La aceptación de la eutanasia preocupa a los enfermos incurables

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La retransmisión televisiva de suicidios asistidos por Jack Kevorkian ha vuelto a poner en la palestra la legalidad de la eutanasia. Pero la posible aceptación social de esta práctica despierta una inquietud creciente en los enfermos incurables y los minusválidos, que ven cómo su vida se desvaloriza.

Uno de esos enfermos es el canadiense Mark Pickup, desde hace quince años paciente crónico de esclerosis múltiple progresiva. En un artículo publicado en National Post (Toronto, 6-I-99) muestra su inquietud ante la «baja estima» que los minusválidos tienen para sus conciudadanos. «Hay en la sociedad una corriente subterránea de hostilidad social hacia la vida humana imperfecta». Y se pregunta: «¿Qué puede esperar el enfermo incurable o discapacitado, con la aceptación de la eutanasia?».

El Partido Liberal que gobierna en Canadá tiene una política oficial favorable a la cooperación al suicidio. Pickup muestra el doble rasero de su política: si una persona sana presenta tendencias suicidas, recibe ayuda, incluso se la somete a un tratamiento psiquiátrico hasta que pase la crisis. El objetivo es procurar que esa persona recupere su autoestima para poder vivir con dignidad. Pero si es un enfermo incurable o un discapacitado, la discusión gira automáticamente en torno a expresiones como «muerte digna», «libertad de elegir la propia muerte» o «acto final de autonomía y autodeterminación». ¿Por qué esa diferencia?, se pregunta Pickup. Un enfermo sigue siendo un ser humano. «Soy valioso -exactamente igual que el sano que desea suicidarse-, aun cuando deje de valorarme a mí mismo o deje de ser amado por otros».

Cuando se plantea si una vida merece ser vivida, se olvida, dice Pickup, que la calidad de vida es «un blanco móvil». Y narra el horror que le hubiera producido enterarse antes de la situación a la que le iba a llevar su enfermedad: «Mi visión se debilitaría, mis piernas y brazos se atrofiarían. Perdería mi capacidad de hablar. Tendría incontinencia, experimentaría agotamiento continuo, y lo peor de todo, sufriría períodos donde mi capacidad de pensar se nublaría y no se podría confiar en mis opiniones.» Y concluye que no había «calidad de vida en esa existencia, sólo terror».

«En los primeros días, meses y años de enfermedad -sigue contando Pickup-, mi familia tiró hacia arriba de mí. Para ellos yo era valioso (incluso cuando yo lo dudaba). Si no lo hubieran hecho, podría haber agradecido una visita de Jack Kevorkian. Si alguien me hubiera dicho que mi carrera terminaría a los 37 años, me habría desesperado. De hecho, cuando llegó el momento, me desesperé.» Y concluye con una reflexión acerca de la calidad de vida: «Afortunadamente, muchos de esos síntomas espantosos disminuyeron. Ahora me muevo con bastones y un vehículo de inválido. No he trabajado en nueve años, pero mi vida tiene calidad. ¿Para qué? Para amar, para ser amado, para ser valorado y creer que todavía puedo aportar algo a la comunidad».

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