La desesperanza como coartada de la comodidad

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Pesimismo, aversión al riesgo y otros temores
El pesimismo se está configurando como una enfermedad crónica de las sociedades occidentales. Así lo considera Charles Leadbeater en «Up the Down Escalator. Why the Global Pessimists are Wrong» (1). Se trata de una alianza de fuerzas de toda procedencia, de izquierda y de derecha, que se nutre de nostalgia, desesperanza, catastrofismo y, quizás, de cinismo y escepticismo. En el ámbito empresarial el miedo también cunde, como así lo demuestra Benjamin Hunt en «The Timid Corporation» (2). Ambos libros merecen una reflexión.

Charles Leadbeater es periodista y ha trabajado para Financial Times y The Guardian. Colabora también en medios diversos y es uno de los expertos preferidos de Tony Blair, a cuyo gobierno ha asesorado en múltiples campos. Su anterior libro, Living on Thin Air: The New Economy, publicado en 1999, ya dejaba entrever el espíritu optimista de su autor ante el panorama de lo que entonces se llamaba nueva economía.

En Up the Down Escalator Leadbeater demuestra la existencia de un pesimismo que tiene algo de colectiva y profunda tendencia cultural de nuestros días, un pesimismo con muchos pliegues e influencias. Para empezar, el pesimismo se nutre de las profecías de catástrofes que tanto han abundado en los últimos años: desde algunas realizadas por el ecologismo hasta otras expresadas por el complejo movimiento anti-globalización.

Pesimismo y nostalgia

Una de las mayores expresiones del pesimismo es el culto a la nostalgia, algo en lo que algunos conservadores y muchos progresistas (simplificando la cuestión) parecen coincidir. El pueblo de antaño y la vida rural son idealizados hasta el extremo. Esta reacción nostálgica es natural -y repetida en la historia de la humanidad- ante el temor a las nuevas tecnologías y los bruscos y rápidos cambios sociales. La nostalgia, además, entronca bien con utopías de diverso signo a las que el ser humano es tan aficionado. Todo esto es analizado por Leadbeater con mirada certera.

El pesimismo se traduce a veces, cuando pasa del ámbito privado al público, y en concreto a la política, en una oposición violenta, de corte populista, a menudo victimista y frecuentemente a la búsqueda de cabezas de turco o culpables. Además cunde bien en una sociedad con exceso de ruido. Recibimos demasiada información -información en el mejor de los casos-, una borrachera de malas noticias, mezcladas con información trivial, que no somos capaces de filtrar, jerarquizar, interpretar ni calibrar. Todo ello produce un estrés evidente y nos sobrepasa de tal manera que la reacción más fácil es rechazar todo, no tener que elegir, ni moderar ni matizar nuestros juicios o emociones: que paren el mundo, que quiero bajarme.

Optimismo realista

El razonamiento de Leadbeater es que el pesimismo crónico es poderoso, atractivo y, a menudo, creíble, pero también equivocado, fuera de lugar y autodestructivo. Su explicación, sin embargo, no es que el mundo sea de color de rosa y atraviese una fase feliz. Los pesimistas tienen razón al señalar que el mundo moderno tiene rasgos estructurales muy negativos, fundamentalmente -dice Leadbeater- en lo relativo a la desigualdad y a la degradación del medio ambiente. Los pesimistas ayudan a identificar las preocupaciones de las personas. Un optimismo creíble no debería despreciar los razonamientos pesimistas, sino encontrar respuesta para ellos.

Sin embargo, en su opinión, el pesimismo que embarga a las sociedades desarrolladas exagera los problemas y nos incita a verlos como un proceso degenerativo y sin solución.

Leadbeater señala con acierto la mejora, innegable, de las condiciones de vida en los países más atrasados, al igual que hace Thomas Friedman en su Tradición versus innovación (The Lexus and the Olive Tree: ver servicio 59/00). Sin embargo, su visión del progreso, como ocurría con Friedman, resulta un tanto ingenua, al considerarlo un proceso ciego movido por la tecnología y no tanto por las decisiones personales y colectivas. Pero, además, sus reflexiones en torno a la familia o a la genética carecen de peso ético.

