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La droga y la tradición liberal

publicado
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Ernesto Galli della Loggia, exponente destacado del liberalismo italiano, interviene en el debate sobre la despenalización de la droga advirtiendo que no se puede dilucidar con contraposiciones simplistas entre represión y libertad (Corriere della Sera, Milán, 2-XII-96).

Los partidarios de liberalizar el consumo de drogas blandas y de asegurar su distribución controlada «tienden a replantear una vieja contraposición propia de cierto laicismo italiano: de una parte los clericales y conservadores, de la otra los hombres de la razón y del progreso».

En cambio, Galli della Loggia piensa que «en cuestiones como la legislación sobre las drogas, las identidades sexuales y sus estatutos jurídicos, las manipulaciones de la vida y el aborto, en la sociedad contemporánea el choque no es entre libertad y oscurantismo, sino entre dos ideas distintas de libertad y de sociedad».

Es más, la tradición liberal parece ofrecer no pocas razones en favor de la postura que viene etiquetada de antiliberal. «En la tradición liberal, al menos en la que va de Locke a Stuart Mill pasando por Kant, la libertad no es la posibilidad de que cada uno haga lo que más le agrada, con la única limitación de no dañar a otros. La libertad no es la consecuencia de un resignado indiferentismo ético. Al contrario, la libertad está estrechamente relacionada con la educación y la religión (Locke), o con la conciencia moral (Kant) o con ‘las facultades maduras’ (Mill). La libertad, en suma, se pone explícitamente en relación con algo distinto de la pura voluntad subjetiva del individuo».

¿Por qué desde hace tiempo la opinión liberal se ha rendido ante el indiferentismo ético? El autor ve tres motivos. «El primer y más poderoso motivo es el recuerdo histórico de la moral obligatoria de Estado que los regímenes fascistas y comunistas han intentado imponer a sus súbditos». Pero «una cosa es el rechazo del Estado ético y otra absolutamente distinta el rechazo de una discusión pública y pluralista sobre los valores, discusión que para ser significativa debe dar lugar a decisiones vinculantes para toda la sociedad».

El segundo motivo es «el difundido prejuicio de que no se puede aprobar o desaprobar nada en la vida social si no se demuestra, más allá de toda duda razonable, la existencia de una relación directa de causa a efecto. ‘¿Es demostrable que todos los fumadores de marihuana se transforman con el paso del tiempo en heroinómanos?’ (…) Si no se pueden aportar las pruebas ‘científicas’, ¿con qué derecho se puede expresar un juicio negativo sobre este o aquel comportamiento?

«Deponiendo las armas ante objeciones de este tipo, los liberales han renunciado en la práctica a poner como centro del discurso político el problema crucial de la ‘buena sociedad’. (…) La cuestión es que sólo un debate público sobre la sociedad que acepte también de algún modo los parámetros del bien y del mal puede servir para mejorar una sociedad, es decir, para hacerla más humana y decente. Repito: también los parámetros del bien y del mal, no sólo los parámetros de las necesidades y de la distribución de los recursos que, en cambio, son los únicos que desde hace décadas ocupan todo el espacio del discurso público: el Estado Providencia es importantísimo, pero no es sinónimo de ‘buena sociedad'».

El tercer obstáculo para un discurso público de tipo ético «está representado por la fuerte presión que ejerce sobre la mentalidad liberal la mitificación de la elección personal. ‘Es su elección’: la decisión personal se opone como el tabernáculo de la libertad frente a cualquier intento de dar un juicio de valor sobre toda una serie de comportamientos. (…) Por ejemplo, en este tema, no se debería o podría preguntar: ¿de qué modo este joven de 18 años ha hecho la ‘elección’ de drogarse; entre qué cosas ha ‘elegido’ realmente; con qué condicionamientos y con qué datos; estaba en condiciones de sopesar los riesgos de su elección?».

Parece, dice Galli della Loggia, que la sociedad no tiene derecho a hacer tales preguntas en este caso, porque la conducta del drogado no daña a otros. «Pero nuestros comportamientos no afectan (y eventualmente dañan) sólo a las personas. También afectan de modo decisivo a la identidad de la sociedad, a la naturaleza de los lazos que la mantienen unida y que la hacen ser una sociedad y no un autobús al cual se sube o se baja porque a uno le apetece. No sólo la imagen sino la naturaleza misma de la sociedad cambian de modo significativo según que, por ejemplo, el uso de la droga esté o no legalizado, que se consienta o no la maternidad de alquiler, que se reconozca o no jurídicamente la unión de las parejas homosexuales».

Por eso, concluye el autor, el punto de vista liberal «no puede tener en cuenta sólo una perspectiva fundada en los derechos individuales, en la protección jurídica de cualquier voluntad de los individuos con respecto a cualquier estilo de vida. El liberalismo debe encontrar el modo de proteger, más allá de los bienes y derechos que corresponden directamente a los individuos, también aquellos que les corresponden indirectamente porque los disfrutan en cuanto miembros de la sociedad».

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