph Roth buscan sorprender con finales bruscos e inesperados, a veces resueltos casi en dos líneas o con un comentario subrepticio del autor. De ahí que lo que pudiera parecer que acabará de una manera, acaba de otra (La noche mil dos) o lo que se vislumbra como una catástrofe desemboca en un milagro (Job).

La sobriedad estilística no está reñida con describir con precisión y talento de pintor. En el caso de Roth, dominar el arte de la ambientación le llevó muchas novelas hasta obtener los resultados apetecidos. Durante los años treinta, cuando escribe sus obras maestras, se consagra también como un excelente retratista de almas y paisajes. En otra de las obras preferidas de quien esto escribe (La noche mil dos), un sultán turco asiste a una fiesta en Viena y se queda extasiado de la belleza de las damas de la corte imperial. Ese hombre sensual, inmaduro y caprichoso, buscará sin éxito a la mujer ideal entre las europeas y, por el momento, se detiene orientalmente deslumbrado ante su hermosura física: «¿Qué era el resplandor de las diademas que llevaban en el pelo comparado con el resplandor castaño o rubio de sus mismos cabellos? ¡Cuántos matices encerraban esos colores! Este negro era azul como una noche de pleno verano, y aquél, duro y opaco como el ébano; este castaño era dorado como el último adiós del atardecer, y aquél, rojizo como la noble hoja del arce a finales de otoño; este rubio era alegre y ligero como el cítiso en un jardín de primavera, y aquél, opaco y plateado como la primera escarcha de una madrugada otoñal». Acerca de la capacidad de sugerir formas y colores en nuestro autor se podría decir lo que él mismo escribe de un personaje suyo, un hidalgo caballero muy rígido y seco en sus maneras pero que, «como buen austriaco», gustaba de la buena vida.

El arte de la síntesis

Aun a riesgo de ser mal entendido, cabe decir que una de las claves del éxito de Roth radica en que la mayoría de sus novelas son cortas. Italo Calvino apostaba por la brevedad como una de las notas estéticas decisivas de nuestro tiempo. El hombre de hoy se siente a gusto con la condensación y la miniatura.

Así, las narraciones de Roth se fragmentan en capítulos breves, pero con abundancia de sucesos. En Fuga sin fin, las tres o cuatro primeras páginas relatan la historia de un joven soldado austriaco que deja a su novia para combatir en el frente ruso, es hecho prisionero, vive todo tipo de penalidades en un campo de concentración siberiano, se escapa y es ocultado por un amigo, luego entra en una partida de partisanos comunistas, conoce a otra mujer y se enamora de ella. ¡Y la novela no ha hecho sino comenzar! Éste es uno de los ejemplos extremos, naturalmente, pero da una idea muy cabal del arte narrativo de Roth.

En una época marcada por las estáticas y voluminosas obras magnas de Joyce, Mann, Proust, Broch o Dos Passos, un oscuro escritor de origen judío se ocupaba de contar historias de viajeros impenitentes, siempre en búsqueda de un centro espiritual, que reclaman en una sociedad vacía y tecnificada. Para Roth ese centro podía llevar el nombre de su padre, el de Viena o el de Yahvé.

La Europa perdida

«¿Cuántos eres? ¿Eres muchos?», se pregunta un personaje de A diestra y siniestra. Hasta ahora ha sido muchas personas distintas: ha sido campesino ruso, terrateniente, comerciante, soldado del ejército blanco durante la Revolución, luego comisario político soviético y, hasta el momento, triunfa como empresario capitalista en el Berlín de entreguerras. Los personajes de Roth se mueven a gran velocidad y cambian de ocupación continuamente, o bien se dejan arrastrar por el torbellino de los acontecimientos que lleva consigo toda época de crisis. Pero, en cualquier caso, la realidad es fugaz, mutable, transitoria. Quienes antes se encumbraban hasta el cielo, ahora mendigan compasión. Y viceversa. En medio de esta ceremonia de la confusión, los héroes más nobles se preguntan por sus raíces, tratan de descubrir normas de conducta y actúan contra un sistema inhumano e inmoral.

