La escuela de los «valores asiáticos»

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Por qué Asia critica a las democracias occidentales
Manila. Tung Chee-hwa, que se convertirá en gobernador de Hong Kong el 1 de julio, justifica las restricciones a los derechos civiles, que impondrán las nuevas autoridades chinas, como expresión de los «valores asiáticos». Este término anda de continuo en boca de los gobernantes de los países recién industrializados de Oriente, que lo proclaman como secreto de su éxito. La corriente de los valores asiáticos defiende un sistema distinto, caracterizado por un capitalismo de libre mercado, que asegura el desarrollo económico, y una libertad política vigilada, que evite la corrupción moral y social de las democracias occidentales.

Ante todo, la escuela de los «valores asiáticos» es un intento de dar una explicación política, recurriendo a unos valores culturales particulares, de un fenómeno económico: el desarrollo «milagroso» de algunos países asiáticos en los últimos tres o cuatro decenios. Sus abanderados son todos asiáticos: políticos, ministros e intelectuales de los campos de la economía y de las ciencias políticas y sociales. Todos, además, están fuertemente comprometidos con los actuales regímenes capitalistas de Asia, no exentos de tendencias autoritarias, como los de Singapur y Malasia.

Cinco principios

El gran maestro de los valores asiáticos es sin duda Lee Kuan Yew, antiguo primer ministro, actual ministro senior y, desde el principio, el «padre» de Singapur. En los foros académicos, su portavoz es Kishore Mahbubani, secretario permanente del Ministerio de Asuntos Exteriores y decano del colegio de funcionarios (algo similar a la École Nationale d’Administration francesa) de la ciudad-Estado. En Malasia, el paladín es el actual primer ministro, arquitecto y visionario de la nueva «Malasia 2020», Mahathir Mohamad. A la zaga le viene su vice primer ministro y ministro de Economía, Anwar Ibrahim.

A partir de un discurso de apertura del Parlamento de Singapur (enero de 1989), leído por el entonces presidente Wee Kim Wee, se elaboró el documento de los Valores Compartidos (1), que es, quizás, el mejor resumen y la mejor expresión de los «valores asiáticos». Wee advertía al pueblo del peligro de perder las ideas tradicionales asiáticas de «moralidad», «deber» y «comunidad», en pro de una actitud hacia la vida más occidentalizada, individualista y egocéntrica. A causa de un exceso de democracia, una sobredosis de libertad y una obsesión con la realización individual -decía-, las sociedades occidentales sufren la destrucción de la familia y la proliferación de formas de conducta antisocial (el crimen y la drogadicción), el desmoronamiento de sus instituciones y la bancarrota de su capital social, la pérdida de su cultura de trabajo y de su compromiso con la excelencia intelectual.

Para evitar semejante corrupción, y tras mucha discusión entre los parlamentarios, se acordaron cinco puntos que -según ellos- captan lo esencial de la identidad de Singapur: 1) La nación antes que la comunidad (étnica), y la sociedad por encima de uno mismo; 2) La familia como la unidad básica de la sociedad; 3) Respeto y apoyo de la comunidad al individuo; 4) Consenso en lugar de conflicto; 5) Armonía racial y religiosa.

El clavo que sobresale…

¿Cómo hay que entender esos principios? El primero propugna la subordinación de los intereses particulares -incluidos los derechos y las libertades individuales que Occidente considera inalienables- a los intereses de la sociedad. Se cita como razón de esta actitud el profundo respeto que se debe a la autoridad y a la jerarquía, esta vez bajo la forma del gobierno civil. Cualquier muestra de individualidad, cualquier reclamación de libertades y derechos para sí, cualquier asomo de sospecha u oposición al gobierno en el poder se percibe como muestra del denostado individualismo. Y el clavo que sobresale es el que se lleva el martillazo. Para la escuela de los «valores asiáticos» no hay diferencia entre la autoridad y el autoritarismo, la libertad y el libertinaje, la individualidad y el individualismo.

