La Europa nacionalista de Viktor Orbán

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Tal y como se esperaba, el primer ministro Viktor Orbán ha ganado las elecciones legislativas del 8 de abril de 2018. Algunos analistas se empeñan en ver en Orbán un Putin húngaro, pero esto no es cierto. Su éxito tiene que ver más con un sentimiento nacionalista que ha aflorado comprensiblemente en un país que estuvo anulado por el comunismo.

Hay claras diferencias entre los líderes ruso y húngaro. Putin encarna un sistema presidencialista, que formalmente limita los mandatos del jefe del Estado. En cambio, un primer ministro como Orbán, representante de un sistema parlamentario, no tiene limitación de mandatos mientras su partido, Fidesz, quiera mantenerlo a la cabeza de la formación y del gobierno.

En Hungría, a diferencia de Rusia, hay una oposición, más o menos organizada, capaz de alcanzar un destacado número de votos, aunque a todas luces insuficientes para desbancar al partido gobernante. Solamente fisuras internas en Fidesz, que hoy por hoy no se aprecian, pueden debilitar a Orbán.

Orbán y los gobernantes del grupo de Visegrado se han dado cuenta de que la economía y el bienestar material, en general, no son ilusionantes para un pueblo

Otra visión de Europa

La oposición socialdemócrata da a sus conciudadanos una visión de Europa que no comparte una gran mayoría de húngaros. Solo ha obtenido una veintena de diputados. Los defensores del proceso de integración europea no tienen buena prensa en una Hungría nacionalista, en la que todo europeísmo es sospechoso de limitar la soberanía recuperada por la nación tras la caída del comunismo.

Europa, o mejor dicho Bruselas, es una especie de mal necesario. No se trata de abandonar la UE, aunque ésta haga amagos de sancionar o recriminar a Hungría y a otros países centroeuropeos, sino de defender la idea de que Europa, ante todo, es un conjunto de Estados soberanos. Tan Europa es Budapest como Berlín, París o Roma. Puede compartirse soberanía en algunos aspectos, sobre todo económicos, pues son ventajosos para países con menor nivel de renta, aunque no se darán pasos significativos hacia una unión más plena, y si esto conlleva estar alejado del pelotón de cabeza, presente en Europa occidental, no importa. Antes bien, habrá que encontrar a países en situación, y planteamientos, semejantes para hacer un frente común. Tal parece ser el enfoque del grupo de Visegrado, compuesto por Polonia, Hungría, Chequia y Eslovaquia.

La economía no basta

Los gobiernos de esos países, empezando por el propio Orbán, se han dado perfecta cuenta de que la economía y el bienestar material, en general, no son ilusionantes para un pueblo. El economicismo, asociado a la globalización, y, por supuesto a la UE, conllevaría el riesgo de dejar en un segundo plano los intereses nacionales y la propia cultura.

Consecuencia lógica es la reafirmación de la identidad nacional, que a veces se reviste de defensa de Occidente, de la civilización europea e incluso del cristianismo. La globalización, el mundialismo, se propone liquidar la cultura y la identidad nacional, y los nacionalistas le ponen un rostro visible: la inmigración. ¿Por qué han de venir a Hungría sirios y afganos, de religión y cultura musulmana? Para un nacionalista centroeuropeo, esto no es xenofobia. Hay otros países, dominados por el multiculturalismo y con mayor nivel económico, que pueden acogerlos. La multiculturalidad solo trae conflictos. Esto no sería xenofobia sino un servicio a la civilización europea.

Los defensores del proceso de integración europea no tienen buena prensa en Hungría, donde todo europeísmo es sospechoso de limitar la soberanía recuperada tras la caída del comunismo

Exaltación de la Historia

¿Qué civilización europea? A no ser que entendamos por Europa la suma de los nacionalismos, aunque no revistan las formas agresivas del pasado. Desde el punto de vista de la exaltación de la Historia, propia de todo nacionalismo, el comunismo era la negación de la nación, aunque algunos comunistas húngaros supieron mantener a duras penas una cierta independencia nacional. La globalización, otra uniformidad sin alma como el comunismo, iría también contra la nación.

¿Cuál es, entonces, el modelo del pasado? El poco más de medio siglo de imperio austro-húngaro, bajo la monarquía dual, que dio a Hungría una relevancia internacional que no había tenido desde la dominación otomana, a la que sin duda se asociará con la inmigración ilegal de musulmanes. Ese brillante período se terminó el 4 de junio de 1920, con el tratado de Trianon, en el que Hungría perdió las dos terceras partes de su territorio, y que, dentro de las actuales coordenadas de la política húngara, tendrá que ser especialmente recordado en su próximo centenario, si bien el tiempo de las reivindicaciones territoriales, como en el período de entreguerras, queda atrás.

En la Hungría de Orbán ha triunfado el nacionalismo, y todo nacionalismo suele conllevar un proceso de concentración del poder. Desde esa lógica asistiremos a reformas de la Constitución, de la ley electoral y de la legislación sobre los gobiernos locales y los tribunales. Un parlamento de 134 diputados de Fidesz, de un total de 199 escaños, permitirá al vencedor de las elecciones acometer este tipo de cambios que consolidarán en el poder a su partido. 

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