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Julien Green, entre lo carnal y lo invisible

publicado
DURACIÓN LECTURA: 13min.

Un escritor que cubre un siglo
Julien Green, escritor americano de lengua francesa, muerto en París el pasado 13 de agosto a los 97 años, estaba considerado el decano de las letras universales. Es difícil encontrar un escritor de nuestro tiempo con una obra tan densa e ininterrumpida durante tres cuartos de siglo. Tanto en su obra autobiográfica como en sus novelas, Green ha reflejado el conflicto entre las mareas de la carne y las aspiraciones del espíritu. Su Diario, mantenido desde 1919, relata sus tormentas interiores, sus viajes, sus relaciones y su visión de los acontecimientos históricos. Sus novelas han creado un universo singular, con personajes inolvidables.

Se atribuye a Walter Benjamin, seguramente uno de los intelectuales que con más agudeza ha hecho crítica literaria en nuestro siglo, la idea de que todas las grandes obras inauguran y al mismo tiempo clausuran en sí mismas un camino único dentro del arte, un género imitado después por otros autores que apenas llegan a la categoría de epígonos. En nuestro siglo basta con pensar en Rilke, Joyce, Beckett, Kafka, Proust, Faulkner, Canetti, René Char, Rulfo, Borges, etc., para darse cuenta de que, en efecto, quizás sea la presencia de esta singularidad esencial lo que caracteriza externamente la grandeza literaria.

Desde este punto de vista, la obra de Julien Green, si tomamos en consideración lo verdaderamente significativo, es decir, su corpus novelístico, constituye un universo completamente singular, coherente, vastísimo, que ahonda en los secretos del alma humana con una belleza y una fuerza propias del auténtico genio literario.

No obstante, hay que tener en cuenta que el universo greeniano se caracteriza por su obsesiva fijación en el juego con la tentación y el mal moral, por la presentación no precisamente matizada de la realidad espiritual del hombre como decididamente trágica, siempre en el filo de la navaja de su propia miseria. De ahí que ese «universo de tinieblas», del que habló con admiración y una cierta reserva Jacques Maritain, se resiente en la medida en que aborda sólo un aspecto de la realidad, «ignorando el debate, la decisión auténticamente libre, que proviene de los destellos de la razón humana tanto como de la acción de la gracia, y las agitaciones de la inteligencia y de la consciencia que caracterizan la condición humana».

Green tampoco explora a fondo la vía auténticamente negativa -como lo hicieran sus admirados Rimbaud o Céline-, y se queda en un terreno demasiado consciente, neutro e incoloro, que nace de un sufrimiento un tanto artificioso y, por eso mismo, banal.

Americano en Francia

Sus padres eran originarios de los Estados Unidos de América, en concreto de los Estados sureños de Georgia y Virginia. La familia fue relativamente ilustre, pero, después de haber conocido momentos de esplendor, quedó completamente arruinada a consecuencia de la Guerra de Secesión. El padre de Green decidió entonces trasladarse a vivir a Francia, donde nació el escritor el 6 de septiembre de 1900.

Green aprendió a hablar primero en francés y fue educado en el sistema de enseñanza pública de la Tercera República Francesa. En casa se hablaba habitualmente inglés, y Julien, con el paso del tiempo, aprendió también la lengua de sus padres. Éstos le transmitieron asimismo la religión protestante, pero, aun siendo personas de una fe profunda, lo hicieron de forma titubeante, sumidos como estaban ambos en una cierta duda íntima acerca de cuál era la verdadera religión. El niño poseyó siempre una sensibilidad poco común para captar lo sobrenatural y, según su propio testimonio, durante su infancia le ocurrieron varios hechos de extraordinaria intensidad religiosa que marcaron indeleblemente su destino.

En las Navidades de 1914, cuando en Europa se estaba iniciando la Primera Guerra Mundial, murió la madre de Julien Green y, nueve meses más tarde, a la edad de quince años, el futuro escritor se convirtió al catolicismo, religión que ya no abandonó jamás. Apenas terminado el Bachillerato se alistó en el servicio americano de ambulancias y pasó varios meses movilizado, primero en el frente de Argonne (Francia) y más tarde en Roncade (Italia). Durante ese período Green pensó haber recibido una vocación específica de entrega a Dios en la vida religiosa.

Los inicios de una carrera de escritor

Acabada la contienda, fue enviado por su padre a la Universidad de Virginia, donde permaneció durante tres cursos académicos. A su vuelta a Francia, en junio de 1922, un Green estupefacto por el hecho de haberse descubierto intensamente atraído por las personas del mismo sexo, decide definitivamente no entrar en religión y dedicarse exclusivamente a escribir literatura.