El segundo principio es tal vez el más radical de todos, pues va derecho al corazón del confucianismo. La familia desempeña en el confucianismo el papel del absoluto: el individuo se debe por completo a su familia, y sin ella no es nada. La moral confuciana -que apenas sabe de derechos- es una moral de obligaciones o deberes filiales para con los padres, los maestros y el gobernante. Con respecto a los que no pertenecen a la familia, como los socios, los compañeros de trabajo o los desconocidos, rigen normas éticas distintas. Para con los socios vale una moral de utilidad mutua o recíproca, y para con los desconocidos, una versión negativa de la «regla de oro», un «no hagas a los demás lo que no quisieras que hicieran contigo», que de ningún modo incluye un deber positivo de socorrer al necesitado. Ciertamente, el familismo confuciano contradice el principio democrático occidental de la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, en que se basa en gran parte la noción -también occidental- de justicia.

Que nadie salga avergonzado

Según el cuarto principio, hemos de buscar el consenso en lugar de la polarización de posturas. En las sociedades asiáticas se valora mucho el «guardar las apariencias»: a pesar de las diferencias de opinión entre personas y grupos, al final nadie debe quedar avergonzado a causa de la solución que se adopte. No hay precio demasiado alto que pagar para conseguir semejante «consenso», ni siquiera oscurecer las mismas normas que deberían guiar la rectitud de los juicios y de las decisiones. Por tanto, no es raro que los hechos contradigan tanto la letra como el espíritu de la ley, lo que produce -al menos, para los no acostumbrados a tal manera de proceder- una confusión soberana. Pero los dirigentes de las sociedades asiáticas no sentirían la necesidad de presentar objeción alguna a tal situación, por contradictoria e ilógica que pueda parecer.

Este principio de «guardar las apariencias» inspira la característica no injerencia de los gobiernos asiáticos en los asuntos internos de sus vecinos. Un ejemplo reciente es la decisión por parte de la ASEAN (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático) de admitir a Myanmar (antes, Birmania) entre sus Estados miembros, pese al oscuro historial de derechos humanos que tiene la junta militar birmana.

Los occidentales ven en este modo de proceder un sacrificio demasiado caro del principio del Estado de derecho, en el cual no hay nadie por encima de la ley, que es universal. Por su parte, la escuela de los valores asiáticos señala que esta actitud occidental lleva a un espíritu de competencia exacerbada, que perjudica a todas las partes implicadas al anular la misma posibilidad de cooperación.

Armonía con privilegios

El quinto principio, de armonía racial y religiosa, salvaguarda la actitud fundamental hacia la realidad multicultural y multirreligiosa de las sociedades asiáticas. Curiosamente, este principio se compagina con el estatuto privilegiado o preferencial de determinadas etnias (la china en Singapur, la bumiputra en Malasia) y religiones (el confucianismo o el islam, respectivamente). Es muy fácil entonces llegar a la unión de las autoridades civiles con las religiosas, que en Occidente se tildaría de «fundamentalista». Desde la postura oriental, en cambio, se ataca con virulencia el laicismo de Occidente, así como su universalismo con respecto a sus ideales de modernidad y progreso, su herencia judeo-greco-latina, su liberalismo y su democracia. Mientras Occidente opera con ideologías escépticas o ateas, el Oriente prefiere creer ciegamente en sus religiones, como actitud vital.

Y ¿qué decir del tercer principio, sobre el apoyo al individuo por parte de la comunidad? En realidad, es un elemento culturalmente extraño, un mero añadido para contrarrestar el nepotismo y propiciar el establecimiento de la meritocracia en los ámbitos profesionales y gubernamentales. De ningún modo debe interpretarse como si el Estado tuviera que proveer directamente al bienestar de sus ciudadanos, en sustitución de la familia.

Rechazo hacia Occidente

La animadversión de la escuela de los valores asiáticos hacia las democracias liberales occidentales se agudiza a causa de la hipocresía de estas últimas en temas tan cruciales como la libertad de comercio (¿por qué no incluir los productos agrícolas?) o los derechos humanos (la tolerancia dispensada por Occidente a China y Arabia Saudita). La escuela cantó victoria cuando en la Conferencia Mundial de Derechos Humanos (Viena, 1993) se acordó que éstos deben considerarse «en el contexto de las particularidades nacionales y regionales, así como de las distintas proveniencias históricas, religiosas y culturales» (ver servicios 77/93 y 90/93).