Más allá, al autor le falta profundidad antropológica, lo que le hace dar vueltas en torno al mismo punto sin aportar, de verdad, una alternativa. Curiosamente, el libro, como algunos pesimistas, es útil para detectar síntomas, pero no para establecer un diagnóstico certero de todo el cuadro clínico ni para prescribir un tratamiento adecuado.

Pesimismo escéptico o cínico

Frente a la visión de Leadbeater, para quien el pesimismo resulta en una reacción activa, ligada al populismo, cabe observar además otras explicaciones que él omite. Y es que el pesimismo, en mi opinión, se ha convertido, sobre todo, en una excelente coartada para la apatía y la comodidad en Occidente.

El pesimismo puede ser así una actitud fundamentalmente estética (en el sentido de apariencia y frivolidad) de todos aquellos que estando bien alimentados, vestidos, con medios y posibilidades, se pueden permitir perder la esperanza o, mejor dicho, dejar de trabajar -allá donde uno esté- para que otros la puedan tener.

Entre los pesimistas anti-globalización o del tipo que sean, suelen ser los buenos y los ingenuos los que se movilizan y se juegan el tipo, mientras otros que animan el cotarro con sus quejas están muchas veces tranquilamente sentados en casa, cuando no en el consejo de administración de -¡horror!- una empresa.

Más en concreto, el pesimismo cultural se nutre fundamentalmente del escepticismo y el cinismo, dos corrientes à la page entre personas de cierto nivel cultural, social y económico y, también, entre algunas voces de la opinión pública. Ambos, escépticos y cínicos, coinciden, entre otros aspectos, en su abrazo al pesimismo apático y comodón en línea con la nostalgia del 68 y el fiel seguimiento a la Guía Michelin.

Excusas para la pasividad

Ejemplo de escepticismo es el discurso tan generalizado de que todo está mal, nada es cierto, todo el mundo tiene un precio y seguro que detrás de una buena persona o un buena acción hay algo oscuro. Ejemplo de cinismo es la argumentación de quien, aun admitiendo que hay cosas y personas buenas en la vida, concluye en que son solo aptas para almas elevadas porque el común de los mortales suele ser vulgar, tonto y malo. Ambos, escépticos y cínicos, coinciden en que estando las cosas tan mal, ¿qué importancia tiene lo que uno haga en su trabajo, en su familia, en general?

Un caso paradigmático de esa coincidencia entre el cinismo y el escepticismo sería gran parte de la televisión actual, donde por debajo de tanta alharaca de feria, reality y estupidez late, paradójicamente, la única y firme convicción del cínico o el escéptico pesimista: la audiencia, las personas, merecen muy poco, y nosotros, con nuestro producto, ratificamos nuestra escasa esperanza y fe en el ser humano mientras nos llevamos la pasta (y damos fe de nuestra progresía con un «no a la guerra», que siempre queda bien).

El mismo discurso puede detectarse en algunos columnistas, líderes de opinión, algunos que se autodenominan progresistas y otros que encajan en el tipo «a la vuelta de todo». Es pesimismo confortable lo que late tras la jerga igualitarista que considera que no hay personas excepcionales, que no hay verdaderos santos, héroes ni sabios. Es pesimismo, apático en el fondo, la vertiente «disfruta y goza» que pregonan algunos expertos en el arte de vivir, viajar, comer bien, alojarse en los mejores hoteles y gozar en general: pues esto es lo que queda cuando las tareas «públicas», sea la política o el honrado y esforzado ejercicio de la profesión de cada cual, son tachadas de terreno baldío.

Las empresas tímidas

En otra línea, que enlaza con algunos de los argumentos de Leadbeater, Benjamin Hunt se ha atrevido a elaborar una certera y valiente crítica sobre las empresas. Periodista, colaborador en The Guardian y The Wall Street Journal, ha investigado en el área de gestión de riesgos para el Financial Times y es, como Leadbeater, consultor. Su texto señala la existencia de cierto sentido vergonzante de la empresa y la pérdida del significado original de la palabra «empresario», con lo cual pueden explicarse algunos mantras actuales, muy políticamente correctos, sobre los que gira el discurso y, en algunos casos, la estrategia y la práctica empresarial.