Las novelas de Roth también emparentan con las de otros contemporáneos por lo que tienen de indagación de una identidad perdida, por la búsqueda de un ser que nunca se desarrolla de modo completo. Sus héroes deambulan por las calles de Europa al encuentro de una vida plena, que les restituya una ley moral, que les devuelva a la seguridad antigua. Las andanzas y desandanzas de esos seres mediocres, pero con un punto de brillante dignidad, ponen al descubierto las vergüenzas de una sociedad sin ética ni estética, una sociedad surgida demasiado pronto de las ruinas de una civilización más humana. «El gran éxito de Roth, superior a sus cualidades literarias como escritor -escribe Claudio Magris-, se debe a la odisea que se obstina en narrar, a esa resistencia que sus héroes, tránsfugas y desperdigados por la derrota, oponen al mecanismo que pretende desposeerlos. El exiliado o repatriado rothiano, en su fuga sin fin, se sitúa al margen de la historia y de la existencia para defender frente al mecanismo de lo idéntico un residuo de individualidad, algo inconfundiblemente suyo».

Grandeza y miseria

En su camino pueden encontrarse con algún confidente, algún buen amigo, como el inolvidable ayuda de cámara de Trotta en La marcha Radetzky. El tema de la amistad es una las pruebas de que para Roth el hombre es, a pesar de los pesares, un ser lleno de dignidad y capaz de comprender e interesarse por el otro. En casi todas sus novelas nos encontramos con personajes secundarios que sacrifican su tiempo y hasta sus vidas por los protagonistas.

Tal vez esa compleja combinación de grandeza y miseria, de medianía y elevación moral, constituya una de las conquistas literarias más profundas que puede lograr todo escritor. Si el arte imita la vida -la vida de hombres libres en su decurso temporal-, Roth consigue transmitir la sensación de que los personajes que a él le interesan son, en efecto, libres. Un tipo tan irritantemente frívolo y superficial como, por ejemplo, el simpático capitán Taittinger de La noche mil dos, se comporta al final como un hombre que puede morir por su honor. Y, por la misma razón, un individuo inofensivo como el judío Mendel, débil y apocado en apariencia, se rebela contra su mismo Dios en un acto de supremo dolor que tiene visos de tragedia al estilo de El rey Lear. En medio de un mundo lleno de corazones pequeños nos encontramos, de vez en cuando, con amores y odios frenéticamente arrebatados.

La única meta noble parece estar en luchar por recuperar algo sagrado que se ha perdido por la abulia personal o por las circunstancias externas. Pero vivimos en tiempos de una gran mediocridad, parece decirnos el novelista, y por eso el héroe rothiano se identifica con ese hombre gris que surge de las cenizas del imperio austrohúngaro y que puebla desde entonces las naciones de Centroeuropa. Sea como sea, siempre queda el valor de intentar algo noble.

Éstos son los argumentos de algunas de las mejores novelas de Joseph Roth: recuperar el amor de una esposa a quien no llegamos a conocer bien, expiar por un asesinato que sólo cometimos con el pensamiento o cumplir una promesa hecha a una imagen de Santa Teresa de Lisieux. No suele ser el éxito en la tierra lo que al final corona los esfuerzos de los irredimibles perdedores pero, como le ocurre al borracho de La leyenda del santo bebedor, detrás de sus extravíos es posible adivinar una gran misericordia. Y eso significa algo muy conmovedor y muy profundo.


Obras de Joseph Roth traducidas al castellano

— Hotel Savoy, Seix Barral, Barcelona (1971); Cátedra, Madrid (1985).

— La rebelión, Seix Barral, Barcelona (1984).

— Fuga sin fin, Icaria, Madrid (1979); Sirmio, Barcelona (1993).

— A diestra y siniestra, Anagrama, Madrid (1982).

Job, Bruguera (Libro amigo), Barcelona (1981).

— La marcha Radetzky, Bruguera, Barcelona (1891); Anagrama, Madrid (1987).

— Tarabás. Un huésped en la tierra, Seix Barral, Barcelona (1983).

— Confesión de un asesino, Bruguera, Barcelona (1981); Anagrama, Madrid (1989).

El leviatán, Siruela, Madrid (1992).

— La cripta de los capuchinos, Sirmio, Barcelona (1991).

La leyenda del santo bebedor, Anagrama, Madrid (1985).

— El profeta mudo, Montesinos, Barcelona (1982).

La tela de araña, Sirmio, Barcelona (1991).

— Judíos errantes, Muchnik, Barcelona (1987).

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