La era del desmembramiento

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Mientras que antes el poder de un Estado dependía de su extensión territorial, ahora un espacio más pequeño puede ser más próspero, lo cual estimula las secesiones. Esta es la tesis desarrollada por Pascal Boniface, director del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas, en el artículo «La prolifération étatique», publicado en Commentaire (nº 84, París, invierno 1998-99).

Es bastante común en ciencia política afirmar que la época del imperialismo militar y de las conquistas nacionales ha cedido paso a una ardiente búsqueda de la prosperidad unida a una depreciación de las soberanías territoriales. Pero de todo ello hay que sacar una consecuencia lógica: una renovada contestación del principio mismo de soberanía en nombre de la prosperidad económica. El tiempo de las conquistas ha quedado atrás; su sucesora no es la era de la estabilidad territorial, sino la del desmembramiento.

«El infierno son los otros», podrían declarar los secesionistas del mundo entero, deseosos de deshacerse de las regiones pobres del país, responsables de un PNB más bajo por habitante. A veces, la mayoría trata de librarse de una minoría considerada improductiva; en otras ocasiones, es precisamente la minoría la que espera mejorar su suerte separándose de una mayoría indigente. En ambos casos la solución pasa por el «dejar caer» a los indeseables, con la esperanza de llevar una vida más confortable, una vez terminada la cohabitación.

La depreciación del factor territorial como elemento de poder viene a reforzar este fenómeno. Según Bertrand Badie, «el espacio geográfico constituye cada vez menos un factor de poder que justifique la puesta en marcha de costosos medios encaminados a su ampliación; el suelo no es, como fue en épocas anteriores, el principal proveedor de riqueza» (La Fin des territoires).

Cuando un grupo cultural o étnico comienza a hacer notar que el país descansa sobre sus hombros, podemos apostar sobre seguro que se está gestando un movimiento secesionista. Y la práctica da la razón al eslogan «Small is beautiful» (que parece haber sido creado para apoyar las reivindicaciones separatistas: «El éxito de Estados-ciudades como Hong Kong o Singapur ha demostrado que los cambios técnicos y la evolución de los mercados financieros permiten operar con eficacia incluso a pequeñas economías, siempre que éstas permanezcan integradas en un sistema global», afirman Matthew Horsman y Andrew Marshall en After the Nation State. Las lecciones que se pueden sacar resultan aún más claras, si tenemos en cuenta que los incentivos de Singapur serían mucho menores en el caso de que el Estado-ciudad no se hubiese separado de la Federación de Malasia en 1965.

Así, por primera vez en la historia, el acceso a la independencia de Estados incluso minúsculos no se presenta como una rareza sino, al contrario, como algo benéfico desde el punto de vista económico. Si a ello añadimos las dificultades a las que se enfrentan las autoridades oficiales, e incluso su falta de voluntad, para conservar por la fuerza unas estructuras estatales más amplias, las razones de la proliferación de Estados comienzan a dibujarse. Kenichi Ohmae predijo en The rise of the region- State («Foreing Affairs», primavera 1993) el advenimiento de «Estados-regiones», con una población entre los 5 y los 20 millones de habitantes, suficientemente pequeños para asegurar una adecuada redistribución de la riqueza entre los consumidores y los ciudadanos y, a la vez, suficientemente grandes para estar dotados de infraestructuras -comunicaciones, transportes- que permitan su participación en la economía mundial a escala global. Algunos, en México, comienzan a adoptar este razonamiento. Carlos Fuentes declara haber oído decir a más de una persona, con humor macabro: «En México hay 90 millones de habitantes. Si fuésemos sólo 30, ya formaríamos parte de los países más desarrollados del mundo».

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