Más que liberal en el sentido europeo, que no estadounidense del término, o en la línea de críticos como Jarol B. Manheim (3), Hood (4) o David Henderson (5), la argumentación de Hunt señala la pérdida de la identidad de las empresas en cuanto a su rechazo a la toma de riesgos inherentes a la actividad empresarial.

El texto de Hunt es apasionante y divertido, y su análisis, aun referido originalmente a la empresa, apunta a todo un contexto de carencias y debilidades sociales evidentes que hace pensar.

El deber de innovar

El libro se divide en tres partes. La primera explica el contexto de regulación de las empresas y el auge de la gestión de riesgos así como la aversión al riesgo financiero. En la segunda parte, titulada «Una tímida aproximación a los mercados», Hunt explica el modelo netamente defensivo de muchas empresas e identifica la obsesión con el cliente y su lealtad, el auge del concepto de marca y su gestión, y determinados aspectos del marketing como rasgos paralizantes y escasamente innovadores de la empresa. Para el autor, todos estos nuevos conceptos son más bien coartadas para el incumplimiento del primer deber de la empresa, que es innovar (6). Y es que las empresas han preferido encharcarse en una jerga casi virtual y entregarse a consultores varios antes que concentrarse en la innovación.

La innovación es hoy algo superficial, en opinión de Hunt, a pesar de todo lo que se pregona. De hecho, el I+D de muchas empresas ha estrechado sus miras al corto plazo. Eso sí, se habla mucho de creatividad y el concepto de innovación es tan difuso que hoy no significa nada. Tradicionalmente, explica Hunt, la innovación tiene lugar de dos maneras que se solapan: dedicando recursos para crear nuevos productos o utilizando tecnologías o nuevos productos para hacer las prácticas de trabajo más eficientes. Ambas, según el autor, han decrecido.

Para Hunt, los directivos actuales, en vez de crear nuevos productos, abrir nuevos mercados y ser pioneros, prefieren orientarse hacia una postura defensiva. Se crean zonas de confort y el crecimiento se produce por extensión de marca, no por nada más.

En defensa de la corporación

Existe otro tópico al uso en el ámbito empresarial, que es infravalorar las grandes empresas aduciendo que son los nuevos empresarios (start-ups), especialmente los pequeños, quienes innovan y no están sujetos a las servidumbres -a la burocracia y falta de imaginación- de las grandes compañías.

Hunt, como otros (7), demuestra que son las grandes empresas -con sus departamentos de I+D, sus grandes inversiones y su toma de riesgos, cuando los toman- las que facilitan la innovación. Cosa distinta es que determinadas explotaciones de las innovaciones (que otros han creado) se lleven mejor a cabo por unidades empresariales de menor tamaño.

El espíritu individualista de nuestro tiempo, los personalismos y el ego de algunos empresarios y directivos, así como diversos tópicos sobre la (gran) empresa como villano, han favorecido esta ingenua visión del tejido empresarial donde los pequeños son los buenos y los grandes son los malos.

El «benchmarking» paralizador

Otra de las reflexiones más interesantes de Hunt es la referida a la excesiva utilización de la herramienta denominada benchmarking o seguimiento de las mejores prácticas del sector, del mejor competidor. Esta herramienta tiene su utilidad; el problema es cuando se magnifica y sirve para todo, cuando sustituye, precisamente, a la innovación.

Este abuso del benchmarking y la filosofía que lleva consigo es evidente en muchos ámbitos. Entre otros, en los medios de comunicación: todos los dominicales sacan lo mismo; todas las revistas femeninas son prácticamente igual de insulsas; todas las cadenas nos intentan vender como «novedad» lo que no es sino copia de la copia de la última versión del último formato.

No hay verdadera innovación. Hay miedo, demasiado miedo, en quienes dirigen muchas empresas que prefieren poner el dinero en los departamentos de marketing y comunicación antes que en la investigación o, en el caso de los medios, en los contenidos, en fortalecer y mejorar las redacciones, en las personas que no «venden» el producto: lo hacen.