Dos años más tarde, en 1924, aparece en París su primer libro, un opúsculo titulado Panfleto contra los católicos de Francia, en 1925 una colección de ensayos sobre los románticos ingleses y en 1926 su primera novela, Mont-Cinère. Al año siguiente se publicó Adrienne Mesurat, una magnífica segunda novela y un texto breve y magistral, la nouvelle titulada El viajero sobre la tierra. A comienzos de los años treinta, tras la publicación de Leviatán (1929), de Naufragios (1932), de El visionario (1934) y de Medianoche (1936), su carrera de escritor estaba consolidada. Apreciado y protegido por los mandarines de la época (Breton, Gide, Maritain, Eliot), Green era leído por un público amplio a ambos lados del Atlántico.

Un alma desgarrada

Abandonada por entonces la práctica de la fe, su vida consistió en los años treinta en escribir y viajar por todo el mundo a la búsqueda del placer sexual, siendo su obra el signo elocuente de una crisis interior demoledora. La creciente amenaza de una nueva guerra contribuyó a intensificar una angustia que a finales de la década se le hizo insoportable. Buscaba desesperadamente una salida y no por casualidad aparecieron en 1938 y 1939 los dos primeros volúmenes de su Diario, vía de escape y auténtico reverso de su infernal mundo novelístico.

A punto de salir para los Estados Unidos, en la primavera de 1939, Green volvió al seno de la Iglesia, urgido entre otras cosas por la inquebrantable amistad del siempre fiel Maritain. De estos hechos existen sendos testimonios escritos: la correspondencia Green-Maritain (Una gran amistad, París, 1982) y el espléndido relato de la salida de Francia en 1940, publicado en Francia en 1992 bajo el título El final de un mundo.

Julien Green volvió a Francia en septiembre de 1945, sumido en una lucha titánica para vivir las exigencias de la fe. Con esta tensión escribió otro conjunto impresionante de obras, quizás lo mejor de toda su producción, entre las que destacan las novelas Moira (1948) y Cada hombre en su noche (1960), y las piezas teatrales Sur (1953) y El Enemigo (1954). Al mismo tiempo que continúa escribiendo y publicando su Diario, a comienzos de los años 60 inicia su Autobiografía, deteniendo el relato hacia el año 1924, es decir, en el momento en el que comienza su vida pública de escritor.

En 1972 fue elegido -¡siendo de nacionalidad americana!- miembro de la Academia de la Lengua Francesa, casi al mismo tiempo que se le ofrecía publicar la Obra Completa en las ediciones de la Pléiade, reservada hasta entonces casi exclusivamente para escritores muertos.

Green se empleó a destajo en los años setenta, en los ochenta y hasta en los noventa, publicando sin cesar novela, teatro, ensayo, cuentos, historias para niños, obra autobiográfica varia, libros de viajes y una biografía de San Francisco de Asís. Entre toda esta obra de vejez destaca por su enorme extensión Dixie, una trilogía de dos mil páginas y valor claramente desigual ambientada en el siempre sugerente Sur antebellum.

Dejando aparte alguna consecuencia negativa -por ejemplo, la excesiva tensión vital y el nefasto aislamiento al que Green se vio sometido en este último tercio de vida y de siglo-, ese enorme trabajo de las últimas décadas dio como resultado la reedición constante de buena parte de su obra en el mundo anglosajón, en el de expresión alemana, en Escandinavia, Italia y Portugal, en Francia por supuesto, y también en España (ver infra).

El secreto de Green

Desde el punto de vista estilístico, la obra de Green despliega una gran variedad de recursos, y su prosa ha sido considerada sencillamente como clásica por los propios franceses: al mismo tiempo, fría y cercana, serena y vibrante, dulce y desgarradora. Los argumentos de sus novelas son con frecuencia trepidantes, situados casi siempre a medio camino entre la novela gótica y el género negro, y surgen de una imaginación rica, capaz de evocar en cada frase, en cada quiebro, la verdadera historia de unos personajes a los que acabamos conociendo y sintiendo más que próximos.

La novelística de Green está emparentada estrechamente con la de autores como Hawthorne, Dostoievski, Kafka u O’Connor y, como en el caso de éstos, despliega hasta el infinito unas pocas intuiciones. En el universo de este autor aparece, en un inextricable encadenamiento, la fascinación que ejerce sobre el espíritu del hombre la realidad visible (especialmente el cuerpo humano), y la simultánea intuición de que en esa realidad comparece otra cosa, que proviene de más allá y que revaloriza lo que está al alcance de la mano del hombre, destacándolo en su singularidad y preservándolo en su infinito valor. Ante esa realidad surgen unos personajes hipersensibles tanto a la fascinante belleza de lo visible como a su carácter sacro. Esa conciencia viva les aboca a una situación de soledad esencial o metafísica que es al mismo tiempo marginación, extranjería, culpa y, en último extremo, muerte moral y física.

El conjunto que deja este escritor a su muerte resulta un testimonio elocuente -escrito en una lengua bellísima, la misma de Villon, Racine y Flaubert- de una vida a la búsqueda de lo absoluto. Una vida volcada ciertamente más sobre el lado oscuro o la vía negativa y siempre en un delicado equilibrio con todo aquello que constituye lo genuinamente humano.