Hay dos hechos históricos claves para comprender esa antipatía. En primer lugar, hemos de tener en cuenta el pasado colonial común y aún reciente de la mayoría de estos países. La experiencia colonial ha humillado a estos pueblos y ha creado en ellos un complejo de países «segundones», subdesarrollados e inferiores a los occidentales. Cuando Occidente echa en cara a los países asiáticos sus violaciones de los derechos humanos, cuando les predica sobre el tema de los valores, cuando les impone todo tipo de condiciones para el comercio, nace en ellos la sospecha de que está intentando instaurar, en el fondo, una nueva forma de colonización. En segundo lugar, hemos de fijarnos en el desarrollo económico inédito que estos países han experimentado en las últimas décadas. El producto interior bruto (PIB) combinado de los países del Este asiático ya sobrepasa tanto al de los Estados Unidos como al de la Unión Europea. Asia ya tiene la segunda y la tercera economías más grandes del mundo; en el año 2020, cuatro de las cinco más grandes y siete de las diez más grandes serán asiáticas.

En este recién adquirido poderío económico -que tanto contrasta con las anémicas tasas de crecimiento de las economías occidentales-, los defensores de los valores asiáticos encuentran su más fuerte defensa y justificación.

La otra cara del confucionismo

No faltan réplicas a la escuela de los valores asiáticos. En primer lugar, los críticos niegan que haya un conjunto peculiar de «valores asiáticos». Dada la diversidad étnica, cultural y religiosa del continente que acoge al 60% de la población mundial, se puede hablar de valores étnicos o religiosos particulares, pero no de «valores asiáticos» en general.

Además, es inverosímil que unos idénticos valores tradicionales den lugar a unos resultados económicos tan desiguales, como los de Tailandia frente a los de Myanmar, o los de una y otra Corea. También es difícil de admitir que los mismos valores confucianos del noreste asiático (Japón, China, Corea del Sur) expliquen a la vez la pujanza económica de los últimos decenios y el estancamiento con respecto al mundo occidental en los cuatro siglos anteriores. Como apostilla el economista de Harvard Amartya Sen (2), de origen indio, si los «valores asiáticos» fueran la clave del desarrollo de los países de Asia oriental, ¿por qué no se ha dado este desarrollo antes? Quizás fuera más acertado afirmar que el confucianismo, tomado como el núcleo de estos valores, tiene algunos puntos favorables para el desarrollo económico (la perseverancia, el respeto al orden jerárquico, el ahorro, el sentido de vergüenza, etc.) y otros desfavorables o que incluso lo dificultan (lazos familiares excesivamente estrechos que fomentan el nepotismo y la falta de profesionalidad en el mundo laboral).

No hubo milagro

Por otra parte, ¿no será que esos valores favorables al desarrollo económico, más que peculiares de una tradición religiosa o cultura concreta, son propios de todas o de las principales de ellas? Basant Kapur (3) afirma que casi todas las grandes religiones del mundo (cristianismo, islam, hinduismo, budismo, confucianismo y sintoísmo; todas de origen oriental, por cierto) proclaman la excelencia de un tipo de conducta que no busca exclusivamente el propio provecho económico.

También se impugna que el desarrollo económico de estos países sea realmente portentoso. El economista norteamericano Paul Krugman (4) sostiene que no hubo tal milagro y que dicho fenómeno puede perfectamente explicarse sin recurrir a los «valores asiáticos». Es el resultado, sobre todo, de grandes inversiones por parte de los países desarrollados de Occidente, del traslado de los trabajadores de los países orientales del campo a las fábricas y de la apertura de los mercados, todo lo cual favorece la exportación a Occidente.