La amplia aceptación del benchmarking en el ámbito empresarial, en mi opinión, puede tener su explicación en un contexto más amplio donde, por poner un ejemplo, en el plano moral, es el comportamiento de los otros el que «marca» el nivel ético que tenemos que tener, la bondad o maldad de una acción. El «mamá, todos lo hacen» se ha convertido no solo en criterio de moralidad sino de aspiración en todos los ámbitos, no solo entre adolescentes.

La sospecha generalizada

En la tercera parte del libro, Hunt intenta explicar por qué está sucediendo todo esto y qué se puede hacer. Para el autor, las empresas, más que preocupadas por hacer las cosas bien, están excesivamente volcadas en parecer bien y quedar bien con diversos públicos. La percepción ha sustituido a la realidad y esto, también en el ámbito de la empresa, es fatal. Se habla mucho así de confianza, pero la confianza no se gana con estrategias de comunicación ni «gestión reputacional» sino haciendo bien las cosas, siendo coherentes y sinceros.

En la sociedad -dice Hunt-, sin un marco fuerte de creencias y confianza en el futuro, los problemas y las incertidumbres pueden ser fácilmente exagerados. Así, los actos aislados de falta de ética empresarial se sacan fuera de contexto y llegan a calificar injustamente a toda la clase empresarial. No es de extrañar que éste sea un caldo de cultivo excelente para calibrar el poder de las empresas como excesivo y elaborar una teoría de la conspiración que busca fáciles chivos emisarios.

Ciertos esfuerzos de regulación de las empresas o el auge del concepto de responsabilidad empresarial pueden esconder así una falta de creencias profundas, lo que promueve precisamente una lluvia de discursos formales a modo de recetario o moralina empresarial o un intento de encorsetamiento vía legislación o autorregulación.

Para luchar con todo ello hace falta, según Hunt, recuperar una cierta cultura del riesgo, empresarial, social y personal, donde solo si tomamos ciertos riesgos seremos capaces de avanzar: ser menos cómodos, tener menos miedo a emprender, intentar hablar menos y hacer más. Innovar, como muchos han señalado, tiene mucho que ver con la ética (8). En segundo lugar, es necesario recuperar un marco de creencias fuertes que evite, precisamente, el discurso puritano de formas que es el único que podemos hacer cuando perdemos el fondo de las cosas. Esto en empresa es fundamental, pero, como Hunt diagnostica, es también todo un desafío social.

Aurora Pimentel____________________(1) Leadbeater, Charles (2003): Up the Down Escalator. Why the Global Pessimists are Wrong. Penguin Books, edición rústica (la primera es de 2002).(2) Hunt, Benjamin (2003): The Timid Corporation. Why Business is Terrified of Taking Risk. John Wiley & Sons. Chichester. West Sussex.(3) Manheim, Jarol B. (2000): Corporate Conduct Unbecoming. Codes of Conduct and Anti-Corporate Strategy. Tred Avon Institute Press. Maryland.Manheim, Jarol B. (2000): The Death of One Thousand Cuts. Corporate Campaign and the Attack on the Corporation. Lawrence Erlabaum Associates. Nueva Jersey.(4) Hood, John M. (1996): The Heroic Enterprise. Business and the Common Good. The Free Press / Simon & Schuster. Nueva York.(5) Henderson, David (2002): Misguided Virtue. False Notions of Corporate Social Responsibility. Institute of Economic Affairs. Londres.(6) Ver a este respecto la conferencia de Alejandro Llano en la Asamblea de Antiguos Alumnos del IESE, noviembre 2002, «Inspirar la Innovación», publicada en Revista de Antiguos Alumnos, marzo 2003.(7) Ver a este respecto el reciente y breve libro de dos periodistas de The Economist: Micklethwait, John y Wooldridge, Adrian (2003): The Company. A Short History of a Revolutionary Idea. The Modern Library. Nueva York.(8) El concepto de ética como innovación es frecuente estos últimos años en la literatura de ética empresarial. Josep Lozano y otros muchos lo utilizan y explican con profundidad.

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