Recepción en EspañaA Green se le había editado en español casi desde el principio, primero por los argentinos (Sudamericana, Sur y Emecé), después de la mano de ese gran editor que fue José Janés, que llegó a intentar unas Obras completas en español. Pero la auténtica recepción de Green en España viene marcada, no obstante, por la publicación a partir de 1955 de Literatura del siglo XX y cristianismo, de Charles Moeller. En el primer tomo, El silencio de Dios, Moeller dedica un extenso capítulo a analizar la vida y la obra de Green desde una perspectiva cristiana. El texto de Moeller, que puede seguir siendo una buena introducción al universo greeniano, puso a toda una generación de lectores españoles sobre la pista de Julien Green.

Sin afán de ser totalmente exhaustivo, se editaron últimamente entre nosotros El viajero sobre la tierra (Valdemar), Adriana Mesurat, Si yo fuera usted, Cada hombre en su noche y Hermano Francisco (Destino), Moira (Debate), Naufragios (Austral de Espasa Calpe), Dixie (Ediciones B y Anaya-Muchnik), El Otro, Leviatán, Varuna, Lugar de perdición (Anaya-Muchnik), Suite inglesa (Taurus).

Sin embargo, no resulta fácil conseguir en el comercio las obras de Green, salvando quizá las publicadas por Destino y Naufragios, número 15 de la nueva colección Austral; esta última es una magnífica novela y la edición está cuidada, magníficamente traducida por Emma Calatayud y muy bien introducida por Rafael Conte. No se han traducido los Diarios, a pesar de un intento frustrado del tiempo en que Jesús Aguirre estaba al frente de Taurus, y sí los cuatro tomos de la Autobiografía, en volúmenes sueltos, editados en España y Argentina y hoy casi imposibles de encontrar.

Álvaro de la RicaÁlvaro de la Rica es profesor de Literatura en la Universidad de Navarra, autor del libro sobre Julien Green La luz y la mirada (EUNSA, Pamplona, 1993) y de una biografía sobre este escritor de próxima aparición.El momento de DiosEn una entrevista que le hizo Franz-Olivier Giesbert, y que se tradujo en España (ABC Cultural, 28-III-97) cuando se publicó su última novela, Julien Green hablaba, entre otras cosas, de su visión religiosa.

– Dios es uno de los temas de su Diario: ¿No tiene usted la impresión de que con los años se acerca a Dios cada vez más?

– Dios es algo distinto de un tema. Es una omnipresencia, y lo es para todos, ateos y agnósticos incluidos. La edad nada tiene que ver. Mis grandes amigos ya no están. No veo más que jóvenes, o bastante jóvenes, que niegan mi edad. Desde mi infancia Dios ha sido para mí alguien presente, incluso cuando me alejé de toda religión, como a menudo sucede en los años de la sexualidad, entre los 20 y los 40, sobre todo, y eso para no reflexionar sobre una elección que hay que hacer.

– Usted dice que a los 18 ó 19 años, leyendo la Biblia, pensó de repente: «Israel soy yo». ¿Se identifica usted con Israel?

– Sí, con el Israel de la Biblia, que a menudo se porta mal. Algunos de sus reyes levantan ídolos. Y, ¿qué son los ídolos? Lo contrario de la libertad que Dios nos ha dado. Es creer en los instintos más bajos y convertirlos en mitos. Pero Dios salva a Israel a pesar de Israel. Incluso permitiendo que sus enemigos triunfen, es un Dios de amor, y eso a pesar de Israel. Y yo pensaba: «Soy Israel. En el mismo centro de mis infamias, empleando un vocablo excesivo, Dios me ama y quiere salvarme». Dios no vino para salvar a los justos; es inútil, vino para gente… digamos como yo. Leía la Biblia todos los días, estaba impregnado de su lenguaje, me refiero a la Biblia inglesa. Se debe a mi atavismo protestante, aunque me haya hecho católico.

– Usted escribe en el Diario: «Cuando se está harto de ser uno mismo y se desea dejar de serlo es el momento de Dios». ¿Está usted harto de sí mismo ahora?

– Volvemos al problema de nuestro propio descubrimiento. Entre el yo ideal y el yo de cada día, con todo lo que pasa por la cabeza y en el corazón y que no podría contarse en mil tomos, hay un abismo. Así pues, es necesario saber abandonarse a uno mismo. La gran tarea de nuestra presencia en el mundo es encontrar a Dios. Entendámonos: encontrar nuestro destino, que es ir a Dios.

– ¿No piensa usted, como Spinoza y otros, que Dios está en todas partes y que por tanto también está en usted?

– Es evidente. Dios lo es todo y está en todo, en efecto. Pero nosotros no somos Dios. Hay que buscarle. Está lejos del mundo falso que cree en su propia realidad, el mundo del dinero, la gloria, el poder, el odio, el egoísmo, de todo lo que convierte en un edén de pacotilla. Es un gran esfuerzo ir hacia Dios. En el frontón de mi universidad, la Universidad de Virginia, había esta inscripción de San Juan: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres». Dios es la verdad.

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