También Chris Patten, gobernador británico de Hong Kong, aboga por una interpretación más sobria de los éxitos (5). Que el desarrollo económico haya ido en cascada del Japón a Hong Kong, Singapur, Taiwán, Corea del Sur, Malasia, Indonesia y China no es, en absoluto, «milagroso»: sólo repite la transmisión del dinamismo económico, un siglo antes, de Europa a los Estados Unidos. En la actualidad, el PIB de Gran Bretaña duplica el de China y es mayor que el de Hong Kong, Tailandia, Malasia, Indonesia, Singapur y Filipinas juntos. El PIB de China equivale por ahora al del Benelux. En el supuesto de que los países de Oriente sigan creciendo al mismo ritmo, en el año 2020 su PIB será mayor que el de Europa occidental y el de los Estados Unidos; pero su población se habrá triplicado. Es decir, con las excepciones de Japón, Hong Kong y Singapur, la renta per cápita de los países orientales todavía será significativamente inferior a las de Estados Unidos y los países de Europa occidental. Además, es inverosímil que los países del Oriente mantengan la misma tasa de crecimiento, cuando sus economías se acerquen a la madurez.

Capitalismo autoritario

El crítico más feroz de los «valores asiáticos» en el terreno político probablemente sea Christopher Lingle (6), profesor que tuvo una salida poco airosa de la Universidad Nacional de Singapur, perseguido por el gobierno a causa de un artículo crítico que publicó en la prensa. En apariencia, dice, el régimen basado en tales valores puede presentarse como una «democracia comunitaria», en la que los ciudadanos voluntariamente limitan sus opciones individuales como condición necesaria para alcanzar las metas comunitarias de bienestar.

En realidad, no es más que un «capitalismo autoritario», en el que la intervención gubernamental limitada en el mercado se compagina con una fuerte intrusión del Estado en las actividades sociales y políticas de los ciudadanos. Según Lingle, el actual régimen de Singapur fomenta, por un lado, la comercialización de la política, y por otro, la politización de la economía. «Comercialización de la política» significa que los partidos políticos se involucran en la vida económica del país para generar una fuente independiente de ingresos. En el contexto de una sociedad china donde domina el guanxi o compadreo, la comercialización de la política lleva a una suerte de «capitalismo amiguista» (crony capitalism) donde se crea una dependencia entre la elite política que ofrece protección en los mercados y las empresas que, a su vez, aseguran a aquella apoyo económico. Así, el comercio se politiza porque el acceso a las oportunidades comerciales o económicas, en general, está en manos de los partidos políticos.

Virtudes universales

¿Qué lecciones podemos sacar, entonces, de la experiencia de crecimiento de los países asiáticos? Sobre todo, que el paradigma neoclásico no resulta adecuado para explicarlo. Hace falta, por tanto, un nuevo modelo explicativo del desarrollo, cuyo eje ha de ser otro patrón de racionalidad económica, alejado de la busca del máximo beneficio y más próximo al altruismo que proponen las grandes tradiciones religiosas y culturales.

Este nuevo modelo de racionalidad económica debería caracterizarse por la importancia que concede a lo que ya Adam Smith llamaba «sentimientos morales compartidos», o «valores», como propone Amartya Sen. Y estos «valores» -mejor sería decir «virtudes»-no son, de ninguna manera, asiáticos, sino universales. En lugar de insistir en lo que les distingue o separa de los países industrializados de Occidente -la mayoría, de régimen democrático-liberal-, quizá sea mejor subrayar lo que en cuanto a «valores» o «virtudes» les debería unir.

Alejo José G. SisonAlejo José G. Sison, Ph.D. es profesor en la University of Asia and the Pacific, con sede en Manila.Para saber másEn Aceprensa se pueden encontrar otras referencias al tema de los «valores asiáticos»:





en Tokio.



_________________________(1) Government of Singapore. Shared Values. 1991. CMD nº 1.(2) Amartya Sen. «Economics, Business Principles and Moral Sentiments». 1st World Congress on Business, Economics, Ethics. Japón, julio 1996, pro manuscripto.(3) Basant Kapur. «Ethics, Values and Economic Development». 3rd Asian Development Bank Conference on Development Economics. Manila, noviembre 1994.(4) Paul Krugman. «The Myth of the Asian Miracle». Foreign Affairs. 73 (1994).(5) Chris Patten. «Beyond the Myths». The Economist (4-I-96).(6) Christopher Lingle. Singapore’s Authoritarian Capitalism. Asian Values, Free-Market Illusions and Political Dependency. Ediciones Sirocco & The Locke Institution. Barcelona/Virginia (1996).

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